Título
original: Make Way For Tomorrow. Dirección: Leo
McCarey. País: USA. Año: 1937. Duración: 91 min. Género:
Drama.
Viña Delmar, Helen Leary,
Noah Leary, basado en la novela de Josephine Lawrence) (Guión), William C. Mellor (Fotografía),
George Antheil, Victor Young (Música),
LeRoy Stone (Montaje), Leo McCarey y Adolph Zukor para Paramount Pictures (Producción).
Una de las Diez Mejores
Películas del Año según el National Board of Review 1937.
Estreno: 7 Mayo 1937, en Nueva
York.
Reparto:
Victor Moore (Barkley
Cooper), Beulah Bondi (Lucy Cooper), Fay Bainter (Anita Cooper), Thomas
Mitchell (George Cooper), Porter Hall (Harvey Chase), Barbara Read (Rhoda
Cooper), Elisabeth Risdon (Cora Payne), Minna Gombell
(Nellie Chase), Ray Mayer (Robert Cooper), Maurice Moscovitch (Rubens), Louise Beavers (Mamie).
Sinopsis:
Un anciano matrimonio
reúne a cuatro de sus hijos, ya independizados, para comunicarles que están
arruinados y los van a desahuciar en un plazo muy breve. Los hijos deciden
entonces repartirse a sus padres: uno se queda con la madre y el otro con el
padre, lo que supone un duro golpe para los ancianos, ya que han vivido juntos
toda la vida.
Comentarios:
Se ha apuntado hasta la
saciedad, pero no me resisto a repetirlo: Dejad
paso al mañana es, junto con la magistral Cuentos de Tokyo, de Yasujiro Ozu (obra para la cual el director
japonés habría tomado como fuente de inspiración el propio film de McCarey),
uno de los más sinceros y emotivos retratos que podemos encontrar en la
historia del cine sobre la difícil situación de la vejez en el contexto del
mundo moderno. Un hecho que puede resultar sorprendente teniendo en cuenta los
años de producción de ambos títulos (1937 y 1953) pero que no hace sino constatar
su condición de clásicos, tanto por la excelencia de su propuesta formal como
por la plena vigencia de su contenido.
Efectivamente, tal como
sucede con los personajes del film de Ozu, resulta imposible no reconocer en la
pareja protagonista de la película, Barkley y Lucy Cooper (Victor Moore y
Beulah Bondi) a muchos de los ancianos que podemos encontrar en nuestras
ciudades (cuando no en nuestras propias familias), del mismo modo que (ay...!)
tampoco es nada difícil vernos reflejados en algunas de las reacciones de los
hijos a la hora de afrontar el problema que surge cuando se ven obligados a
acoger a sus padres, después de que estos sean desahuciados por el banco de la
vivienda en la que habían pasado los últimos cincuenta años de su vida (otra
realidad nada extraña, por desgracia, para el espectador contemporáneo). Y es
que el gran mérito de McCarey (y lo que confiere justamente a su película la
condición de clásico) es reflejar con extrema sencillez y naturalidad una
situación y personajes con una vigencia que los hace plenamente contemporáneos.
La secuencia inicial, en
la que la pareja protagonista reúne a cuatro de sus cinco hijos para
confesarles su situación, es ya absolutamente modélica en cuanto a la magnífica
puesta en escena de McCarey: tras la llegada del mayor de los hijos, George
Cooper (Thomas Mitchell), el film reúne a los seis personajes (el matrimonio,
George y los otros tres hijos: Nellie - Minna Gombell -, Cora - Elisabeth
Risdon – y Robert - Ray Mayer) en el salón familiar, en una escena que se
desarrolla distendidamente hasta que el matrimonio expone a sus hijos el
problema, momento en que los cuatro hermanos se alinean (físicamente) frente a
los padres, poniendo en evidencia su reacción a la defensiva (cuando no de
reprobación) ante lo que parecen considerar como un actitud indolente por parte
de sus progenitores.
A partir de este momento,
y después de que el matrimonio se vea obligado a separarse por primera vez en
su vida (George y Cora, los únicos de los hermanos que se muestran dispuestos a
acogerlos, sólo tienen espacio para un huésped en sus respectivas viviendas),
asistiremos a la compleja relación entre los miembros de las familias que
asumen la presencia de los abuelos poco menos que como un estorbo, cuando no
simple y llanamente como una molestia que les ha caído en desgracia: “Ya tengo
a la abuela en mi habitación. Con eso basta”, le espeta Rhoda (Barbara Read) a
su madre, Anita (Fay Bainter), cuando ésta la sorprende descolgando el retrato
del abuelo que Lucy había colgado en la habitación que comparte con su nieta;
o, como vemos poco después, cuando la propia Anita lanza una mirada de reproche
a su suegra por perturbar su clase de bridge con el sonido de su mecedora para,
seguidamente, suplicarle a su hija que se lleve a la abuela al cine para poder
proseguir con su lección sin más interrupciones.
Peor suerte le espera a
Barkley, el cual, confinado en el apartamento de Cora (el único personaje quizá
exageradamente odioso, para mi gusto), encontrará su único alivio a través de
la relación de amistad que establece con el tendero del barrio, el señor Rubens
(Maurice Moscovitch), con quien el protagonista reflexiona sobre la difícil
relación entre padres e hijos: “Cuando crecen y no puedes darle tanto como a
los otros, se avergüenzan de ti. Y si les das todo, les envías a la
universidad, ¡también se avergüenzan de ti!”, concluye con lucidez Rubens ante
su amigo.
Consecuentemente con el
texto inicial de la película (en el que se adelanta una especie de actitud
estoica sobre el problema planteado), McCarey filma el drama de la pareja
protagonista sin estridencias, sin levantar la voz ni forzar el tono en ningún
momento, lo cual, paradójicamente, no hace sino intensificar la emoción de la
historia (como Ozu, McCarey es uno de los maestros del ‘menos es más’). La
escena en la que la abuela Lucy descubre la carta de la residencia de ancianos
(en donde George y Anita planean ingresarla) y la posterior conversación entre
madre e hijo es un claro ejemplo de este estilo: la reacción de Lucy al
encontrar la carta (la cámara se acerca en travelling hasta el rostro de la
anciana para seguirla después hasta su mecedora), y la actitud avergonzada de
George mientras escucha a Lucy pidiéndole que la lleven a la residencia (en un
plano contrapicado del hijo que, paradójicamente, pone en evidencia la enorme
debilidad del personaje frente a la entereza y sacrificio de la madre), es un
claro ejemplo de esta puesta en escena, que culminará poco después con el
magnífico plano en el que la sirvienta, Mamie (Louise Beavers), observa
compungida el espacio vacío en la estancia después de que los mozos de carga se
lleven la mecedora de Lucy (un plano que, de nuevo, nos remite al cine de
Yasujiro Ozu, el maestro en la utilización del espacio vacío como elemento significante).
Condenados a pasar
separados el fin de su existencia, Lucy y Barkley disfrutaran sus últimas cinco
horas juntos (aprovechando el viaje de Barkley para ir a vivir a California con
uno de los hijos) en una especie de segunda luna de miel en la que McCarey nos
regala de nuevo un puñado de momentos absolutamente magistrales: Barkley
entrando en una tienda con la excusa de mirar un artículo (cuando en realidad
pretende ofrecerse para el puesto de dependiente anunciado en la entrada, en un
último y desesperado intento para evitar la separación) mientras Lucy, en el
exterior, avanza unos metros para no dejar en evidencia a su marido; el
matrimonio, en el salón de baile del Hotel Vogard, a punto de besarse y
finalmente desistiendo de ello ante la indiscreta presencia del espectador (a
quien Lucy interpela dirigiendo su mirada directamente a la cámara); o, cómo
no, la despedida de la pareja y el plano final de Lucy observando la partida
del tren en el que viaja Barkley y girándose seguidamente para emprender un
camino de no retorno en dirección opuesta. (David Vericat)
Recomendada.
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