Víctima de un cáncer de
pulmón, falleció este lunes prematuramente Patrice Chéreau (Lézigné, Maine et
Loire, 1944), un monumento del teatro, la ópera y el cine francés. Actor,
director, realizador, guionista, «hombre orquesta» de la escena francesa y
europea del último medio siglo, Chéreau deja la leyenda de un creador muy fuera
de lo común.
Nacido en el seno de una
familia de artistas, Chéreau se inició al teatro en su instituto de enseñanza
media, el liceo Louis Le Grand parisino. Una institución. Como actor
adolescente, comenzó una carrera a paso de carga, tocando todas las «teclas» de
las más diversas modalidades de todas las artes escénicas y cinematográficas de
nuestro tiempo.
En su liceo, como
estudiante, Chéreau ya echó los cimientos de su larga carrera iconoclasta.
Actor de montajes estudiantiles, no se contentaba con realizar su trabajo.
Proponía alternativas al director, sugería nuevas iluminaciones, creaba nuevos
decorados...
Esa condición de «hombre
orquesta» marcaría toda su vida artística, excepcional. Una docena de
películas. Una veintena de guiones. Más de un centenar de grandes montajes de
obras de teatro y óperas, del gran repertorio clásico a las versiones más
«subversivas» de los actores nuevos y menos nuevos.
Chéreau comenzó dirigiendo
varios teatros de la periferia parisina, antes de comenzar sus primeros viajes
a Italia, donde se integró en el legendario Piccolo Teatro de Milán de finales
de los años 60 del siglo XX. Shakesperare, Molière y los trágicos griegos alternaban
con las vanguardias de la época.
De vuelta a París, Chéreau
trabajó en otras clásicas de la más diversa obediencia estética. En el Teatro
de la Gaîté monta a Marivaux, un clásico del teatro «ligero». Por las mismas
fechas se embarca con Pierre Boulez en el montaje de la «monstruosa» tetralogía
wagneriana de los Nibelungos.
De Wagner, Chéreau podía
pasar a Alban Berg (Lulu) o Chejov (Tio Vania). Esa vocación clásica, esencial,
tenía siempre, en su caso, una dimensión radicalmente contemporánea, muy
provocativa, las más de las veces.
Chéreau podía adaptar un
cuento de Joseph Conrad para mejor hablar de problemas de la actualidad más
tormentosa. Y era capaz de alternar entre dos de las tres grandes líneas del
teatro contemporáneo. De Bertolt Brecht intentaba adaptar a nuestro tiempo la
dimensión «pedagógica»: un teatro altamente político, radical. De Antonin
Artaud intentaba adaptar la vocación de un teatro que instalaba la “revolución”
en la escena teatral. Chéreau, por el contrario, trabajó muy poco a los grandes
maestros del teatro español contemporáneos de la pareja Brecht – Artaud: el
Lorca de El Público y el Valle-Inclán de los esperpentos -los «paralelos»
españoles de Artaud y Brecht- nunca estuvieron muy presentes en sus
investigaciones.
Como director de cine,
Chéreau deja un legado complejo, ambicioso, hermético (por momentos), muy
alejado de las tendencias impuestas por los industriales y distribuidores.
Como guionista y director
de cine, Chéreau intentó dialogar con los más grandes: adaptaciones de
fragmentos de Proust, tentativas muy similares a las de Luchino Visconti e
Ingmar Bergman. Experiencias visuales y cinematográficas muy emparentadas con
la ópera clásica.
Entre sus grandes
películas destacan La reina Margot (1994),
Premio del Jurado en el Festival de Cannes; Intimacy
(2001), Oso de Oro del Festival de Berlín y His
Brother (2003), también Oso de Oro del Festival de Berlín.
Personaje atormentado y
complejo, Chéreau dirigió media docena de los grandes teatros de París y la
periferia parisina. Siempre dispuesto a «romper» con todo para embarcarse en
nuevas aventuras. Ganó casi todos los premios de la profesión y el Estado.
Pero, en el fondo, todo eso no le interesaba mucho. Lo esencial era continuar investigando,
«remando» a contracorriente de las «nuevas tradiciones mercantilistas».
Con Chéreau desaparece uno
de los grandes hombres de teatro de la escena europea del último medio siglo.
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