Título
original: El sur. Dirección: Víctor
Erice. País: España. Año: 1983. Duración: 93 min. Género:
Drama.
Guión: Víctor Erice (basado en
una historia de Adelaida García Morales). Música:
Varios, Enrique Granados. Fotografía:
José Luis Alcaine. Montaje: Pablo González del Amo.Producción: Elías Querejeta.
“La Gaviota” es un
caserón situado en las afueras de una ciudad del norte de España. En ella viven
Agustín, médico y zahorí, su mujer, maestra represaliada por el franquismo, y
su hija Estrella. La niña, desde su infancia, sospecha que su padre oculta un
secreto.
Comentarios:
El Sur
la realizó Víctor Erice en 1983. No había rodado ningún largometraje desde que,
diez años antes a esa fecha, sorprendiera a propios y extraños con la madurez
artística de El espíritu de la colmena, su primer filme si obviamos el
episodio de Los desafíos, cuyos otros segmentos firmaban Claudio Guerín
Hill y José Luis Egea. La escasa vegetación de su bosque filmográfico se
entiende si se han visto El espíritu de la colmena y El Sur.
Ambas están muy elaboradas narrativamente, son poemas visuales que subyugan
nuestros ojos y fascinan nuestra sensibilidad a través de calculadísimas
iluminaciones, planificación excelsa, elipsis virtuosas, elegantes movimientos
de cámara, silencios aterradores, etcétera. Y ambas gozan también del mismo
tema, o de los mismos temas. A saber, el recuerdo de un pasado apestando
siempre la atmósfera del presente y el descubrimiento por la criatura infantil
del mundo adulto. Descubrimiento que pasa continuamente por espacios mágicos, sobrenaturales,
ya sea mediante la evocación del monstruo del doctor Frankenstein, ya a través
del poder hechizante de un péndulo de zahorí.
En el caso concreto de El
Sur, más que de descubrimiento hay que hablar de descubrimientos, pues la
niña Estrella accede al propio tiempo al conocimiento de varias verdades, entre
las cuales se sitúa en primer término la atracción por la figura abstracta,
enigmática, del padre, mitificado y desmitificado casi en una misma mirada.
Y el Sur, claro, ese sur
esencial que ha de condicionar el futuro de la niña como condicionó el pasado
de su familia. Espacio omnipresente aunque cinematográficamente en off, cuando
ha de visualizarse cae el telón. El productor Elías Querejeta activó la
guillotina y se adueñó del corten propio del director. Como las películas
pueden ser tanto del director como del productor, mal haríamos en reprochar a
Elías Querejeta su criterio. El Sur, sinfonía inacabada, está bien como
está, es una obra maestra de recorrido interior, de sensaciones, de emociones,
tristezas y alegrías. De vidas por las que la cámara recorre sólo los momentos
que forzosamente han de quedar registrados en la memoria. Por eso sus elipsis
son tan sesgadoras.
La autora de la narración
homónima que está en la base de El Sur es Adelaida García Morales,
ganadora del premio Herralde de novela en 1985 con El silencio de las
sirenas, recreación onírica de una pasión sentimental. El Sur fue
publicada tras el estreno del filme con una segunda parte que narra las vivencias
de la hija a partir de la muerte del padre. (Jordi Batlle)
Título original: Max prend un bain. Dirección: Lucien Nonguet. País: Francia. Año: 1910. Duración: 9
min. Género: Cine Mudo, Comedia, Cortometraje.
Guión: Max Linder. Producción: Pathé Frères
Reparto: Max Linder.
Sinopsis:
Para calmar sus tics
nerviosos, el médico le recetó un baño frío diario a Max, así que se compra una
bañera. Pero le causa muchos problemas...
Comentarios:
Generalmente se suele
considerar al francés Max Linder como el primer gran cómico de la historia del
cine y, aunque – como siempre – existen algunos precedentes de cómicos
anteriores a él que ya tuvieron éxito en la gran pantalla, no creo que sea
descabellado otorgar a Linder ese título, tanto por calidad como por
popularidad e importancia. El hecho de que cineastas como Chaplin o Mack
Sennett le tuvieran como modelo a seguir en sus inicios es solo un ejemplo de
su estatus.
Lo que hacía de Linder un
cómico tan extraordinario era que conseguía recrear un personaje humorístico
disfrazado como un elegante burgués, y no como el típico clown de aspecto
extravagante, que ya por su maquillaje y vestuario uno podía notar que buscaba hacer
reír. Linder era de hecho el precedente directo de los protagonistas de las screwball
comedies de los años 30, galanes como Cary Grant, William Powell o Fred
McMurray que se enfrentaban a situaciones cómicas intentando mantener la
compostura y seducir a la chica. El artista francés supo entender que la cámara
le permitía mayor sutilidad, ser un hombre respetable que, repentinamente, se
enfrentaba a un problema con cómicas consecuencias.
Max se da un baño es
probablemente uno de los cortometrajes más conocidos de su primera etapa y que
mejor definen su estilo. La premisa es bien simple: Max se compra una bañera y
quiere estrenarla, pero es demasiado arduo ir haciendo viajes hasta el grifo
comunitario que hay en la escalera. Así pues, mueve la bañera allá para darse
el baño en el pasillo del bloque de pisos, escandalizando a los vecinos.
Fíjense en el paso progresivo de una situación normal (la compra de una bañera)
hasta llegar al absurdo (bañarse en mitad del pasillo) justificado por las
circunstancias.
La policía acude y decide
llevárselo a la comisaría por escandalizar a sus respetables vecinos. Un
detalle pequeño que podría ser mi favorito del corto, y que además demuestra la
ambivalencia de Linder como personaje cómico y respetable: camino a comisaría
se encuentra con una conocida y se para a saludarla y explicarle su situación
estando desnudo en la bañera. Como en todo corto cómico, al final la situación
se desmadra con una persecución, pero lo mejor es disfrutarlo.
Título
original: Killers of the Flower Moon. Dirección: Martin Scorsese. País: USA. Año: 2023. Duración: 206
min. Género: Drama, Western,
Thriller.
Guión: Eric Roth, Martin
Scorsese (basado en un libro de David Grann). Música: Robbie Robertson. Fotografía:
Rodrigo Prieto.Producción:
Appian Way, Apple TV+,
Imperative Entertainment, Sikelia Productions, Apple Studios.
Fecha del estreno: 20 Octubre 2023 (España).
Reparto:
Leonardo DiCaprio (Ernest Burkhart), Robert
De Niro (William Hale), Lily Gladstone (Mollie Burkhart), Jesse Plemons (Tom
White), Tantoo Cardinal (Lizzie Q), John Lithgow (Prosecutor Peter Leaward), Brendan
Fraser (W.S. Hamilton).
Sinopsis:
Ambientada en la Oklahoma
de la década de 1920, narra los asesinatos en serie de los miembros de la
nación indígena Osage, que era muy rica en petróleo; una serie de crímenes
brutales que más tarde se conocería como el "Reinado del Terror".
Comentarios:
La espera de lo que
podría haber realizado en su última entrega un director de 80 años llamado
Martin Scorsese era exultante en mi caso, e imagino que en toda la cinefilia
con paladar. La sequía, especialmente en el cine estadounidense, estaba siendo
muy larga, y confiabas en que esta se acabaría cuando los pocos maestros que
quedan decidieran contar otra historia. Por mi parte, me sentía ante la espera
de Los asesinos de la luna como un crío con la llegada de los Reyes
Magos, tan ilusionado como convencido de que estos te iban a regalar las cosas
maravillosas que les habías pedido. Y no abrumaba, sino que me enaltecía saber
anticipadamente que la duración de esta película era de 206 minutos. Imaginaba
que los iba a pasar en el cielo. Y al verla no consulto el reloj. La sabiduría
que almacena la cámara de este hombre lo impide, pero casi nada de lo que
cuenta me apasiona, no me provoca esas variadas e impagables sensaciones que te
otorga el cine que te enamora, los personajes que te hipnotizan, lo que
escuchas y observas.
Y salgo de ella con
sensación de desconcierto. Percibo excesiva y calculada densidad, un relato y
un tono protagonizado por gente y situaciones sórdidas, me dan mucha grima la
mayoría de los protagonistas, todo es reverso en ellos, su maldad no tiene
poder de fascinación. Solo me interesa y me conmueve el presente y el futuro de
una de sus víctimas, mujer india, honesta y sufridora, alguien que desprende
verdad, diabética a la que su marido inyecta veneno, extraordinariamente
encarnada por la actriz Lily Gladstone, a la que lamentablemente desconocía.
Los pérfidos
acontecimientos que describe Scorsese al parecer están basados en la realidad.
Ocurren en los años 20 del siglo pasado. En Oklahoma. Se da el milagro de que
en la tribu de los indios Osage, encerrados en una reserva, aparezcan
yacimientos de inacabable petróleo. De que los que no poseen casi nada
repentinamente se hagan ricos. Oportunidad para que los buitres blancos se
abalancen sobre ellos para despojarlos. Con violencia inicialmente soterrada,
pero maquiavélica y feroz. Algunos se casan con las mujeres indias. Y después
las asesinan en función de la golosa herencia que quieren pillar. Todo es
sombrío y turbio. La conspiración está planificada por un anciano patriarcal,
falsamente dialogante, alguien tan cruel como repulsivo detrás de sus buenos
modales. Entre la gentuza que sigue perrunamente sus retorcidas órdenes
adquiere protagonismo un sobrino suyo, excombatiente de la guerra, con
aspiraciones de vividor, pero también pánfilo, dubitativo a veces entre la
codicia y el amor a su esposa india y a sus hijos. Será paradójicamente el FBI,
creado y dirigido por el siniestro Edgar Hoover, el que se mosquee ante la
muerte de esas indias que fueron bendecidas por la fortuna y masacradas
después. Y su investigación descubrirá un universo malévolo, sin rastro de la
mínima piedad.
Hay momentos brillantes
en esta historia tan sórdida. Lo es el desenlace escenificando lo que nos ha
contado en una emisora de radio y con el propio Scorsese haciendo de narrador y
maestro de ceremonias. Pero el desarrollo de la historia me produce incomodidad
y desasosiego del malo. Los depredadores blancos me repelen, no tengo el ánimo
para ser testigo durante tanto tiempo de gente abominable y de su metodología
para masacrar a los inocentes. Existe atmósfera, aunque exclusivamente
enfermiza. Y tampoco me subyugan las muy alabadas interpretaciones de Leonardo
DiCaprio y de Robert De Niro. Solo me asalta la emoción, la comprensión y la
piedad cada vez que aparece Lily Gladstone. Y de acuerdo en que la violencia
extrema es una temática ancestral en el mundo de Scorsese. Lo hizo con arte
mayúsculo en Taxi Driver, Uno de los nuestros, Casino, Gangs of New York
o El irlandés. Y existía mucha violencia interna en la maravillosa La
edad de la inocencia. Pero aquí solo me resulta desagradable. (Carlos
Boyero)
Título
original: El sol del membrillo. Dirección: Víctor
Erice. País: España. Año: 1992. Duración: 139 min. Género:
Documental.
Guión: Víctor Erice. Música: Pascal Gaigne. Fotografía: Javier Aguirresarobe, Ángel
Luis Fernández, José Luis López-Linares.Producción: Igeldo P.C,
María Moreno P.C, ICAA.
Premio del Jurado y
Premio FIPRESCI en el Festival de Cine de Cannes 1992. Hugo de Oro a la Mejor
Película en el Festival de Cine de Chicago 1992.
Fecha del estreno: 30 Octubre 1992 (España).
Reparto:
Antonio López
Sinopsis:
Ésta es la historia de un
artista (Antonio López) que trata de pintar, durante la época de maduración de
sus frutos, un árbol —un membrillero— que hace tiempo plantó en el jardín de la
casa que ahora le sirve de estudio. A lo largo de su vida, casi como una
necesidad, el pintor ha trabajado sobre el mismo tema en muchas ocasiones. Cada
año, con la llegada del otoño, esa necesidad se renueva. Lo que el artista no
ha hecho nunca en su pintura del árbol es introducir entre sus hojas los rayos
del sol. Desde el estilo que le es propio —un estilo que parte de la exactitud—
esa tentativa posee una gran dificultad, se revela, según las circunstancias,
casi como una imposibilidad. En esta ocasión decide afrontarla. Pero lo hace
como es habitual en él, con una tensión razonable, sin perseguir siquiera el
acabado del cuadro, sin otro afán que permanecer unas semanas junto al frágil y
generoso árbol. La película da cuenta de esta experiencia y, a la vez, de todo
aquello (el paso de los días, la rutina cotidiana de personas y cosas...) que
gravitan sobre esa casa y ese jardín. Un espacio y un tiempo —otoño de 1990—
donde el artista trabaja y los frutos del árbol llegan al momento de su máximo
esplendor. Cuando el invierno empieza a anunciar su llegada, los membrillos maduros,
al caer de las ramas, ponen punto final a la labor del pintor, iniciando en
tierra el proceso de su descomposición. Es entonces cuando, en la noche, el
pintor nos cuenta un sueño.
Comentarios:
El filme español El
sol del membrillo, obra del cineasta Víctor Erice sobre el pintor Antonio
López, provocó en Cannes 1992 una fuerte división de opiniones. Durante la
proyección ante no menos de 2.000 periodistas acreditados, muchos de ellos se
desentendieron de la pantalla y salieron de la sala. No obstante, fueron más
quienes se mantuvieron ante la pantalla hasta el final y muchos también quienes
la aplaudieron. Para unos, esta recepción equivale al rechazo de una película a
la que consideran aburrida y fallida; para otros, en cambio, es el resultado
previsible de su carácter insólito, sorprendente y sin precedentes en la
historia del cine reciente.
El sol del membrillo
es una obra cinematográfica compleja y difícil, meticulosamente concebida y
elaborada contra la corriente a lo largo de dos años de rodaje y montaje. Es
una película que se escapa de los códigos convenidos del comercio
cinematográfico actual: no tiene trama argumental de ningún tipo y, no
obstante, está lejos de ser encasillable en el género documental. Va mucho más
lejos. Se trata de un ejercicio muy arriesgado -sobre todo a causa de la
parquedad y austeridad de los elementos que baraja y combina- de puro lenguaje
visual: un poema cinematográfico, una metáfora cuyas reglas se aceptan con
pasión o se rechazan con indiferencia o incluso con hostilidad. De ahí que,
donde se proyecte, El sol del membrillo generará controversia, y esto,
en medio del adocenamiento que hoy invade el consumo de cine convencional, es
de por sí un mérito no desdeñable. Queden para los detractores de la película
-que los tiene, y no son pocos- desarrollar las argumentaciones de ese su
rechazo. Esta crónica es parcial, porque quien la escribe considera que Víctor
Erice y Antonio López han logrado una obra de gran vigor artístico, una
investigación poética seria, honda y elegante, que contiene algunos de los
momentos más bellos, originales e incatalogables logrados por el cine español
en los últimos años.
La película investiga
dentro de uno de los misterios indescifrables del comportamiento humano y en
concreto del comportamiento artístico: la búsqueda por el creador genuino de lo
imposible, su intento tozudo y persistente de alcanzar lo inalcanzable. En este
caso nos encontramos frente al paciente y minucioso esfuerzo del pintor Antonio
López por atrapar dentro de la quietud de un lienzo, a través de la persecución
por su mirada de los movimientos de la luz del sol y de la evolución de un
árbol, la fluencia del tiempo.
El pintor, obviamente,
fracasa en su intento y finalmente abandona su tentativa de conseguir un cuadro
sobre algo imposible. La cámara de Erice indaga con igual minuciosidad en los
entresijos de este esfuerzo aparentemente inútil del pintor, hasta que nos hace
descubrir que su derrota ante lo inalcanzable tiene en realidad el valor de una
conquista, de una victoria. Y el fracaso estético del artista se convierte de
esta manera en un triunfo ético.
La audacia, la sutileza y
la hondura de la película son, a nuestro juicio, más que evidentes. Pero como
totalidad El sol del membrillo está lejos de ser una obra perfecta,
redonda. Adolece, en efecto, de varios alargamientos innecesarios del metraje
que -si se tiene en cuenta que en todo poema visual lo que no es estrictamente
necesario sobra- daña su relación con el espectador y hacen que éste, durante
casi media hora de las dos y veinte minutos que dura la película, vea
sobrecargada su retina con reiteraciones e insistencias dilatorias no
significativas, por no decir insignificantes. Si se tiene en cuenta que El
sol del membrillo propone de manera muy radical un retorno al casi olvidado
cine-lenguaje, y por ello un rechazo indirecto de las pautas del
cine-espectáculo, hoy abrumadoramente dominante, su capacidad para generar
controversias está garantizada. Es por tanto más que probable que, a lo largo
de estas crónicas, tengamos que detenernos a recoger los ecos del paso por
Cannes 92 de esta notable película española, que muchos consideran -no sin algo
de razón- fuera de lugar en la selección oficial competitiva de este
multitudinario festival.
Una obra de marcado
carácter minoritario se hubiera sentido más cómoda en el marco de la sección Una
cierta mirada, que está destinada a exhibir y debatir las películas que
contienen innovaciones del lenguaje cinematográfico. Así, El sol del
membrillo hubiera tenido posibilidad de ser discutida públicamente, tras
sus proyecciones, que es una vieja costumbre que mantiene esta sección y que
enriquece y da vida a las películas que se exhiben y debaten en ella. Finalmente,
en Cannes, consiguió el Premio del Jurado y el Premio FIPRESCI. Todo un logro
para esta propuesta tan innovadora. (Ángel Fernández-Santos)
Son muchas las películas que se resumen en un paisaje, en un edificio, en una estancia, en un rostro, incluso en un detalle sin importancia aparente al que asociamos la peripecia de esos personajes que forman parte de nuestros recuerdos.Sus historias “ficticias”, que en su momento nos emocionaron, son para nosotros más verdaderas que las de los miles de individuos de carne y hueso que nos cruzamos día tras día sin que aporten nada a nuestras vidas.Más aún, los que nos dejamos fascinar por el mito damos un paso más y caemos en la tentación de buscar “en el mundo real” esos lugares, esos objetos, que en los relatos históricos, en la literatura o, por supuesto, en el cine, estaban tan llenos de sentido y de hermosura.
Este “perverso” afán me llevó a aprovechar el verano pasado un viaje por La Rioja para localizar uno de esos lugares míticos de mi “memoria cinematográfica” –no fue el único, como veréis en alguna entrada posterior–, un enclave del Norte de España en el que el protagonista es, paradójicamente, el Sur: un territorio de ensueño que añoran y desean un padre y una hija que viven en una casa poblada de silencios. Esta casa, de nombre “La Gaviota” por su inconfundible veleta, está situada fuera de la ciudad, en un espacio distante que los lugareños, según la narradora, denominaban “la Frontera”. En ella vivían Agustín, médico y zahorí, (Omero Antonutti), Julia, su esposa, maestra represaliada por el franquismo (Lola Cardona), y Estrella, la hija de ambos (Sonsoles Aranguren / Icíar Bollaín).
Erice envuelve en el misterio esa “ciudad del Norte” en la que se ubica La Gaviota, y de hecho la película está rodada en diversas localizaciones: Estella (Navarra), Zamora (a la que corresponde el plano general que nos muestra la ciudad al atarceder), Vitoria (ubicación del cine “Arcadia” donde el padre acude a ver la película de Irene Ríos), El Escorial (en cuyo hotel Felipe II tiene lugar el inolvidable pasodoble de la comunión) y Ezcaray, a pocos kilómetros de Santo Domingo de la Calzada, en la Rioja, en cuyas afueras, en la margen derecha de la carretera que lleva a Valgañón, aún podemos contemplar La Gaviota, si bien su nombre actual es el mucho más prosaico de “Villa Carmen”.
Dejé el coche en el centro de Ezcaray y llegué, cámara en ristre, hasta Villa Carmen caminando por la hermosa carretera que tan familiar me resultaba por los paseos en moto y en bicicleta de los protagonistas de "El Sur," aún flanqueda, para mi sorpresa, por los mismos castaños de indias que tan maravillosamente fotografió José Luis Alcaine.
Aunque el asfalto recién depositado (este verano pasaba por allí la Vuelta Ciclista a España) y la insulsa urbanización de sus márgenes deteriora el encanto del camino, que evoca los años de la Posguerra, lo cierto es que por él siguen circulando las bicicletasy, lo más importante, que la casa y su entorno se mantienen intactos, como un verdadero milagro: el muro venerable, el jardín con la galería poblada de flores, la fachada vetusta del caserón y, sobre todo, la veleta que señala los cuatro puntos cardinales.
Fue un día para la evocación de una historia hermosa y triste – e inacabada, como sabéis– que permanece en mi recuerdo con toda la fuerza de lo que realmente ha sido.De hecho me sentía tan emocionado que le conté a más de un paseante lo que había pasado allí en los años ochenta: nada menos que el rodaje de una de las mejores películas del cine español.No me tomaron, la verdad, muy en serio. Nadie sabía nada y, por lo que pude comprender, los inquilinos actuales menos aún.Así que concluí que, como siempre, en otros países con mayor respeto hacia sí mismos habría alguna placa conmemorativa, alguna clase de referencia. Y la verdad es que la había, pero más botánica que cinéfila. Sin embargo, me consolé al comprobar que alguien –supongo que por mera casualidad o quizá se trata de una vieja denominacion– tuvo la ocurrencia de darle al camino de “la Frontera” el nombre cinematográficamente más adecuado, su nombre verdadero para el que lleva en la memoria la historia de Estrella y Agustín: “Arboleda del Sur”.
El vizcaíno Víctor Erice (Carranza, 1940) es uno de los grandes directores españoles y su talla como creador es internacionalmente reconocida en todos los foros cinematográficos. Muchos de los que ya vamos teniendo una cierta edad aún recordamos la emoción que nos produjo, allá por los ochenta, El sur, su segundo largometraje, cuando la niña Sonsoles Aranguren, mientras contemplaba por la ventana el frío paisaje de Ezcaray, abría la caja con las postales de Sevilla acompañada por la música de Granados. Después descubrimos que El sur es un proyecto truncado por razones ajenas al arte y que, con ser ya una joya, podía haberlo sido aún más si a Erice le hubieran permitido contar el viaje de Estrella-Icíar Bollaín a Carmona para encontrar sus raíces andaluzas de la mano de Fernán Gómez.
Después –yo lo hice en este orden– descubrí que este hombre era el autor de una obra maestra llamada El espíritu de la colmena (1973) en la que una niña de ojos penetrantes, Ana Torrent, jugaba junto a un río con la criatura de Frankenstein mientras sus padres (Teresa Gimpera y Fernando Fernán Gómez) vivían sus vidas solitarias en la España de la posguerra. Y años después –pues Erice, decíamos entonces, hace una película cada diez años– cuando al otro lado de otro Río los “fastos del 92” cambiaban la fisonomía de la ciudad, muchos nos dimos el placer de asistir en el “Corona Center” al empeño íntimo de Antonio López por captar en un lienzo el paso del tiempo en el patio de su casa: El sol del membrillo (1992).
Después de su primer trabajo “profesional”, el episodio de la obra colectiva Los desafíos (1969), producida por Elías Querejeta, Víctor Erice nunca nos había fallado: en los sesenta, en los setenta, en los ochenta, en los noventa… Muchos ya pensábamos que, cansado de las miserias de la industria, el director-artista habría optado por dedicarse a otras actividades. Pero he aquí que 2002 no nos proporcionó el esperado largometraje, pero sí un maravilloso corto de diez minutos – Lifeline (conocido en España como "Alumbramiento")– publicado en un DVD colectivo titulado Ten Minutes Older: the Trumpet en el que colaboran gente como Kaige Chen, Werner Herzog, Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki, Spike Lee o Wim Wenders. Como este país es España y esta ciudad es, encima, Sevilla, sólo lo descubrimos –pues somos simples aficionados al cine– por el boca a boca y por gentileza de los internautas que publican esta clase de noticias: una obra de Erice, financiada en parte con dinero español, ni se estrena ni se distribuye en nuestro país.
Cada uno de los autores de Ten Minutes Older (en sus dos entregas: The Trumpet y The Cello) intenta plasmar en una pieza de diez minutos el paso y la percepción del tiempo. Erice lo hace con un hermoso poema en blanco y negro sobre la figura de un niño recién nacido: en la quietud de un mediodía estival de un pueblo del norte de España, con las tropas de Hitler en la frontera de Hendaya y en medio de una sociedad herida por la guerra civil, un pequeño accidente lo pone en la línea que separa la vida de la muerte, en esa “lifeline” que es un cordón umbilical que se quiebra inesperadamente. Mucho se puede comentar y analizar, pero es mejor degustar sin especulaciones las imágenes de Erice y dejar que despierten en cada uno toda clase de pensamientos y sensaciones.
¿Habrá que esperar mucho más tiempo para ver de nuevo una obra de Víctor Erice? Quizá algún día pase por Sevilla La morte rouge (2006), que junto con la Correspondencia con Abbas Kiarostami, sólo algunos privilegiados –Madrid, Barcelona, Lisboa– han podido contemplar in situ en una exposición itinerante. En estos momentos desearía que este hombre tuviera un gramo de sentido práctico, que pactara mínimamente con la industria para que nos ofreciera más regalos o para que, al menos, nos facilitara a los que vivimos "en provincias" o no pertenecemos a los "círculos especializados" la labor de acceder a su obra. Pero sólo queda respetar al artista y admitir, con Fernando Savater, que entonces ya no sería el gran Víctor Erice.
Título original: Les débuts d’un patineur.
Dirección: Louis J. Gasnier. País: Francia. Año: 1907. Duración: 5
min. Género: Cine Mudo, Comedia, Cortometraje.
Guión: Louis J. Gasnier. Producción: Pathé Frères
Reparto: Max Linder.
Sinopsis:
Tocado con chistera y
bastón en mano, el elegante Max se dirige a la pista de patinaje. Confiado y
lleno de entusiasmo, se equipa y precipita en el lago helado. Sin embargo, no
parece estar muy cómodo sobre sus patines. Tras una primera caída, y luego
otra, un hombre le ayuda a levantarse y a dar algunos pasos. De nuevo abandonado
a su suerte, Max encontrará algunos tropiezos en su camino...
Comentarios:
‘Les débuts d’un
patineur’ es, como su título indica, una brevísima cinta que narra la primera
experiencia de un patinador amateur sobre el hielo. Se trata de un cortometraje
que hace honor a su nombre, pues apenas dura cinco minutos y su argumento se
limita a describir humorísticamente las caídas y tropezones del individuo en un
parque congelado donde se reúnen numerosos patinadores, se supone, en las
afueras de París.
Sin embargo, la cinta
tiene un indudable valor para la filmoteca por un doble motivo:
fundamentalmente es una película experimental rodada en los albores del cine
mudo entendido ya como industria, concretamente en 1907. Por otro lado, supone
la unión artística de dos mentes cinematográficas singulares, el actor Max
Linder y el director Louis J. Gasnier.
El carácter humorístico
de ‘Les débuts d’un patineur’ queda de manifiesto desde los primeros fotogramas,
con un Max Linder que va creciendo en histrionismo y comicidad hasta desplegar
un inmenso repertorio de situaciones efectistas, solo o en compañía de
secundarios. Es preciso destacar que a muchos estas secuencias les parecerán
calcadas y mil veces vistas en las comedias de Chaplin o Buster Keaton, por
poner un par de ejemplos. Sin embargo, éstas son las originales. Las ideó el
propio Linder y se basó especialmente en el aprovechamiento gestual del cuerpo.
Sus exagerados movimientos de brazos y piernas forman parte de la posterior
iconicidad de Charlot, sin ir más lejos.
La diferencia estriba en
que, mientras las películas de Chaplin han pasado a la mitología del cine,
Linder cayó en un total olvido tras morir después de matar a su esposa en lo
que aparentó ser un doble suicidio. Vestido con frac y sombrero de copa, el
actor francés –criado en el seno de una familia judía de viticultores de La
Gironda– estrenó en ‘Les débuts d’un patineur’ su personaje de ‘Max’, que luego
repetiría como protagonista de una serie de comedias ligeras que fueron calando
con fuerza en el público galo.
Si Max Linder era todavía
un recién llegado al cine cuando se rodó este cortometraje –el genio francés
hizo su primera película en 1905, sólo dos años antes–, algo parecido puede
decirse de Louis Joseph Gasnier, realizador nacido en París en 1875 y que
apenas había hecho cuatro obras cuando se puso al frente del equipo de ‘Les
débuts d’un patineur’. Gasnier procedía del teatro y fue contratado por la gran
productora Pathé para impulsar, junto con otros directores consolidados y
prometedores, la producción francesa en el cine europeo. La unión entre ambos
resultó crucial. A partir de este corto, en realidad un scketch, el director y
el actor rodarían un buen número de películas con ‘Max’ como protagonista.
En ‘Les débuts d’un
patineur’ se percibe que la cinematografía todavía era un arte en ciernes,
cuando menos en lo que corresponde a iluminación –muy básica–, producción –el
montaje es inexistente– y rodaje. Garnier, que procedía del teatro, filma el
corto con cámara fija, como si se tratara de un espectáculo teatral.
Título
original: El espíritu de la colmena. Dirección: Víctor
Erice. País: España. Año: 1973. Duración: 94 min. Género:
Drama.
Guión: Ángel Fernández Santos,
Víctor Erice. Música: Luis de Pablo.
Fotografía: Luis Cuadrado. Montaje: Pablo G. del Amo. Vestuario:
Peris. Sonido: Luis Rodríguez,
Eduardo Fernández. Dirección Artística:
Jaime Chavarri. Producción:
Elías Querejeta, CB Films.
Concha de Oro a la Mejor
Película en el Festival de Cine de San Senastián 1973.
Fecha del estreno: 8 Octubre 1973 (España).
Reparto:
Fernando Fernán Gómez (Fernando), Teresa
Gimpera (Teresa), Ana Torrent (Ana), Isabel Tellería (Isabel), Ketty de la
Cámara (Milagros), Estanis González (Guardia civil), José Villasante (Monstruo
de Frankenstein), Juan Margallo (El Fugitivo), Laly Soldevila (Doña Lucía, la
profesora), Miguel Picazo (El Doctor).
Sinopsis:
En un pequeño pueblo de
Castilla, en plena postguerra a mediados de los años cuarenta, Isabel y Ana,
dos hermanas de ocho y seis años respectivamente, ven un domingo la película
"El Doctor Frankenstein". A la pequeña la visión del film le causa
tal impresión que no deja de hacer preguntas a su hermana mayor, que le asegura
que el monstruo está vivo y se oculta cerca del pueblo.
Comentarios:
En 1973 nació la que
posiblemente es la más hermosa película española del siglo XX, que aún ostenta
ese rango porque Elías Querejeta impidió que otra película del mismo director,
en 1984, pudiera arrebatárselo. Uno de los pocos filmes españoles realmente
poéticos, en el sentido real de la palabra, que nada tiene que ver con cantar
las odas de un mundo onírico, o con imágenes celestiales de belleza sólo
aparente, sino sobre todo, con la energía de la realidad, de la vida misma, a
ras de suelo, que es el verdadero territorio de los grandes poetas. Porque la
vida misma, tal cual, se sustenta en conexiones poéticas auténticas, que
desafían toda razón.
Víctor Erice sólo había
filmado de manera profesional, hasta entonces, un segmento del filme colectivo
‘Los desafíos’, y pocos podían presagiar tal despliegue de sabiduría,
serenidad, humildad y sensibilidad. Cuenta, Erice, varias películas dentro de
una película. Una película que es, en el fondo, un canto de amor al cine
primigenio: el de las salas de cine de barrio que descubría, a los hombres y
mujeres de los pueblos, los grandes títulos norteamericanos de la época. Pero
más que eso: una indagación lírica del descubrimiento del mundo, precisamente,
a través del cine. La niña Ana (Ana Torrent, una actriz mucho más interesante
cuando todavía no era totalmente consciente de sí misma…) se encuentra, por
primera vez, con la muerte.
La infancia, por tanto,
como universo en el que las mismas sombras, o los más sencillos sonidos,
conforman constelaciones sensoriales, que nos hacen creer que todo es posible.
A medida que crecemos, crece también nuestra autoconciencia, pero disminuyen
nuestras percepciones. Para Erice, que sabe que nunca seremos tan sabios como
cuando éramos niños, la conciencia no es vehículo de la belleza pura, sino la
percepción. En realidad, es una declaración de principios estética, que rechaza
un cine narrativo, lógico, en favor de un cine sensorial, en el que las
emociones y las imágenes más sencillas son las que dictan todo el sentido.
Viendo ‘El doctor
Frankenstein’, Ana se topa por primera vez con la muerte, de manera directa y
brutal. Los cuentos de terror como evocadores de los más profundos miedos, que
se extienden sobre todo lo que desconocemos. Tanto ella como Isabel asisten a este
simulacro de muerte, que es cuando la criatura lanza al mar a la niña, al
haberse quedado sin pétalos. Ana, sin embargo, carece de un cierto sentido
sádico o cruel, que es natural en Isabel. De modo que pronto el relato se
desgaja, y mientras la segunda se acerca a la muerte de una forma, Ana lo hará
de otro. Así, palpitan en la secuencia, imágenes perturbadoras, como el momento
en que Isabel estrangula al gato, o cuando se hace pasar por muerta con
increíble convicción.
Ana es muy diferente, es
más contemplativa, no participa tanto de la muerte como lo que le interesa
averiguar lo que sepa de ella misma. Cree las mentiras de Isabel, y quizá su
autoconciencia sabe que miente, o que prefiere pensar que miente, pero algo en
su interior le empuja, primero, a visitar al maquis que se esconde en la casa
abandonada (Ana no pretende usar a la muerte, como Isabel, sino mirarla de
frente). Y segundo, tomando la seta alucinógena y enfrentándose directamente a
sus miedos. De modo que también podemos decir que hay un profundo poso
espiritual y luminoso en esta película, pues en su fondo conviven los miedos a
la muerte con la negación de esta como ente real. La muerte como liberadora de
un mundo de sombras, o quizá, simplemente, como una mentira de un mundo de
ficción. Pero hay más enfrentamientos directos con la muerte, como el crucial
en el que Ana mira al tren llegar, de pie sobre la vía, imagen que entronca
también, por supuesto, con los inicios del cine.
No por casualidad dice
Víctor Erice, en el documental ‘Huellas de un espíritu’, que a fin de cuentas
lo que Ana tiene es una fe extraordinaria. Porque de fe se trata, una fe
coloreada de miel, que parece el alimento del alma. Las colmenas como imagen
representativa de la vida de la posguerra, pero también del estado en
ebullición de personajes perdidos, melancólicos, como el de Fernando Fernán
Gómez o Teresa Gimpera, que interpretan a seres que son meras sombras,
anonadados por la tristeza de un mundo que se ha derrumbado y para el que ya no
encuentran motivos de alegría. Son fantasmas para Ana, que se adentrará en una
peligrosa senda del conocimiento sin la ayuda de sus tutores, aunque al final
pueda beber el agua de la fuente que tan lejos parecía encontrarse.
Luis Cuadrado, el
operador, y Victor Erice, colorean de miel los interiores, mientras despojan de
toda luz solar (y por tanto vital) los exteriores. Las composiciones lumínicas
parecen inspiradas, directamente, en la obra pictórica de Vermeer, pero no hay
nada exageradamente pictórico en ellas, sino que son el punto de partida para
espacios en los que parece que el estado anímico de los personajes está a punto
de explotar, por lo que son imágenes de gran potencia visual, que flotan por
encima del suelo con mayor energía que cualquier intento de poesía barata
concebida a base de preciosismos o hiperrealismos.
Muchos, sin embargo, no
entran en este estilo de poesía en imágenes, sino que proclama su absoluta
incomprensión o hartazgo de una antitrama concebida, precisamente, como
respuesta a todo cine predigerido o comercial. Los autores de la historia,
Erice y Ángel Fdez-Santos, nos hablan de sus recuerdos, de su niñez, y elaboran
los fantasmas y los vericuetos de otra niñez, como portadora de los verdaderos
enigmas de una vida de imágenes sinuosas.
El filme ganó la Concha
de Oro en el Festival Internacional de cine de San Sebastián (de hecho, fue la
primera película española en ganarla), y aupó a su director al exclusivo grupo
de auténticos autores cinematográficos, que son muy pocos, y cada vez menos.
Aunque su carrera quedó parcialmente frustrada por la infame mutilación del
rodaje de ‘El sur’, que podría haber sido una obra maestra todavía con más peso
que esta. (Adrián Massanet)
(Gabriel-Maximilien Leuville; Saint-Loubès, 1883 - París, 1925) Actor
cómico de cine mudo francés. Hijo de campesinos, desde muy joven mostró gran
interés por la interpretación, que desarrolló desde los 16 años en el
Conservatorio de Burdeos. Con 21 años se trasladó a París con el deseo de
continuar sus estudios, pero se vio obligado a trabajar en locales muy diversos
hasta que consiguió entrar en los Estudios Pathé en 1905, donde fue dirigido en
los primeros trabajos por Ferdinand Zecca, Louis Gasnier y Lucien Nonguet.
Su dilatada trayectoria se inició
con La fuga de un colegial (1905), aunque su vocación inicial
fue la de una marioneta en manos de los directores que sustentaron su trabajo
en la improvisación, lo que le llevó a interpretar papeles aparentemente muy
variados, pero que en el fondo consistían en lo mismo: carreras, caídas,
chapuzones, etc. Así, llegaron Les contrabandiers (1906), La
mort d’un toreador (1907), Les débuts d’un patineur (1907), Une
séance de cinématographe (1909) y Les débuts d’un
yachtman (1909), entre otras, en las que tanto hizo de primer actor
como, al final, de secundario, con su rostro o disfrazado de todo tipo de
personajes.
El impulso definitivo a su carrera le
llegó cuando comenzó a perfilar su famoso personaje de Max, un dandy muy
definido y caracterizado, que se aprovechó de las cualidades cómicas del actor
para transmutarse sin llegar a saber muchas veces quién era quién dentro y
fuera de la pantalla. Elegante, de finas formas, bien conjuntado (frac,
sombrero de copa, guantes blancos y bastón), sin embargo, tuvo que hacer frente
a todo tipo de situaciones y adversidades ante las que consiguió mantenerse firme.
Fue maestro de piano, campeón de boxeo, torero, se tuvo que enfrentar a una
suegra endiablada, buscar novia, tomar unas "especiales"
vacaciones...
Entre 1910 y 1917 controló a su personaje
por entero: escribió los gags, definió las historias y se dirigió a sí mismo
(en algunos casos ayudado por René LePrince). Su posición en la Pathé (la
rentabilidad de sus películas fueron uno de los soportes de la empresa) le
convirtió en uno de los actores mejor pagados de la época.
El gran Max Linder
Durante estos años intervino en la Primera Guerra Mundial en labores de
apoyo, en retaguardia, debido a una serie de problemas de salud que arrastraría
ya hasta su muerte (se suicidaría con su esposa). En 1917 marchó a Estados
Unidos, contratado por la Essanay, en donde protagonizó Max en América y Max en
Taxi, entre otras. Dos años después regresó a su país, en donde interpretó su
primera película larga, Petit Café (1919), dirigida por Raymond Bernard,
experiencia que le animó a regresar al cine estadounidense en donde demostró su
buen hacer, especialmente en películas como Siete años de mala suerte (1921) y
Los tres mosqueteros (1922), quizá sus mejores trabajos.
El cine de Max Linder consiguió cautivar al espectador de su tiempo (fue
uno de los rostros más populares en todo el mundo) y se convirtió en referencia
ineludible para muchos cómicos de su época que se aprovecharon de sus ideas
notablemente: Charles Chaplin, los hermanos Marx y otros coetáneos suyos
supieron apreciar sus originalidades, pero lejos de repetirlas sin más supieron
elaborarlas y enriquecerlas hasta los niveles que marcaron, ineludiblemente, la
diferencia.
Con las muy
escasas imágenes (unas 30 películas) que se conservaron de la extensa carrera
de Linder (entre 100 y 200 títulos), su hija consiguió realizar dos montajes
que dejaron para la posteridad los rasgos fundamentales de la aportación de su
padre al cine cómico francés y mundial: En campañía de Max (1963) y L’homme
au chapeau de soie (1983).