Su carrera es el más vivo
ejemplo de la ardua carrera como profesional y de las irrenunciables ansias de
superación que deben prevalecer en todo actor de cine que pretenda llegar a ser
estrella. Como además le acompañaba una simpática y varonil figura cuyo
magnetismo animal traspasaba la pantalla, pronto se convertiría en uno de los
personajes claves del cine internacional, a través de una meteórica evolución
que le llevaría a trabajar en Europa con Visconti o Bertolucci, sin renunciar
por ello a su gloriosa etapa americana, cuajada de grandes éxitos comerciales,
un Óscar, dos premios de la crítica neoyorquina y numerosas menciones
especiales en festivales de cine por todo el mundo.
Brutal en sus comienzos,
de gángster o convicto lóbrego y taciturno, su siguiente etapa de espadachín
acrobático, a lo Douglas Fairbanks o Errol Flynn, popularizó su alegre sonrisa
despreocupada, que en lo sucesivo, acentuada por su resplandeciente dentadura,
pasaría a ser, junto a su recia y vigorosa complexión atlética, una de las bazas
primordiales para obtener el apetecible estrellato.
Burton Stephen Lancaster
nació en Nueva York en 1913. A los dieciséis años daba clases de gimnasia en
la Universidad de Nueva York y de baloncesto en la Settlement House, mientras
se entrenaba con el trapecista Nick Cravat, con el que, más tarde, formó pareja
como saltimbanqui en dos películas memorables del género de aventuras, El halcón y la flecha y El temible burlón. En 1932 ambos
formaron un número acrobático que recorrió el país de circo en circo (aunque,
básicamente, en el Kay Brother Circus). Años después, durante la Segunda Guerra
Mundial, sirvieron en el Quinto Ejército, en una sección especial que se
ocupaba del entretenimiento de las tropas que luchaban en ultramar.
Licenciado en 1946,
regresó a Nueva York y, tras un breve paso por el teatro, fue descubierto por
Mark Hellinger, quien le llevó a la Universal para interpretar, en la obra
maestra de Robert Siodmak, Forajidos (1946),
a un boxeador fracasado que se ve sorprendido en una intriga de muerte y
seducido por los inestimables encantos de una Ava Gardner nunca tan guapa,
embutida en un insinuante vestido de satén negro. Gracias a las
interpretaciones que ambos hicieron de esos personajes malditos, que rezumaban
erotismo por todos los poros, la película ingresó pronto en la mitología del
cine negro.
Forajidos |
Burt Lancaster siguió
desenvolviéndose a las mil maravillas por la senda negra, asustando a Bárbara
Stanwyck en un filme magnífico de Anatole Litvak, Voces de muerte (1948). En El
abrazo de la muerte (1949), de Robert Siodmak, se vio abocado por el
influjo de una mujer (Yvonne De Carlo) a participar en un golpe insensato, un
atraco perfecto en un hipódromo, teniendo como cómplice precisamente al nuevo
compañero de la mujer, un peligroso gángster (el siempre inquietante Dan
Duryea). Lancaster volvió a encarnar a un hombre físicamente dotado pero
sentimentalmente débil que acaba siendo manejado por una mujer (como en Forajidos), ofuscado por el amor o por
el deseo sexual.
Inmediatamente, Lancaster
interpretó el Dardo de El halcón y la
flecha (1950), de Jacques Tourneur, y el pirata de El temible burlón (1952), de Robert Siodmak. En la primera,
Lancaster se destapa como el aguerrido y risueño héroe italiano medieval que
lucha por su hijo, por el amor de una Virginia Mayo (con los labios en
Technicolor) y por la libertad de su tierra, Lombardía. En la segunda es un
gallardo pirata en una de las piezas clásicas del género de aventuras, por no
decir del cine en general. En ambas tenía un viejo amigo para, entre mandoble,
galanteo y caída de velas, guardarle las espaldas: su mudo compañero Nick
Cravat.
El halcón y la flecha |
En medio de estos dos
clásicos, se fue por primera vez al oeste norteamericano de la mano, curiosamente,
de un gran experto en la aventura, Richard Thorpe: El valle de la venganza (1951) fue en efecto su primer western.
Pero volvió tres años más tarde con fuerza en dos magistrales muestras del
género. Antes, en 1953, se dio el baño más famoso de la historia del cine,
quizá porque lo hizo con una bellísima Deborah Kerr (encorsetada en un bañador
atrevidísimo para la época) en el papel más erótico y seductor de toda su
carrera: el que interpretó en el filme De
aquí a la eternidad, de Fred Zinnemann, que se convirtió en un éxito enorme
y mereció ocho Oscar, incluido el de mejor película. Burt Lancaster impresionó
con su sobria interpretación, lo que le valió el primer premio de la crítica de
Nueva York y una candidatura para el Oscar.
De aquí a la eternidad |
Burt Lancaster fue,
además, el primer actor de su generación que se dio cuenta a tiempo de la
fragilidad del sistema de los grandes estudios y se lanzó a producir por su
cuenta. Junto al célebre guionista Ben Hecht fundó en 1947 la Norma Production,
que con la incorporación de James Hill pasaría a llamarse Hecht-Hill-Lancaster.
Los frutos llegaron con Apache
(1954), de Robert Aldrich (uno de los primeros alegatos en favor de la
maltratada y exterminada raza india que contó con la magnífica interpretación
de un Lancaster embetunado para la ocasión), y sobre todo, en ese mismo año,
con Veracruz, del mismo Aldrich. Lancaster
incorporaba a un personaje algo frustrado, un vividor con sonrisa asesina tan
detestable como encantador; todo lo contrario que su compañero Gary Cooper,
reflexivo, tranquilo, justo e imbuido de sus principios morales. No les quedó
más remedio que vivir juntos las mismas aventuras, la misma epopeya, en un
duelo interpretativo casi épico. La actriz española Sara Montiel lució su
maravilloso físico entre estos dos monstruos de la pantalla.
Se lanzó a la dirección
con El hombre de Kentucky (1955), que
no aportó nada nuevo a su carrera; volvería a intentarlo, muchos años después,
en El hombre de medianoche (1974),
que corrió la misma suerte. También en 1955 aportó una soberbia tranquilidad a
su personaje de despreocupado italiano en La
rosa tatuada, de Daniel Mann, junto a Anna Magnani, según la obra homónima
de Tennessee Williams. Viajó un año después a Europa para rememorar viejas
acrobacias en Trapecio, de Carol
Reed, una encantadora cinta de trapecistas que se lanzan en un triple salto
mortal sin red. Estos temerarios del aire eran, aparte de Burt Lancaster, Tony
Curtis y una maravillosa Gina Lollobrigida.
Trapecio |
En 1957 regresó al género
del Oeste interpretando al Wyatt Earp de Duelo
de Titanes, de John Sturges, una nueva versión del viejo tema del
enfrentamiento entre los Clanton y los Earp en O.K. Corral, ya llevado
magistralmente al celuloide por John Ford en Pasión de los fuertes (1946). En esta ocasión, Dimitri Tiomkin
compuso una pegadiza y original melodía que se hizo muy familiar. El Oscar le
llegó con El fuego y la palabra
(1960), de Richard Brooks, donde da vida de manera sublime, bajo la apariencia
del altruismo y de la generosidad, a un falso evangelista que, con la bendición
de la religión, manipula no sin un cierto regocijo a las masas crédulas y
traumatizadas a través del mítico chantaje del infierno.
El fuego y la palabra |
Con ¿Vencedores o vencidos? (1961), de Stanley Kramer, comenzó una
serie de interpretaciones humanitarias y tiernas. Le siguió su alentador
trabajo para El hombre de Alcatraz
(1962) de John Frankenheimer, una interesante reconstrucción de la reconversión
de un criminal en un ornitólogo de prestigio; y terminó con Ángeles sin paraíso (1963), una
conmovedora película de John Cassavetes sobre los niños con problemas para
relacionarse con los demás.
Ese mismo año marchó a
Italia para ponerse a las órdenes de Luchino Visconti. Lancaster estuvo sublime
como el príncipe don Fabrizio Salina, en uno de los más bellos, frescos y
románticos filmes de la historia: El
Gatopardo, un verdadero clásico del cine histórico y político. Con
Visconti, once años después, volvió a estar espléndido en Confidencias (1974). Lancaster se reencarnó en un profesor
envejecido, amante de la literatura y la pintura, que siente llegar la muerte,
y que se debate entre angustias personales y el desencanto de tener que
compartir lugar con jóvenes burgueses disolutos y desordenados, incapaces de
sentir ni el arte ni la vida. En Italia participaría aún en otro título mítico,
esta vez obra de Bernardo Bertolucci: Novecento
(1976), que, como El Gatopardo y Confidencias, volvió a fracasar entre
sus compatriotas.
El gatopardo |
A lo largo de los años
setenta apareció en un filme que puso de moda los productos de catástrofes: Aeropuerto (1970), de George Seaton. Y,
más tarde, en otro que ayudó a reforzar el género, El puente de Cassandra (George Pan Cosmatos, 1977). Ofreció una de
sus mejores interpretaciones en La
venganza de Ulzana (1972), un impresionante western de Robert Aldrich, e
intervino también en la importante superproducción Amanecer Zulú (1979), de Douglas Hickox.
Su presencia fue
requerida para tres filmes de culto en los años ochenta: Un tipo genial (1983), de Bill Forsyth, donde interpreta a un
magnate obsesionado con contemplar una aurora boreal, por lo que pretende
comprar todo un pueblo; La piel
(1981), de Liliana Cavani; y Atlantic
City (1980), de Louis Malle, por la que volvió a ser nominado al Oscar
gracias a su memorable interpretación. Todavía en 1989 resultó todo un lujo
volverle a ver en esa pequeña joya del cine que es Campo de sueños, de Phil Alden Robinson, interpretando a un doctor
que ha tomado los caminos que la vida le ha ofrecido, pero que nunca ha
olvidado lo que el Baseball había significado para él.
La carrera
cinematográfica de Burt Lancaster atravesó distintas etapas: en los años
cincuenta fue uno de los más insignes acróbatas del cine de aventuras; en los
años sesenta se rebeló como el más empecinado actor de culto; en los años
setenta fue una baza segura para las producciones en las que participaba, y en
los ochenta gozó de una madurez gloriosa. Asusta ver la impecable filmografía
de un actor irrepetible, capaz de saltar encima de un caballo, pasar por un
aristócrata italiano o columpiarse a 25 metros de altura. Lancaster no ha
parado de sorprender a las distintas generaciones de cinéfilos que lo han ido
conociendo a través de sus películas. Cuando en sus inicios fue catalogado como
un actor de registro limitado, Lancaster dio cantidad y calidad, y supo callar
las lenguas que le asignaban pocas armas para triunfar.
Fue una persona muy
celosa de su intimidad. Estuvo casado en tres ocasiones. Su primer matrimonio
fue con June Ernst, de 1935 a 1946. Su segundo matrimonio (1946-1969) fue con
Norma Anderson, una antigua acróbata como él, con quien tuvo cuatro hijos y
adoptaron otro. Lancaster tuvo fama de mujeriego, lo que provocó el divorcio de
Anderson en 1969. Se casó con su tercera esposa, Susan Martin, en 1990 ya en el
ocaso de su vida; ella lo acompañó hasta su muerte.
A medida que se fue
haciendo mayor, su corazón comenzó a fallar, lo que le impidió seguir
desarrollando su actividad profesional con normalidad. A finales de ese mismo
año de 1990 sufrió un ataque de apoplejía que lo dejó mudo y tuvo que someterse
a una operación a corazón abierto. Más tarde, un segundo ataque cerebral le
obligó a usar silla de ruedas, quedando parcialmente paralítico.
Falleció en 1994, en su
casa de Los Ángeles, de un infarto de miocardio. Sus restos se encuentran en el
Cementerio Westwood Village Memorial Park de Los Ángeles, California.