10 películas se estrenan
el 31 de octubre de 2018 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Una de
ellas corresponde a un reestreno mundial del prestigioso director
estadounidense Tim Burton y las 9 películas restantes son tres producciones
estadounidenses, tres españolas, una británica, una argentina y una de
Singapur. No obstante, a pesar del aluvión de estrenos de esta semana, se queda
sin editar en Sevilla la cinta española “El último fracaso” (Antonio Aguilar
Vicente, 2018). Repasemos los estrenos de la semana para acertar en la
elección.
Infiltrado en el KKKlan. (USA, 2018).
Dir. Spike Lee.
Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes 2018.
Comedia negra, basada en hechos reales, interpretada por John
David Washington, Adam Driver, Topher Grace, Laura Harrier y Ryan Eggold.
El score está compuesto por Terence Blanchard.
Donald Trump se lo ha puesto fácil a directores como
Spike Lee y Michael Moore, que no por casualidad tienen nuevas películas de
activismo cinematográfico, y ambas habitarán las salas españolas en este mes de
noviembre. “America First”, jalea el presidente en sus mítines ante un público
enfervorizado, fidelísimo. Pero no es un eslogan nuevo. “America First”,
gritaba también uno de los mandos del Ku Klux Klan en los Estados Unidos de los
años setenta, en la época de los asesinatos políticos, de la guerra de Vietnam,
de los movimientos por los derechos civiles.
Por eso, cuando el lema suena en “Infiltrado en el KKKlan”,
último trabajo de Lee, no hace falta subrayar más. Y, sin embargo, el director
de películas tan formidables como “Malcolm X” y “La última noche”, creyente en
su habitual esquema de cine en blanco y negro, sobre blancos y negros, sin gama
de grises, lo acentúa con otras que quieren sonar clarividentes, pero que en
2018 solo son ventajistas. Como esa en la que se afirma que “en este país”
nunca llegará a presidente alguien “con esas ideas y esas palabras” de
confrontación. Ahora es fácil ponerlo en boca de personajes de los setenta. Lo
difícil, como hizo Sinclair Lewis, era escribirlo en 1935, en la novela “Eso no
puede pasar aquí”.
Tiene dos aspectos la nueva obra de Lee que la acogota
durante buena parte de su relato: primero, la baja calidad de sus diálogos,
quizá aposta, como un irónico remedo del cine “blaxplotation” de la época; y
segundo, la inverosimilitud de las situaciones, intragables si no fuera porque…
están basadas en hechos reales. Por eso hace bien el director afroamericano en
otorgar a su historia ese tono de comedia negra, al estilo “Haz lo que debas”,
obra maestra de su mejor época, en la que todo parece risible si no fuera
porque realmente es trágico y terrorífico.
Estereotipada y maniquea, como tantas veces ocurre en el
cine de Lee, “Infiltrado en el KKKlan” pretende ser el reverso de “El
nacimiento de una nación”, mito cinematográfico y racista de David Wark
Griffith, y se aplica en ello con explicitud y una visión que suena incluso
vengativa (y seguramente justa). Pero lo que al final eleva un conjunto tan
desigual como interesante es una decisión en apariencia complementaria que, sin
embargo, se convierte en fundamental porque las sensaciones que estaba dejando la
película quedan trastocadas de plano. Es muy probable que muchas críticas y
artículos las comenten expresamente; aquí, en pro de una cierta virginidad en
cuanto a la información, no lo haremos. Pero sí digamos que esas imágenes tras
su desenlace son las que hielan la mueca de la risa, las que mutan el aparente
delirio en algo siniestro, las que transforman una provocación en una obra
realmente seria. Recomendada.
Bitelchús. (USA, 1988). Dir. Tim Burton.
Reestreno en España, 30 años después, del clásico de
Burton.
Interpretada por Michael Keaton, Alec Baldwin, Geena
Davis, Winona Ryder y Jeffrey Jones.
El score está compuesto por Danny Elfman.
Una de esas películas que todos hemos visto en la
infancia y que, años después, miramos con cierto cariño incluso a estar un poco
oxidada en el plano de efectos especiales. Los actores cumplen su papel, donde
destaca especialmente Michael Keaton como Beetlejuice, y cuenta con unos
impresionantes efectos especiales. En su época era una maravilla en ese aspecto
e, incluso hoy, sorprende la ambientación que logró crear Burton, ese universo
que nos regalaría años después en su gran Obra Maestra, “Pesadilla Antes de
Navidad”.
Humor negro, una historia divertida y buenos ratos en una
cinta que, sin ser imprescindible, engancha de principio a fin y entretiene
como pocas lo hacen. Atentos a los múltiples detalles de Burton repetiría en
"Pesadilla", como los gusanos, los efectos especiales e incluso una
cabecita de Jack Skellington en cierto momento de la película. Recomendada.
El ángel. (Argentina, 2018). Dir. Luis
Ortega.
Presentada en la sección “Un Certain Regard” del Festival
de Cannes 2018.
Thriller ambientado en los años setenta, basado en hechos
reales. Interpretado por Lorenzo Ferro, Chino Darín, Mercedes Morán, Daniel
Fanego y Luis Gnecco.
Tomarse la vida como un juego, transgredir cualquier
norma, robar por puro impulso o matar como reflejo, y quién sabe si por placer,
son los patrones de conducta del personaje central de esta coproducción
hispanoargentina de desbordante vocación comercial. Él es un adolescente de
familia de clase media sin antecedentes delictivos que se mantiene ajeno a
cualquier atisbo de reflexión, se diría que amoral de nacimiento y que está
inspirado en un personaje real que se hizo famoso a principios de los años 70 y
que continúa siendo el mayor asesino en serie de la historia de su país.
Eso es lo que cuenta la película de Luis Ortega, que opta
por un tratamiento distendido, por momentos al borde de la comedia,
contemplando al protagonista con algo parecido a la fascinación, la admiración
o la empatía, sin disquisiciones psicológicas, envolviéndolo en una estupenda
ambientación de fotografía colorista y en una banda sonora repleta de pegadizos
éxitos pop de la época, y apoyándose en el buen hacer del desconocido Lorenzo
Ferro, que rentabiliza su físico para dotar de una sugerente ambigüedad sexual
a su inclasificable personaje.
En realidad, la elección y el trabajo del reparto
resultan esenciales en el engrasado funcionamiento de esta entretenida
narración que se beneficia de la inclinación generalizada a contemplar con
benevolencia el mal en estado puro. A destacar la solidez creciente de Chino
Darín pero también la probada solvencia de las veteranas Mercedes Morán y
Cecilia Roth o el chileno Luis Gnecco, que engrandecen sus respectivos
secundarios. Recomendada.
Desenterrando Sad Hill. (España, 2018).
Dir. Guillermo de Oliveira.
Mejor Película en la sección “Noves Visions” del Festival
de Sitges 2018.
Documental sobre la reconstrucción del cementerio
construido en España hace 50 años para la secuencia final de la película
"El bueno, el feo y el malo".
Con su forma circular, el imaginario cementerio de Sad
Hill fue algo más que un camposanto: coliseo romano, plaza de toros, anfiteatro
habilitado para la representación de una tragedia, pista de baile, tablao
flamenco donde ejecutar una danza de la muerte, altar sacrificial… O, también,
un espacio para lo sagrado, un territorio ritual, como subraya Joe Dante en una
de las entrevistas recogidas en el documental “Desenterrando Sad Hill”, de
Guillermo de Oliveira.
El cementerio de Sad Hill es el espacio mítico donde se
desarrolla el imponente clímax final de “El bueno, el feo y el malo” (1966),
una de las obras catedralicias del spaghetti western, barroca culminación de la
Trilogía del Dólar de Sergio Leone: allí, la cámara del cineasta abrazaba la
abstracción siguiendo los pasos de Tuco (Eli Wallach) a los sones de “El
éxtasis del oro” de Ennio Morricone. Y, de hecho, de éxtasis iba toda esa
virtuosa coreografía formal que alcanzaba su paroxismo en ese enfrentamiento a
tres bandas que petrificaba el tiempo.
Levantado para el rodaje en una zona silvestre cercana a
Santo Domingo de Silos y abandonado a su suerte una vez finalizó la producción,
el cementerio fue sepultado por el tiempo. Lo que documenta “Desenterrando Sad
Hill” es el esfuerzo por la recuperación de ese espacio mítico por parte de un
grupo de apasionados cinéfilos que cayeron bajo el embrujo de la obra maestra
de Leone. Un trabajo de amor en nombre de una variante mitómana de la
psicogeografía: un lugar no es solo su historia o su memoria geológica, sino
también las ficciones que ha generado y los sueños que ha engendrado. El
documental abusa de las entrevistas y se acerca peligrosamente al reportaje,
pero su grupo de arqueólogos del mito, con su heterodoxa cinefilia de pico y
pala, seduce y conmueve. Recomendada.
El árbol de la sangre. (España, 2018).
Dir. Julio Médem.
Drama e intrigan se concentran en esta nueva apuesta del
realizador vasco Julio Médem.
El score compuesto por Lucas Vidal.
En “Aquí Kubrick”, Frederic Raphael, guionista de “Eyes
Wide Shut” (1999), mostraba su perplejidad ante la fascinación que el director
de Barry Lyndon (1975) sentía por una película española llamada “La ardilla
roja” (1993). La observación pasaba por alto hasta qué punto Kubrick, celebrado
orfebre de la perfección, fue, ante todo, un artista del riesgo, capaz de
socavar su camino hacia la excelencia con decisiones tan temerarias como
confiar un papel dramático a Peter Sellers, depositar toda la hondura
filosófica de un discurso en el poder, esencialmente ambiguo, del símbolo o
combinar contrastados registros dramatúrgicos en una misma escena. No es
difícil entender qué vio Kubrick en “La ardilla roja”: la obra de un creador
capaz de transgredir los límites del control.
Tras revelarse como portador de una mirada inédita con “Vacas”
(1992) -película que conciliaba la herencia autoral del nuevo cine español con
las estéticas de la posmodernidad-, Julio Medem avanzó siempre en la cuerda
floja hasta llegar a lo que parecía el punto límite de su poética con la
desbordada “Caótica Ana” (2007). Con “El árbol de la sangre”, Medem cierra una
etapa de tentativa, en busca de una reformulación de sí mismo que no llegó a
encontrar, para proponer la atrevida declaración de principios de quien está
dispuesto a ir más allá de la ruta del exceso de “Caótica Ana”.
Dos amantes se reúnen en un caserío para reconstruir la
historia de unos orígenes que se entrelazan en un tronco común de dolor y
sangre. El relato no conoce otro tono que el de ese sublime/ridículo que Zizek
asociaba a la sensibilidad lynchiana, pero Medem maneja la arborescente trama
con un seductor dominio narrativo: resulta imposible despegar los ojos de la
pantalla en esta historia donde conviven la mafia rusa, el terrorismo, los
juguetes rotos de la Movida, toros bravíos (literales y metafóricos) y un
cuantioso surtido de otros elementos dispares. En ocasiones, el énfasis formal
flirtea con lo publicitario y hay momentos de una marcada opacidad ética –el modo
en que el personaje de Úrsula Corberó responde al secreto de su padrastro-,
pero la fuerza de este tsunami melodramático que habla de la posibilidad de
afirmar una cierta pureza frente a los pecados de los padres –y de la historia
colectiva- viene impulsada por algo muy infrecuente: la osadía de un creador
dispuesto a reconciliarse con las zonas más irracionales –y gratificantes- de
su propia identidad. Recomendada (con reservas).
Bohemian Rhapsody. (USA, 2018). Dir.
Bryan Singer.
'Bohemian Rhapsody' es una celebración de Queen, de su
música y de su extraordinario cantante Freddie Mercury, que desafió
estereotipos e hizo añicos tradiciones para convertirse en uno de los showmans
más queridos del mundo.
Interpretada por Rami Malek, Joseph Mazzello, Ben Hardy,
Gwilym Lee, Lucy Boynton y Aidan Gillen.
Ante una biografía tan imponente como la de Freddie
Mercury, con tantas esquinas y hasta esquinazos, vertientes musicales, vitales,
emocionales, sexuales y sociales, caben múltiples posibles películas. Los
autores de “Bohemian Rhapsody” han elegido la más obvia, y quizá la más comercial
y menos artística: la inspirada en el mito sin recovecos, solo con facetas, que
no es lo mismo, pues lo primero supone una indagación compleja, y lo segundo,
un simple recorrido.
Queen fue un grupo con millones de fanáticos acérrimos
que nunca fue santo de la devoción de los especialistas, sobre todo a partir de
su etapa disco, desde “Hot space”. Y esa vertiente musical quizá sea lo mejor
de la película de Bryan Singer, que logra un itinerario comprensible y
detallado desde sus enérgicos inicios, con la rabia efervescente de “Keep
yourself alive”, cuando podían acercarse tanto al hard rock de Led Zeppelin
como al glam de David Bowie, quizá sin mucha coherencia, pero con las ansias de
experimentación que culminaron en la gloria del álbum “A Night at the Opera”.
En una película que en su fase de preproducción ha sufrido tantos cambios (de
guion, de protagonista y de director), la labor final de Singer en este aspecto
musical se intuye primordial, y el director de “Sospechosos habituales”
demuestra ser un notable narrador.
Asunto distinto es el de la personalidad de Mercury y la
exposición de sus contradicciones. Tiene a favor la interpretación de Rami
Malek, un portento físico en el escenario y también en la mirada de la
desolación, el cariño y el extravío. Y tiene en contra el relato de dos
aspectos fundamentales en la vida del cantante: las drogas y el sexo. Que sean
las elipsis las que dominen ambos andamios narrativos ya lo dice todo. A Freddie
nunca se le ve en acción, y el sexo se limita a besos románticos con su amor
platónico femenino, Mary Austin, y con su última pareja, Jim Huttton, pero sin
polvos, ni de los unos ni de los otros, salvo los restos del naufragio de la
coca y el billete enrollado sobre una mesa tras una noche de farra. Y además se
nota que no han querido hurgar en el dolor de la fase final de la enfermedad,
dejando impoluta la imagen del mito: los únicos rastros del sida son de otro
joven enfermo, en el que Mercury, recién diagnosticado, se mira como quien
observa un espejo del futuro.
Los guionistas, Anthony McCarten y Peter Morgan, ambos de
peso, saben encontrar su Yoko Ono particular, su estereotipado malvado
revientagrupos, en la figura de Paul Prenter, mano derecha y asistente durante
buena parte de su vida artística. Pero, al mismo tiempo, sorprende cómo ponen
en boca del villano la frase quizá más certera sobre la personalidad de
Mercury, sobre su soledad constante, sus complejos y la apostasía de sus
orígenes familiares.
Así que en demasiados aspectos el recorrido no pasa de lo
superficial y lo sentencioso, culminando con una larga secuencia final que se
configura como el paradigma de la película para fans que es “Bohemian Rhapsody”.
Los 20 minutos reales de Queen en el escenario de Wembley, durante el concierto
“Live Aid”, se reproducen casi al completo. Pero solo es la imposible
reconstrucción digital e interpretativa de un momento irrepetible, en el que ni
los efectos de multiplicación de la masa en el estadio ni las reacciones del
público alcanzan la autenticidad necesaria para tan extenso clímax musical y
emocional. Recomendada
(con reservas).
El cascanueces y los cuatro reinos.
(Reino Unido, 2018). Dir. Lasse Hallström y Joe Johnston.
Cine familiar que adapta una obra de E.T.A. Hoffmann.
Interpretada por Mackenzie Foy, Keira Knightley, Helen
Mirren, Morgan Freeman y Eugenio Derbez.
El score está compuesto por James Newton Howard-
El estreno en el año 1940 de “Fantasía”, tercer
largometraje animado de Walt Disney, tras “Blancanieves y los 7 enanitos” y “Pinocho”,
supuso un considerable paso en la ambición de la factoría por variados motivos:
por el lenguaje exclusivamente musical que acompañaba a los relatos; por el
carácter elevado, culto y clásico de las piezas elegidas (Bach, Stravinski,
Mussorgski, Beethoven…), y por el indeterminado, casi suicida objetivo de la
película en cuanto a sus espectadores, tan apta para los adultos con ciertas
inquietudes como refractaria al gusto de la mayoría de los niños por otro tipo
de ritmos, tanto musicales como narrativos.
Con la llegada de “El cascanueces y los cuatro reinos
perdidos”, libre adaptación del cuento de E. T. A. Hoffman, ciertos aspectos de
aquella mítica producción, fracaso en su día, parecen renacer. Y la comparación
no es baladí: en “Fantasía” ya existía un segmento, el baile de los
champiñones, al ritmo de “El cascanueces” y, además, en la película de Lasse
Hallström y Joe Johnston hay un guiño directo a uno de los mitos fundacionales
de Disney con un plano exacto al de su inicio, con el director de orquesta de
espaldas (en este caso Gustavo Dudamel), y en sombra sobre fondo rojo, quizá
conscientes de que las dificultades comerciales de aquella ambiciosa obra
rebrotan ahora con un nuevo producto de confusa comercialidad, que puede
aterrar de miedo a los críos más pequeños y de aburrimiento a los más cercanos
a la adolescencia. Algo nada habitual en la todopoderosa y (casi) infalible
Disney contemporánea.
De todos modos, y pese a su innegable valentía, hay
aspectos que la separan de “Fantasía”: aquí hay una mezcla de acción real con
personajes digitales, un relato unitario casi a la manera de “Alicia en el país
de las maravillas”, y, a pesar de su constante música, una banda sonora creada
especialmente para la película por James Newton Howard, con muy puntuales
extractos de “El cascanueces”, de Stravinski.
Con un magnífico diseño de producción, una Keira
Knightley tan desatada como divertida, una niña protagonista con belleza y
carisma (Mackenzie Foy), y un compañero de aventuras que parece recién salido
de una función de instituto por culpa de su tono declamatorio (Jayden
Fowora-Knight), la película tiene momentos de brillantez junto a otros tantos
de evidente caída, mustios, sin ritmo, plomizos. Quizá inevitables en una
película con más virtudes que defectos, pero que ha sufrido un complicadísimo
proceso de producción, con cambios de director (Lasse Hallström, por Joe
Johnston) y, desde luego, con un resbaladizo y cojitranco desarrollo a
consecuencia de algo que, eso sí, siempre es necesario encuadrar en el apartado
de la capacidad: el riesgo. No Recomendada.
Hunter Killer. Caza en las
profundidades. (USA, 2018). Dir. Donovan Marsh.
Película de acción estadounidense, interpretada por Drama
ambientado en los años 40, interpretado por Gerard Butler, Gary Oldman, Common,
Michael Nyqvist, Michael Trucco.
El cine estadounidense, incluso el más convencional,
siempre ha tenido los dones de la oportunidad y de la actualidad, la virtud de
ser reflejo en cada momento de su historia de las intenciones políticas de sus
gobernantes, de saber convertirse en espejo de su estrategia global. Y a la
pregunta sobre quiénes han sido los enemigos para el país de las barras y las
estrellas, y quiénes sus posibles aliados, sobre todo en tiempos de paz o de
guerra fría, siempre podría sucederle una posible película como respuesta.
Algo que reluce una vez más en la insustancial en lo
cinematográfico “Hunter Killer”, prototípica película de submarinos con apuntes
bélicos y políticos, de evidente corto alcance, que, sin embargo, sorprende por
la elección de los villanos y de los posibles aliados en una nueva etapa de las
relaciones internacionales entre Estados Unidos y Rusia, con Donald Trump y
Vladímir Putin como gobernantes, en una inquietante relación de complicado
pronóstico.
Así, en un momento del relato se define al presidente de
Rusia como “un mal menor ante lo que pueda venir en su contra”, y su trama
general, que pasa por ser un aparente delirio, acaba diciendo mucho como
radiografía de una posible entente Rusia-EE.UU.: el jefe del Kremlin es
secuestrado por un grupo de militares con aparentes maneras soviéticas, y es el
ejército estadounidense, único conocedor del rapto, el que debe impedir un
golpe de estado fatal para el mundo y para sus intereses.
Producida por los responsables de “Objetivo: Londres”
(2013) y “Objetivo: la Casa Blanca” (2016), como “Hunter Killer”, productos de
acción nacidos a partir de tramas gruesas y disparatadas, pero con evidentes
connotaciones con la política y el miedo contemporáneos (el terrorismo
cibernético, Corea del Norte, los daños colaterales del ejército estadounidense
en su salvaguarda del mundo…), la película va a mostrar la honorabilidad
conjunta de dos capitanes de sendos submarinos, uno de cada lado, trabajando
conjuntamente para evitar el desastre mundial.
De este modo, lo que podría haber sido una más de las
penosas presencias gritonas de un actor tan mayúsculo como es Gary Oldman
(cuando selecciona sus trabajos), o una simpleza de acción comandada con cierto
fuste por un director con ganas de currículo y oportunidades en Hollywood, en
este caso, el sudafricano Donovan Marsh, se convierte en, al menos, una curiosa
muestra de la habitual interpretación del cine estadounidense de la realidad
nacional en torno a su poder. No Recomendada.
Sin fin. (España, 2018). Dir. César
Esteban Alenda y José Esteban Alenda.
Mejor Ópera Prima en el Festival de Cine Español de
Málaga 2018.
El reparto está compuesto por Javier Rey, María León,
Juan Carlos Sánchez y Mari Paz Sayago.
Drama romántico con elementos del cine fantástico.
Desde el momento en que toda historia de amor parece
llevar consigo el germen de su propia desintegración, lo que en principio
podría parecer una relación contranatura se ha convertido en un terreno fértil
para la creatividad: el matrimonio entre el melodrama romántico y la
ciencia-ficción, a través del socorrido tema del viaje en el tiempo. La
tradición cuenta con ejemplos tan ilustres como “La Jetée” (1963), de Chris
Marker, y “Je T’Aime, Je T’Aime” (1967), dos propuestas que invitaban a pensar
hasta qué punto una película tan influyente como “Vértigo” (1958) ya era eso
sin necesidad de recurrir a la ciencia-ficción. Tentativas tan diversas como “Más
allá del tiempo” (2009), de Robert Schwentke, y “Una cuestión de tiempo”
(2013), de Richard Curtis, parecen corroborar que esta hibridación ha tenido
poco de moda efímera. En un presente marcado por la caducidad de los relatos
unitarios y seducido por las posibilidades de las bifurcaciones narrativas, el
maridaje cuántico-romántico ofrece la posibilidad de retorcer el relato sin
necesidad de recurrir a aparatosos modos de producción.
Después de una productiva carrera en el corto, los
hermanos César y José Esteben Alenda han decidido probar su versión personal de
la fórmula en su debut en el largo: “Sin fin”, la melancólica historia de un
viajero en el tiempo dispuesto a rescatar a su mujer amada del pozo depresivo
al que él mismo, con su obsesivo compromiso con la investigación, la ha
precipitado. La acción se desarrolla en dos tiempos: el del deslumbramiento,
con esa primera cita que se convierte en un viaje de modesta épica sentimental,
y el de la reconstrucción, donde el mismo trayecto se repite como pulso con las
sombras.
El montaje sabe hilvanar muy bien esas dos líneas temporales,
pero a ratos se diluye la frontera entre lo sensible y lo cursi. Tanto María
León como Javier Rey conjugan eficazmente la erosión del tiempo sobre sus
respectivas identidades, aunque a este último le toque bregar con un personaje
improbable que parece una mala idea desechada en un guion de aprendizaje de
Amenábar. La elegancia del desenlace compensa en parte los titubeos. No Recomendada.
Una receta familiar. (Singapur, 2018).
Dir. Eric Khoo.
Drama interpretado por Tsuyoshi Ihara, Seiko Matsuda,
Takumi Saito, Jeanette Aw, Tetsuya Bessho, Mark Lee y Beatrice Chien.
El melodrama y las películas de cocina siempre han
conformado un tándem eficaz. De hecho, programas televisivos como “MasterChef”,
e incluso “Pesadilla en la cocina”, no dejan de ser melodramas que, con sus
héroes y sus villanos prefabricados, y sus impostados desarrollos dramáticos,
quedan articulados a través de músicas de apoyo que ayudan a elevar la emoción
y el suspense del conjunto.
Sin embargo, la moda está llegando a cotas quizá
extremas, con secciones para el cine culinario en festivales tan prestigiosos
como Berlín y San Sebastián, donde parece que igual cabe una buena película que
un producto sin más valores que el exotismo de la comida. Y uno de estos casos
es la producción de Singapur “Una receta familiar”, presente en ambos
certámenes, que llega a las salas amparada por una magnífica distribuidora,
(casi) siempre arriesgada e interesante, y por una imagen en su póster y en su
estilo que hace pensar inmediatamente en las películas familiares de Hirokazu
Kore-eda. Nada más lejos.
“Una receta familiar” (Ramen shop, en su título original) es, con toda
probabilidad, una de las películas más espantosas que se hayan estrenado en los
últimos años en los cines españoles de versión original. Pedestre en su
narración a varios tiempos, cursi en su búsqueda de los afectos de la sangre y
de los secretos del pasado, infame en su tratamiento y en su calidad musical y
visual, y enormemente básica en su reflexión sobre la aceptación y el perdón,
la culpa y la redención, la película de Eric Khoo había nacido como un proyecto
de celebración del 50ª aniversario de las relaciones diplomáticas entre Japón y
Singapur, de convulso pasado. Y quizá en esas cotas locales se tendría que
haber quedado. No Recomendada.