Un artículo de JOSE MELERO BELLIDO
El cine ha venido aportando a los ciudadanos
profanos en la materia unos conocimientos básicos y aproximados acerca del
Derecho. Aunque las películas, de todos los tiempos, contienen muchos aspectos
jurídicos, las películas de juicio son las que más han contribuido a
popularizar los procedimientos y prácticas judiciales. Más en concreto, las
películas que desarrollan tramas en la que se producen delitos importantes que
van a ser juzgados por tribunales con jurado siguiendo el procedimiento del
derecho anglosajón y que se concreta por lo general en películas
norteamericanas. En este trabajo hemos puesto la atención en seis films con las
mencionadas características.
Destaca en estas películas un rasgo
consustancial a la práctica de la justicia democrática: la estricta observancia
del procedimiento, o sea, la garantía del cumplimiento de unas normas que
constituyen el marco indiscutible del desarrollo de la acción judicial. Valgan
dos ejemplos: la “normalidad” de la detención del supuesto culpable, carente de
toda coerción, y respetando/garantizando sus derechos como observamos en la
detención de la señora Paradine en “El proceso Paradine” o la anulación de un
juicio por actuación indebida de un miembro del jurado en “Falso culpable”.
Imágenes de "El caso Paradine" |
Con todo, la línea argumental principal es la
que sostiene la criminóloga Nicole Rafter: el tema recurrente de todas las
películas de juicio es la dificultad de
alcanzar la justicia. Demostrarlo es la tarea propuesta en esta exposición.
Antes que nada, no está de más observar el
marco en que trascurre parte de la acción de estas películas como es la sala de
vista y también las formalidades propias del funcionamiento de la misma: el
estrado del juez- presidente, la zona acotada del jurado, las mesas frente al
juez de los abogados y fiscales, el estrado de los testigos, la sala contigua
donde aguardan estos, el espacio para el público asistente así como los
rituales de respeto para el juez o el jurado.
En la resolución de los casos planteados en
las películas son dos las instancias que van a decidir con su intervención la
deriva final de los mismo: el jurado y el juez-presidente que, aunque no dicta
sentencia, guía todo el procedimiento, encauza y asesora al jurado y por tanto
ocupa una posición clave a lo largo del juicio.
Fotograma de "Anatomía de un asesinato" |
La institución del jurado ha sido y sigue
siendo muy debatida entre los juristas. No es este debate el tema que se
plantea en este trabajo sino analizar su funcionamiento y dificultades en
algunas películas, sin perder de vista la tesis dominante, la dificultad de
producir sentencias justas. Son muchas las películas en que vemos al jurado
dictando sentencia, como sujeto pasivo de las argumentaciones de abogado y fiscal, oyendo a los testigos, en
el acto de su formación como tribunal, etc. Pero muchas menos las que nos
presentan su funcionamiento interno y las dificultades a las que debe
enfrentarse. Entre estas destaca sin lugar a dudas “Doce hombres sin piedad”.
Si en esta película, la iniciativa de un miembro del jurado logra, no sin tener
que superar todo tipo de prejuicios, frivolidades, etc, salvar al acusado por
la inexistencia de pruebas contundentes, en cambio en “Matar a un ruiseñor”,
aunque el abogado logra demostrar la imposibilidad de que su defendido haya
cometido el delito, un jurado racista y lleno de prejuicios dicta sentencia
condenatoria.
En las películas seleccionadas, y en otras
que se podrían citar (recuérdese por ejemplo al juez encarnado por Spencer
Tracy en “Vencedores o vencidos”), podemos observar jueces dotados no sólo de
los conocimiento jurídicos que se supone que deben atesorar, sino también de
otras cualidades necesarias para poder pilotar el juicio con mesura,
equilibrio, humanidad y hasta con sentido del humor. Quizá el juez Weaver de
“Anatomía de un asesinato” pueda resumir perfectamente estas cualidades. Pero
también hay excepciones como demuestra el juez del “Proceso Paradine”(el Juez
Hortfield), celoso de la fama del abogado, acosador de la esposa de este y
carente de “piedad” hacia la persona
condenada y por tanto incapacitado para dirigir el caso con las necesarias
garantías.
Jueces y jurados toman decisiones partiendo
de cómo valoran lo esencial del proceso judicial: la declaración de los
testigos, los indicios y las pruebas aportadas por las partes o la policía.
Diversos ejemplos ilustran de todo ello sin perder de vista la tesis central
que estamos desarrollando, la dificultad de adoptar una decisión justa en un
proceso.
En “Falso culpable” todo el caso reposa en la
declaración de unos testigos que “reconocen” a Balestrero como la persona que
ha cometido una serie de atracos. Todos ellos declaran sin mala intención,
creyendo en lo justo de su testimonio, sólo el azar ha hecho que el
protagonista haya sido víctima de su parecido con el verdadero culpable. En
este caso, el entuerto ha podido resolverse con bien para la justicia pero nos
queda la certidumbre de que no siempre será así.
Aplicar la justicia es aún más complicado
cuando el testimonio del testigo no es que sea falso sino producto de una
conjura urdida a espaldas del abogado defensor, como ocurre en “Testigo de cargo”. Bien es cierto que la
fertilidad imaginativa de Agatha Christie permite cualquier pirueta, por
rocambolesca que parezca, pero no obstante el film deja abierta la certeza de
que en la declaración de los testigos no todo es lo que parece, a pesar de
estar obligados a decir verdad.
Desde el punto de vista jurídico es muy
interesante la polémica que suscita la valoración que debe otorgarse al
testimonio de la víctima de un delito o de un supuesto delito. Este es el caso
que plantea “Matar a un ruiseñor” en la que Mayella, asustada por el contexto
social racista en que vive y por la amenaza de su padre, que es el verdadero
culpable de sus daños, convierte su declaración en el único soporte contra el
joven negro Tom Robinson generando con ello su desgracia y propiciando una
flagrante injusticia.
Fotograma de "12 hombres sin piedad" |
Otro problema de los testimonios se origina
cuando una declaración se convierte, aunque no haya mala intención, en la base
indiciaria de una “supuesta prueba”. Buena parte de “Doce hombres sin piedad”
trata sobre cómo el jurado va descubriendo la endeblez de las pruebas derivadas
de la declaración de un anciano con ciertos impedimentos físicos o de una
señora con una visión defectuosa.
En esos y otros casos por tanto el peligro
para la justicia reside en convertir los aparentes indicios en pruebas capaces
de llevar a una persona a la muerte o a la cárcel. Es el caso por ejemplo de la
nota escrita por Balestrero a instancias de la policía, coincidente con la
letra y hasta con el “fallo” cometido por el verdadero culpable en la nota que
le había escrito a la cajera de una tienda donde había robado y que la policía
posee. En “El Proceso Paradine” la habilidad (y malicia interesada) del abogado
defensor de la señora Paradine va llevando al convencimiento de la sala de que
el criado Latour es el culpable del crimen porque transforma pruebas
circunstanciales en “evidencias”, provocando con ello un desenlace
absolutamente dramático. La insistencia del jurado número 8 de “Doce hombre sin
piedad” logra deshacer las supuestas pruebas contra el joven acusado logrando
que el jurado acabe por comprender la seriedad de su cometido y la rotundidad
que deben reunir las pruebas inculpatorias.
Fotograma de "Matar a un ruiseñor" |
Para terminar este apartado observemos la
declaración inesperada de una testigo (la de la señorita Pilanten “Anatomía de
un asesinato”), ejemplo de que abogados y fiscales deben tener siempre muy
presente una regla de oro para sus fines: jamás hagas una pregunta a un testigo
sin conocer previamente la respuesta porque en ello puede residir la clave de
un caso.
Finalmente, es necesario referirse al papel
indispensable que juegan los abogados, sean fiscales o defensores, en cualquier
proceso. Son ellos los que encarnan el enfrentamiento de las partes en el
juicio, un enfrentamiento del que se espera que salga la luz y que constituye
la garantía que debe presidir todo el procedimiento bajo la atenta mirada del
juez. No está de más recordar que defensores y fiscales son piezas necesarias,
con roles que les enfrentan, pero cuya finalidad es coincidente: el hallazgo de
la verdad.
El buen abogado no es sólo un buen conocedor
de las leyes o el poseedor de notables cualidades para la esgrima dialéctica,
sino aquel que fundamenta su acción en nobles principios morales y en la
confianza en la justicia y en sus procedimientos, por mucho que en ocasiones
esta confianza se vea traicionada por una flagrante injusticia. Es lo que
observamos en el proceder de Atticus Finch en “Matar a un ruiseñor” tanto en
las ideas que inculca en sus propios hijos como las que manifiesta en la
defensa del caso.
A veces el abogado debe defender a individuos
de los que duda sobre su culpabilidad y desde luego sobre su catadura moral. Es
lo que ocurre en “Anatomía de un asesinato” en la que Paul Biegler, siempre
debatiéndose entre lo verosímil y lo veraz del caso (el verdadero meollo de la
película), fundamenta su defensa en lo que él llama la “percha legal”, o sea,
el cumplimiento de la norma y de los procedimientos en que se basa el derecho
procesal.
El buen abogado, como ya se ha indicado,
tiene un gran respeto por la justicia de la que se siente servidor. Por ello
abomina del engaño, de los caminos torcidos y cuando obtiene el triunfo a costa
de sus principios, sin saberlo, no puede sino sentirse traicionado y
decepcionado como nos lo enseña Sir Wilfrid en “Testigo de cargo”.
“El Proceso Paradine”, por el contrario,
muestra la otra cara de la moneda: un abogado defensor que, enamorado de la
acusada, introduce en el caso un factor sentimental que nubla su entendimiento
y causa una terrible injusticia que lleva al suicidio de un inocente y a la
vulnerabilidad de su defendida. Y todo ello porque no ha sido capaz de
mantenerse fiel a unos principios morales que, en este caso, no le impedían
enamorarse, pero sí ocuparse de la defensa en esas circunstancias.
La falta de medios económicos de los acusados
supone la entrada en escena del abogado de oficio, una figura que representa la
salvaguarda del derecho a la defensa en un Estado de Derecho. Los prejuicios
sobre su competencia son evidentes como
se percibe en “Doce hombres sin piedad” y sus aspectos negativos repercuten en
la justicia. No puede olvidarse sin embargo que Atticus Finch actúa como tal y constituye un ejemplo
innegable de una más que digna dedicación y buen hacer profesional, aunque no
logre obtener una sentencia favorable para su defendido.
Con las películas seleccionadas se ha querido
sostener la tesis principal, la dificultad de alcanzar la justicia entre otras
cosas porque ésta no es sino un producto imperfecto de cuantas instancias
humanas las rodean. Pero hay que entender
también que, a pesar de ello, es necesario mantener la confianza en la
misma, en las instituciones y personas que la encarnan, siempre claro está en
el contexto de una sociedad democrática. Y algo de esto es lo que expresa
McCarthy, el abogado que ayuda a Paul Biegler en “Anatomía de un asesinato” en
su reflexión sobre el jurado, a la espera de que este se pronuncie sobre el
caso:
“Doce
personas en una habitación. Con diferentes mentalidades, diferentes corazones
y doce procedencias diferentes. Doce pares de ojos y oídos, doce personas
distintas. Y a estas doce personas se les pide que juzguen a otro ser humano,
tan diferente a ellas como ellas lo son entre sí. Y al emitir su criterio
deben volverse una sola mente, unánime. Uno de los milagros de nuestra
desorganizada humanidad es que lo consigan, y que la mayoría de las veces lo
hagan bien. ¡Dios Bendiga a los jurados”
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