Siempre es un auténtico placer poder hablar de la obra de Roman Polanski, el cineasta vivo al que más valoro hoy en día. Este cineasta dirigió entre la década de los 60-70 una de las trilogías mas apasionantes, conocida como La Trilogía del Apartamento.
Allá por 1960, un tal Alfred Hitchcock revolucionó el cine de terror con su obra maestra “Psicosis” adentrándose de forma espeluznante en la mente trastornada del ser humano. Se había dejado atrás el miedo al peligro nuclear (metáfora de amenaza comunista incluida) y se hablaba de un terror cercano, cotidiano, que hizo estremecer a parte de la sociedad, dándole una nueva dimensión a un género que se encontraba bastante encasillado.
Cinco años después de la seminal obra del genial cineasta inglés, Roman Polanski siguió explorando dichos caminos con un soberbio filme que abriría esta trilogía, “Repulsión” (1965), película que le colocó definitivamente en el panorama internacional.
En 1968, haría su debut americano, con “El bebé de Rosemary”, fiel adaptación de una novela de Ira Levin, cuyo nefasto título en español (“La semilla del Diablo”) rompe por completo el suspense del mismo desde el principio. Una absoluta obra maestra estudiada al milímetro.
Por último, con “El quimérico inquilino”, que es otro espléndido trabajo basado en la novela homónima del singular Roland Topor, donde Polanski compartiría la labor de dirección con la de actor principal, pondría punto y final a esta magnífica trilogía.
En ella aparecen muchos de los elementos de su cine, como la sensación de aislamiento absoluto, la aparición del factor desestabilizador y los personajes encerrados en pequeños escenarios, creando esas atmósferas tan opresivas y claustrofóbicas que funcionan perfectamente como incubadoras de las obsesiones. El terror se nos presenta desde el interior de sus protagonistas y no desde el exterior.
Estas obsesiones se presentan de forma sugerente al espectador, a veces de manera clara como en “Repulsión”, donde no hay revelación alguna, al contrario que en el resto de su trilogía, donde se abrazan la realidad psicológica y el cuento fantástico, dotándole de una aplaudida ambigüedad. Polanski nunca dará su brazo a torcer, generando las más diversas lecturas sobre sus filmes, enriqueciéndolos de forma más que notable.
El astuto uso que hace el cineasta polaco del punto de vista, así como la sapiencia técnica a la hora de manejar las lentes, ayuda a incrementar esa sensación de trauma, locura y/o esquizofrenia, en la que nos encontraremos totalmente inmersos.