9 películas se estrenan
el 24 de noviembre de 2017 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Tres
películas son de nacionalidad española, tres británicas, dos estadounidenses y una
belga. Se queda sin editar en nuestra ciudad dos películas españolas: el
documental sobre naturaleza “El latido de Urdaibai” (Alberto Rojo, 2017) y el
falso documental “Cortar (Las 1001 novias) (Fernando Merinero, 2017). También
se queda sin estrenar en nuestra ciudad la película de acción de Nueva Zelanda “6
días” (Toa Fraser, 2017), que tenía en su reparto a Jamie Bell (el chico de
Billy Elliot). De lo estrenado, pasamos a comentar.
En realidad, nunca estuviste aquí. (Reino Unido, 2017). Dir. Lynne
Ramsay.
Mejor
actor (Joaquin Phoenix) y Mejor guión (Lynne Ramsay) en el Festival de Cannes
2017.
7ª
película que se estrena en nuestra ciudad de la Sección Oficial del Festival de
Cannes 2017.
Cuando
debutó con “Ratcatcher” (1999), Lynne Ramsay dejó claro que no había llegado al
cine para someterse a modelos de lenguaje que limitaran su invención. Su
materia prima era la misma que nutrió a la escuela realista anglosajona, pero
el estilo se alejaba radicalmente de esos patrones: su gusto por la sinécdoque,
capaz de aislar y amplificar detalles reveladores en el desolador universo
moral de la historia, deslizaban lo testimonial hacia el ámbito de lo
alucinatorio, de lo casi onírico. Su cuarto largometraje, “En realidad, nunca
estuviste aquí”, que llegó in extremis e inacabado a la Sección Oficial del
último Cannes, ha sido recibido como un considerable cambio de registro en su
carrera, pero no existe tal ruptura: la escritura visual de Ramsay no ha hecho
más que evolucionar y radicalizarse sin traicionar sus principios,
acreditándola como una de las más sofisticadas formalistas del cine
contemporáneo. Su último trabajo es un triunfo del estilo. Del estilo como
creador de contenido, complejidad y sutileza.
Jonathan
Ames, autor de la brevísima novela que inspira este viaje (alucinante) al fin
de la noche, reconocía al Donald Westlake de las novelas de Parker como una de
las fuentes de inspiración para su ejercicio de estilo en clave hardboiled. Es
posible que la Ramsay no haya necesitado inspirarse en el “A quemarropa” (1967)
de John Boorman para encontrar la clave estilística de “En realidad, nunca
estuviste aquí”, pero en esa adaptación de la primera novela de Parker se
manifestaba una revolución del lenguaje y un propósito similares: un retorcimiento
de la expresión para canalizar la turbulenta subjetividad del protagonista.
En
la película, un exmarine reconvertido en “conseguidor” a sueldo tiene que
rescatar a la hija de un político, abducida por una red de prostitución
infantil. La fragmentación de la mirada llega en esta ocasión a forzar los
límites de la gramática, igualando en una misma secuencia vivencia,
observación, trauma, recuerdo y alucinación culpable. La directora asfixia la
palabra al máximo para dejar que sean las imágenes las que tomen el mando de un
discurso inteligible, pero nada sumiso a las convencionales expectativas de
satisfacción narrativa. La planificación y el montaje no están al servicio de
la literalidad, sino del matiz en esta pesadilla que, entre otros hallazgos, resume
una violenta irrupción en un burdel mediante imágenes de videovigilancia y abre
inesperadas puertas de sentido –la foto a las turistas orientales- en sus
(supuestos) tiempos muertos. Recomendada.
Premio a Mejor Director en el Festival de Sundance. Premio
al Mejor film británico en el Festival de Edimburgo (EIFF) y
Sección Oficial del Festival de Cine Europeo de Sevilla (SEFF 2017).
“El duende ama el borde, la herida, y se acerca a los
sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones
visibles”, decía García Lorca en su conferencia Juego y Teoría del Duende.
Confiesa el director debutante y actor de largo recorrido Francis Lee que su
toma de contacto con el concepto del duende lorquiano, de la mano de un
profesor de Wakefield, le supuso una experiencia transformadora, capaz de
hacerle entender su relación con el paisaje de su infancia en una granja de
Yorkshire y de motivar ahora el regreso a los orígenes que le ha permitido
articular una ópera prima tan pura, madura y personal como “Tierra de Dios”.
Lee no ha estudiado cine, ni escritura de guion. Ni siquiera se considera
cinéfilo. Tras quince años de trayectoria como actor en Londres, decidió
emprender el camino de vuelta a casa para iniciar una carrera como director
entendida en clave de reconciliación con las raíces: tras tres cortometrajes, “Tierra
de Dios” revela un poder de seducción tan esquivo que quizá habría que convenir
en que el norte de Inglaterra también es hábitat propicio para el duende.
En el primer tramo de “Tierra de Dios”, Johnny Saxby, un
joven que vive en compañía de su padre lisiado y su abuela en una remota
granja, tiene un furtivo encuentro homosexual en una feria ganadera. Cuando su
ocasional pareja propone futuros encuentros, el laconismo de Johnny saja el
potencial brote de afecto: “¿Nosotros? ¡No!”. La llegada de un trabajador
rumano a la granja familiar dará pie, más adelante, a un pulso hostil
entreverado de racismo. “Tierra de Dios” no va a facilitar las corrientes de
empatía hacia su protagonista, pero, poco a poco, irá quedando claro, con
extrema delicadeza, que hay emociones y vulnerabilidades que las entiende antes
el cuerpo que el verbo.
Lee cuenta el largo y tortuoso camino hacia el “Nosotros”
de un personaje en apariencia incapacitado para el afecto en una película
austera, apoyada sobre las orgánicas interpretaciones de sus actores, que rompe
con los códigos dominantes de representación de la homosexualidad en el cine. Recomendada.
Asesinato en el Orient Express. (USA, 2017). Dir. Kenneth
Branagh.
El crítico de cine Carlos Boyero nos comenta que tenía un
recuerdo antiguo y muy grato de las novelas de Agatha Christie. “Ocurrió hace
más de cincuenta años, y las localicé con ansia progresiva en la muy heterodoxa
biblioteca de mis abuelos, en una lluviosa y brumosa aldea gallega en la que
ambos ejercían de maestros. No creo que esos libros me provocaran sensaciones
grandiosas, pero sí algo tan agradecible como el entretenimiento, para ir
devorando páginas y haciendo casi siempre inútiles cábalas sobre la identidad
del asesino en intrigas tan bien construidas como similares.
Ignoro si continua reeditándose la obra de esta señora a
la que durante muchas décadas leyó con deleite todo cristo. Nunca retorné a esas
páginas, aunque me aparece una sonrisa cálida cada vez que la memoria cumple su
misión. Y esta me asegura que lo pasé muy bien en compañía de Diez negritos, Cinco cerditos, El asesinato
de Roger Ackroyd, tantos misterios sanguinolentos que debían resolver el
atildado y cerebral detective belga Hercules Poirot y la deliciosa viejecita
Miss Marple. No son esos detectives los que me enamoraron a perpetuidad, como
sí lo hicieron los fascinantes Sherlock Holmes y Philip Marlowe, aunque alguna
huella me dejaron.
El cine y la televisión han adaptado hasta la extenuación
(y sospecho que lo seguirán haciendo, que la moda será eterna) la obra de
Agatha Christie. Con resultados irregulares, lógicamente. Y recurriendo en
bastantes casos al remake, con la certeza de que la audiencia siempre va a
interesarse por las tramas que imaginó escritora tan fértil. Asesinato en el Orient Express, rodada
en 1974, llevaba la firma de Sidney Lumet, ancestral autor de un cine personal,
complejo y sombrío. En ese caso, se limitó a hacer un trabajo muy profesional
que imagino agradecería su cuenta corriente, sin introducir sus obsesiones.
Kenneth Branagh, alguien cuya vocación se centró en algo tan trascendente y
peligroso como adaptar Shakespeare al cine, dirige y protagoniza este remake. Y
lo hace con voluntad de estilo, de encontrar una narrativa visual que se aparte
de las normas básicas del blockbuster. Y su cámara se mueve enérgicamente en
medio de ese tren mítico atrapado por un alud de nieve en las montañas de
Yugoslavia. Allí, el engominado, pulcro y metódico Poirot se propone averiguar
entre un exótico grupo de pasajeros quién se ha cargado a un personaje muy
turbio, alguien cuya vileza hace creíble que sus antiguas y numerosas víctimas
deseen su muerte”. Recomendada.
Tierra firme. (España, 2017). Dir. Carlos Marques-Marcet.
Carlos Marques-Marcet ganó el Goya como mejor director
novato por la refrescante «10.000 KM». Sin mucho más presupuesto, pero con
evidente experiencia acumulada, el joven cineasta recupera a su pareja
protagonista (Natalia Tena y David Verdaguer), a la que añade otro dúo ilustre:
Oona y Geraldine Chaplin. Con estas dobles parejas de lujo, no es mala mano,
cuenta un drama casi convencional, narrado con infrecuente delicadeza y su ya
conocida heterodoxia formal.
Pese al polisémico e irónico título, la historia
transcurre a bordo del barco en el que viven las jóvenes protagonistas. El
reloj biológico de una choca con la libertad genética de la otra y el único
hombre del grupo –hoy es noticia esta excepcional minoría– parece un árbitro
poco neutral. El río avanza y la trama no se detiene nunca, a un ritmo quedo y
elegante. Falta alguna sorpresa, pero es un hermoso tramo de vida, con sus
zarzas y sus pececillos, y con unos actores de una fuerza excepcional. Recomendada.
El fiel. (Bélgica, 2017). Dir. Michaël R. Roskam.
Representante de Bélgica para los Oscars 2018.
Una pareja está en la primera fase de su relación sexual
y amorosa. Desde su primer encuentro se miran con complicidad, deseo y una
mezcla de naturalidad y explosividad. Hay química, son un cañón: desde dentro
del relato, desde el punto de vista narrativo, frases contundentes, elipsis
cortantes; y también desde fuera, desde el carisma, la belleza y la carnalidad
de Matthias Schoenaerts y Adéle Exarchopoulos. Y de pronto: “Cuéntame tu mayor
secreto: Soy un gánster y robo bancos”. Risas. Es imposible. O quizá no. El
ambiente de polar francés de los primeros minutos de “El fiel”, aunque la
película sea belga, estalla con esa frase. El policiaco galo clásico, el cine
negro de Jacques Becker, Claude Sautet y Jean-Pierre Melville, habita en buena
parte de la desigual pero interesantísima película de Michaël R. Roskam,
ambiciosa, atractiva, con instantes de impresión, un trecho melodramático menor
y un giro de guion casi ridículo.
Roskam tiene estilo. Ya lo demostró en la estupenda
película estadounidense “La entrega” (2014), basada en un relato de Dennis
Lehane. Crimen, mafia, reelaboración de la mujer fatal hasta converger en el
drama. Cuánto huelen a polar ciertas novelas de Lehane. Y cuánto huele a polar
la obra del otro nombre clave de “El fiel”: el de Thomas Bidegain, habitual
guionista de las obras de Jacques Audiard. La sombra de “Un profeta” planea por
la escritura de la película de Roskam, en la que ha participado Bidegain, con
un romanticismo que va más allá de la vida y de la muerte. “El fiel” se
desarrolla de un modo que resulta imposible no empatizar con el gánster. Y ahí
la cámara de Roskam tiene mucho que ver: con un aparente truco ético, y con un
detalle narrativo que resuelve la argucia. Nunca se ven los muertos, las
consecuencias de los actos de la pandilla de ladrones y asesinos en la que está
integrado el personaje de Schoenaerts. Como contrapartida, Roskam impone un
escrupuloso mantenimiento del punto de vista.
El mayor problema de la película es que el giro desde la
libertad condicional a la escapada, provocado por el asunto del perro, es de
una gran simpleza. Algo en lo que tampoco ayuda el suicida tercio final del
relato, con el drama por bandera. Sin embargo, pese a ese irregular tramo, “El
fiel” culmina con un emocionante recorrido, tan físico como metafórico, donde
los ojos del protagonista son también los nuestros, y que devuelve a la
película a un fascinante lugar. Allí donde se reencuentran el deseo, la vida y
la muerte. Hasta el último aliento. Recomendada (con reservas).
Saw VIII. (USA, 2017). Dir. Michael
Spierig, Peter Spierig y The Spierig
Brothers.
Si
uno se pone a hacer memoria, puede acabar sintiendo cierto vértigo al recordar
que Puzzle, el genio criminal que sostiene la franquicia “Saw”, murió en la
tercera entrega de la saga y que, a pesar de eso, el chicle se ha ido
estirando, de manera más que imprudente, hasta esta octava entrega que ahora se
estrena. Fundada por James Wan con una de esas eficaces
películas-de-una-sola-idea que durante un tiempo hicieron furor en el género
–Cube (1997), The Blair Witch Project (1999)-, la serie ha sido extremadamente
reiterativa, pero no ha estado exenta de ideas afortunadas: un asesino póstumo
y el tributo a su herencia por parte de sus imitadores, por ejemplo.
Tras
unas cuantas películas solo disfrutables –y descifrables- por sus
incondicionales, “Saw VIII” intenta refundar la marca con cierta distinción.
Los hermanos Peter y Michael Spierig, autores de “Daybreakers” (2009), rompen
con el desaliño formal de los últimos títulos, sin negar a los seguidores la
requerida sucesión de muertes brutales. Por supuesto, para ser totalmente
fieles a la fórmula los cineastas necesitan una pirueta narrativa final que
aquí cobra la forma de un arriesgado juego con el tiempo cinematográfico,
opción que implica un cierto porcentaje de juego sucio con el espectador pero
que aquí se resuelve con una apreciable limpieza en la ejecución y de un modo
afortunadamente conciso. Es muy posible que todo no sea más que una estratégica
inyección de ánimo para que la franquicia pueda conquistar la excelencia
alcanzado nuevas cotas de sádico aburrimiento. No Recomendada.
La higuera de los bastardos. (España,
2017). Dir. Ana Murugarren.
Una
higuera que crece sobre una de las muchas tumbas anónimas que dejó la Guerra
Civil une en el silencio al verdugo de las víctimas y al niño que fue testigo
de esas muertes y reclama la dignidad de una memoria para los suyos. En La higuera, novela con la que el
bilbaíno Ramiro Pinilla añadía, en 2006, una nota al pie del ambicioso edificio
narrativo de su trilogía Verdes valles,
colinas rojas, chocan la sintética elocuencia del lenguaje simbólico con el
imperativo de la literatura realista de dotar de carne y sangre a sus criaturas
y con una tendencia a la explicación redundante de lo que ya resultaba
cristalino. “Una higuera sería un recordatorio eterno. La gente debe olvidar
todo lo que está pasando ahora, y con esa higuera no se olvidaría de ti, de mí
y de todos nosotros”, verbaliza un personaje en la novela, no fuera que algún
lector, a esas alturas, no hubiese establecido la correspondencia entre símbolo
y significado. En La higuera de los
bastardos, adaptación de la novela de Pinilla, Ane Murugarren decide
afrontar su lectura del texto desde la más estricta literalidad.
La
película cuenta una historia de expiación: un falangista se transformará
progresivamente en asceta, movido por el miedo y la culpa. Había en la historia
potencial para un poema alegórico, capaz de abrir vías de acceso a lo
espiritual a través de la pura materialidad de sus elementos. Murugarren, por
el contrario, decide abonarse a algunos de los clichés de cierto cine de la
Guerra Civil –esos falangistas de guardarropa- y cae en inoportunos titubeos
tonales –a ratos, la película quiere ser comedia-. Pepa Aniorte, con verdad y
autoridad interpretativa, y Carlos Areces, con gestualidad expresionista,
logran marcar la diferencia en un conjunto demasiado condicionado por su
sumisión a las fuentes. No Recomendada.
Indestructible, el alma de la salsa.
(España, 2017). Dir. David Pareja.
A
forma de largometraje documental dirigido por David Pareja, 'Indestructible, el
alma de la salsa' hace un recorrido visual por la trayectoria de la salsa a lo
largo de la historia, desde sus inicios hasta que Diego el Cigala consigue
coger el género y hacerlo suyo. El Cigala, acompañado de mitos vivos de la
salsa viajan de Colombia a Nueva York pasando por Cuba, Puerto Rico, Madrid,
República Dominicana o Miami para mostrar la unión de diferentes culturas pero
con una cosa en común: la indestructible salsa. Inspirando nuevos pasos a un
ritmo que antes que nada es vida, es alegría, es esperanza y es sueño. No Recomendada.
Paddington 2. (Reino Unido, 2017).
Dir. Paul King.
La
vuelta de este excepcional personaje, el oso Paddington, tiene la virtud de
insistir en todas esas cualidades «humanas» que tanto sorprendían en la
película anterior. No choca Paddington porque hable, sino porque lo hace con
propiedad; ni porque mantenga una relación «normal» con la familia de la casa,
el vecindario o la ciudad de Londres, sino porque lo hace con educación,
generosidad y buen humor. ¿De cuántos seres humanos se pueden decir tales
cosas? En esta ocasión, las aventuras de Paddington entre sus vecinos son de
una pureza cósmica, tan apropiadas para ser vistas por ese universo transversal
que llamamos familia, y están cargadas de entretenimiento, ritmo y una malicia
naïf que puede considerarse maravillosa. Los malabares de la función no
pertenecen en exclusiva al oso, pues el actor Hugh Grant se encarga con grandes
dosis de ironía y autoparodia de buscarle las cosquillas al oso y al
espectador. Digamos que borda su papel de villano egocéntrico y simplón. El
argumento es fácil de seguir, pero divertido y enérgico, y técnicamente Paul
King, el director de las dos películas, logra una mayor precisión en los
detalles y más encanto y sentimiento. Es el triunfo de la ingenuidad, la
honestidad y la bonhomía. Ya tienen una película familiar para ver estas
navidades. No
Recomendada.