Título original: Lost in Translation. Dirección: Sofia Coppola. País: USA. Año: 2003. Duración: 105
min. Género: Comedia dramática.
Sofia Coppola (Guión), Brian Reitzell, Kevin Shields,
Air, Roger Joseph Manning Jr (Música),
Lance Acord (Fotografía), Sarah
Flack (Montaje), K.K. Barrett, Anne Ross (Dirección artística), Sofia Coppola,
Ross Katz (Producción).
Oscar 2003 al Mejor Guión
Original. Globo de Oro 2003 a la Mejor Película (Comedia). César 2004 a la
Mejor Película Extranjera. Mejor Película Extranjera 2003 en los Premios del
Cine Alemán.
Estreno en España: 13 febrero 2004.
Reparto: Scarlett Johansson (Charlotte),
Bill Murray (Bob Harris), Giovanni
Ribisi (John, esposo de Charlotte), Anna Faris (Kelly, amiga de John), Akiko
Takeshita (Señora Kawasaki), Catherine Lambert (la cantante de jazz), Fumihiro
Hayashi (Charlie Brown), Takashi Fujii (el presentador de TV), François Du Bois
(el pianista).
Sinopsis:
Bob Harris, un actor
norteamericano en decadencia, acepta una oferta para hacer un anuncio de whisky
japonés en Tokio. Está atravesando una aguda crisis y pasa gran parte del
tiempo libre en el bar del hotel. Y, precisamente allí, conoce a Charlotte, una
joven casada con un fotógrafo que ha ido a Tokio a hacer un reportaje; pero
mientras él trabaja, su mujer se aburre mortalmente. Además del aturdimiento
que les producen las imágenes y los sonidos de la inmensa ciudad, Bob y
Charlotte comparten también el vacío de sus vidas. Poco a poco se hacen amigos
y, a medida que exploran la ciudad juntos, empiezan a preguntarse si su amistad
podría transformarse en algo más.
Comentarios:
Hay ocasiones en las que
los silencios resultan mucho más elocuentes que las palabras, por bien escritas
que estén o por muy convincentes que suenen. Hay veces en las que la emoción
resiste cualquier tipo de análisis, momentos mágicos en los que la pantalla
transmite algo que se te mete por los ojos y va directamente a lo más profundo,
a tu corazón, a tu estómago o a donde sea que se esconde esa parte de nosotros
que no entiende de razones y explicaciones, que se limita a sentir y a
conectarse con una emoción pura que rompe la barrera entre creador y
destinatario de la obra convirtiendo a este último en cómplice de ese misterio
que rodea a algunas películas que parecen hechas expresamente para uno mismo.
Suelen ser obras que apelan a lo más elemental, al tema más universalmente
retratado (no ya por el cine, sino por cualquier manifestación artística) y al
mismo tiempo, fuente inagotable de historias: el amor, la necesidad de afecto,
la huida de la soledad, de ese vacío emocional que parece tan intrínseco al ser
humano.
De todo ello habla
"Lost in translation", película que pertenece a ese raro grupo de
obras inclasificables, que se resisten a cualquier etiqueta, bien porque su
naturaleza escapa a las mismas, bien porque cualquier calificativo que pueda
hacerse sobre ella afronta el riesgo de quedarse corto o, al menos, resultar
insuficiente para abarcar su peculiar condición, precisamente porque su
importancia va mucho más allá de las palabras. A ese grupo privilegiado
pertenecen obras tan distintas entre sí en planteamientos y resultados como
"Breve encuentro" (David Lean, 1945), "Los puentes de
Madison" (Clint Eastwood, 1993), "Antes del amanecer" (Richard
Linklater, 1994), "Una relación privada" (Frederick Fonteyne, 1999), o "Deseando
amar (In the mood for love)" (Wong Kar Wai, 2000); pero películas todas
ellas en las que se parte del argumento más elemental del mundo, (un hombre,
una mujer y la relación que se establece entre ellos) para reflexionar sobre lo
que muchos consideramos como la parte más esencial de la vida, ese universo tan
maravilloso y apasionante como fugaz y frágil al que todos aspiramos a vivir
con toda su intensidad al menos una vez a lo largo de nuestra existencia. No
existe aspiración más humana y universal que esa necesidad de compartir, de
crear, de sentir y abandonarse en el que está a tu lado, más allá de su
condición de pareja, amante, esposo, objeto del deseo o casual coincidencia en
tu vida.
Bob es un actor maduro
que ha sobrepasado la cincuentena. Su presencia en Tokio tiene que ver con un
suculento contrato publicitario para promocionar una marca de whisky, pero se
percibe con facilidad que huye de un cierto naufragio existencial (“¿Tengo que
preocuparme, Bob?”, le dice su esposa al móvil, “Sólo si tú quieres”, contesta
él). Charlotte es una veinteañera recién casada con un fotógrafo demasiado
ocupado con sus obligaciones laborales al que ha acompañado a la misma ciudad y
en la que rápidamente se encuentra sola, intentando comprender ese vacío que
empieza a sentir en su interior (“Hoy he estado en un templo budista, había
monjes rezando en voz alta y no he sentido nada”, confiesa entre lágrimas de
impotencia a una amiga al teléfono) y que la hace sentirse más y más perdida.
Ambos comparten un espacio común, un aséptico e impersonal hotel que, en cierto
modo, les protege del otro gran protagonista de la historia: la misma ciudad de
Tokio, una urbe alienígena que no llega a ser hostil, pero está llena de luz de
neón, ruido y de una cultura extraña que aumenta aún más su confusión interior,
esa indefinible sensación de vacío y de pérdida. Están destinados a encontrarse
y a entenderse.
Sofia Coppola, que ya nos
sorprendió agradablemente en su momento con esa película tan personal, atrevida
y extrañamente poética que era "Las vírgenes suicidas", aborda la
peripecia de estos náufragos existenciales a la deriva, desplazados tanto
física como emocionalmente, desde una perspectiva tan brillante como sensible.
En un tiempo en el que el cine parece depender como nunca del diálogo como
medio de expresión, ella busca constantemente la imagen, el silencio y las
miradas cómplices para recrear una de las historias de amor más fascinantes y hermosas
de los últimos tiempos. Más allá de que domine ese equilibrio siempre difícil
de conseguir entre drama y comedia (administrando hábilmente las dosis de humor
que provoca la mirada entre irónica y desconcertada de un Bill Murray inmerso
en la incomprensible cultura nipona con la amarga sensación de incómoda soledad
que desprende Scarlett Johansson en la habitación de su hotel, mientras
contempla desde su ventana la ciudad), Coppola consigue que el proceso de
acercamiento entre dos seres tan aparentemente opuestos sea tan natural como
inevitable. Dos personas que no saben nada el uno acerca del otro, que están de
paso en esa ciudad inescrutable, pero que disponen del tiempo suficiente para
compartir sus soledades y cruzarse de forma silenciosa, casi imperceptible,
intimidades que ocultan a sus seres queridos y hasta a sí mismos.
La comunicación de estos
dos personajes está construida por esas miradas de comprensión de dos personas
que, mucho más allá de sus evidentes diferencias, reconocen el uno en el otro
la misma necesidad de compartir parte de ese vacío que no son capaces de
definir, mucho menos de expresar. Coppola crea un ambiente mágico en el que una
copa nocturna en el deprimente bar del hotel, una película compartida en una
habitación para combatir el insomnio, un alocado paseo por esa ciudad que
parece fruto de una alucinación, una carta deslizada debajo de una puerta o una
caricia furtiva se convierten a ojos del espectador en momentos de enorme
fuerza en los que se respira una complicidad que supera cualquier barrera y
que, lenta pero inexorablemente, crean unos profundos lazos de afecto entre
ambos.
Los protagonistas de
"Lost in translation" saben de sobra que el tiempo que van a estar
juntos es pasajero. Su relación es, qué duda cabe, una forma de romance, pero
va mucho más allá de eso: la intimidad que Bob y Charlotte comparten no
entiende de etiquetas fáciles. Decir que eso tan complicado de definir como lo
que se suele llamar química existe entre los dos actores sería desde luego
insuficiente ante la intensidad de la emoción que produce el continuo diálogo
de gestos, roces, miradas y sentimientos que se establece como un torrente
entre ambos (la maravillosa secuencia de la conversación en la cama, coronada
con un sublime detalle de sensibilidad o la conmovedora secuencia del karaoke
son sólo dos ejemplos entre todo un océano de momentos memorables), un mapa de
los muy distintos estados de ánimo que conforman el alma de la película.
Más allá de la exquisita
fotografía de Lance Acord, de la compleja y ajustada banda sonora, del
inteligente trabajo de puesta en escena de Coppola de su propio guión o la
impresionante interpretación de dos actores entregados y sublimes, "Lost
in translation" siempre perdurará en la memoria por un final apoteósico,
de una belleza tal que provoca que broten con facilidad esas lágrimas que sólo
pueden surgir de la emoción pura y nunca manipulada, un final tan inmejorable
como inolvidable. No se extrañe si al terminar la proyección algo le duele y no
sabe exactamente dónde: esta es una de esas películas que apuntan al interior
de uno y remueven lo más profundo. Como esas palabras que, con suerte, a veces
nos han susurrado al oído sin que nadie más las escuche. (David Garrido)
Recomendada.
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