El pasado mes de junio, con ocasión del anunciado regreso de “Twin Peaks”, dedicamos una entrada del blog a la serie de David Lynch. Hoy retomamos esta línea, la de las series, y nos detenemos en una que también se ha convertido en otro clásico, como se dice ahora, “de culto”. No han faltado buenos momentos de cine en este verano, pero os mentiría si no reconociera que lo que más me ha impactado ha sido el visionado tranquilo, refugiado en casa de la canícula, de “The Wire”, las serie escrita por David Simon y Ed Burns para la HBO y que se emitió durante cinco temporadas entre los años 2002 y 2008.
La verdad es que no soy un habitual de las series, por lo que ruego a los que sí lo seáis que me disculpéis: no pretendo redescubrir América ni añadir información adicional a todo lo que se puede encontrar en Internet o en las bibliotecas sobre “The Wire”, que se ha convertido a estas alturas, siete años después, en referencia y en objeto de estudio. Lo que quiero transmitiros es la impresión que me ha producido esta obra de arte de sesenta capítulos que por la calidad de su guión (impecable y sin desmayos a lo largo de cinco temporadas), por su rodaje excepcional (a cargo de muy diversos directores, entre ellos nombres familiares para el cinéfilo como Agnieszka Holland o Milcho Manchevski), por la verdad de sus personajes (una extensa galería de tipos inolvidables interpretados por actores tan desconocidos como formidables), por todo esto y mucho más hace palidecer a cualquier película norteamericana de los últimos diez años si no más. Y no exagero.
Decir que "The Wire” es una serie policíaca está muy bien a efectos clasificatorios, pero resulta tan insuficiente como despachar Don Quijote como “libro de caballerías”. David Simon, que procedía profesionalmente de la prensa de Baltimore (la ciudad del estado de Maryland que es la verdadera protagonista de “The Wire”), y Ed Burns, su colaborador, antiguo policía y buen conocedor del cuerpo “desde dentro”, estructuran toda la serie en torno al trabajo de un grupo de policías que desarrolla su labor en una institución lastrada por la burocracia, el adocenamiento, la corrupción y la escasez de medios (el título, “The Wire”, es una referencia a las “escuchas” telefónicas que periódicamente y a duras penas logran practicar para capturar a los narcos). Sin embargo, a partir de este núcleo policial, los guionistas, como en La Regenta o en Cien años de soledad –por citar dos clásicos muy nuestros– consiguen poner en pie un universo de múltiples caras en el que retratan con lucidez de cirujano, hondura crítica y espíritu humanista (ajeno, eso sí, a cualquier asomo de sentimentalismo) todas las facetas de una ciudad que, frente a sus hermanas Annapolis, capital del estado, y Washington, capital de la nación, representa la cara menos amable del estado de Maryland y, por ende, de la sociedad norteamericana.
Cada temporada “The Wire” se reinventa y nos sorprende con un cambio de rumbo: volvemos a encontrarnos con el núcleo de personajes con el que estábamos familiarizados, pero ahora con niveles diferentes de protagonismo y bajo un patrón argumental que se centra en otro eje temático. Aunque la policía y el narcotráfico de las esquinas de West Baltimore son omnipresentes, nos sumergimos bien en el mundo de los sindicatos del puerto, con sus minorías raciales y nacionales, bien en el de la política municipal (donde el partido republicano es una referencia lejana –la del gobernador en Annapolis–, que se limita a ignorar a la ciudad), bien en el mundo de la enseñanza (la de los jóvenes sin esperanza y atrapados en el ghetto y, más tangencialmente, pero con fuerte carga crítica, la universitaria, no menos burocratizada ni inútil) bien, en la última temporada, en el ámbito de los medios de comunicación. Y el caso es que en todos estos ambientes, aparentemente dispares, el espectador experimenta el conflicto entre la eficacia y la burocracia, entre la profesionalidad y las estadísticas, entre la corrección política y la brutalidad de la calle, entre la realidad y la apariencia en definitiva.
Porque más allá de la ciudad de Baltimore y de los personajes de este bestiario, lo que hace grande a “The Wire” es su validez universal. Sus personajes –frente a lo que es usual en el mundo de las series o del cine de consumo– son de carne y hueso y presentan luces y sombras. Nos identificamos con ellos más allá de sus decisiones porque sus conflictos y sus elecciones son los nuestros, y sus carencias, sus miserias y sus sueños también lo son, ya se trate de narcos, yonquis, policías, políticos, periodistas, abogados o profesores, hombres o mujeres, blancos o negros o hispanos, homosexuales o heterosexuales. No hay lugar para la moral de catecismo ni para los héroes o los villanos de la ficción al uso. Como en las grandes obras de arte, un recorrido por los mil recovecos de su complejo guión nos lleva a formularnos a cada paso, sin respuestas unívocas, las preguntas básicas de la naturaleza humana sobre lo que está bien y lo que está mal, sobre el amor, el odio, el deseo, la vida, la muerte, la renuncia, la derrota, la traición, el sacrificio, el destino, la libertad, la limitación, la decepción, la esperanza, y todo ello en un paisaje urbano decadente que conocemos y nos interpela, porque es el de nuestro tiempo.
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