lunes, 19 de octubre de 2015

El club, de Pablo Larraín



Título original: El club. Dirección: Pablo Larraín. País: Chile. Año: 2015. Duración: 97 min. Género: Drama. Guión: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos y Pablo Larraín. Producción: Juan de Dios Larraín, Rocío Jadue, Juan Ignacio Correo y Mariane Hartard. Jefe de producción: Eduardo Castro C. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Montaje de sonido: Miguel Hormazábal. Postproducción: Cristian Echevarría. Diseño de producción / Vestuario: Esteganía Larraín. Estreno en España: 9 Octubre 2015.
Intérpretes: Roberto Farias (Sandokán), Antonia Zegers (Madre Mónica), Alfredo Castro (Padre Vidal), Alejandro Goic (Padre Ortega), Alejandro Sieveking (Padre Ramírez), Jaime Vadell (Padre Silva), Marcelo Alonso (Padre García), José Soza (Padre Lazcano), Francisco Reyes (Padre Alfonso).

Sinopsis:
Cuatro hombres conviven en una retirada casa de un pueblo costero, bajo la mirada de una cuidadora. Los cuatro hombres son curas y están ahí para purgar sus pecados. La rutina y tranquilidad del lugar se rompe cuando llega un atormentado quinto sacerdote y los huéspedes reviven el pasado que creían haber dejado atrás.

Roberto Farias en "El club"

Comentarios:
Hace unos años, pudimos ver de este director chileno “No” (2012), película interpretada por Gael García Bernal y Rafael Castro (éste último repite en esta nueva producción), que llegó a estar nominada a la mejor película de habla no inglesa en los Premios de la Academia de Hollywood. Ahora, tres años más tarde, nos llega esta nueva cinta de Larraín avalada por el gran premio del Jurado del Festival de Berlín 2015. Por tanto, toda nuestra atención a este producto latinoamericano.
Decir que una película como 'El club' trata simplemente de la pedofilia en la iglesia católica equivale a afirmar que el argumento del Quijote, por poner el mayor de los ejemplos, versa sin más sobre los efectos de la locura en la caballería andante. Aún siendo los dos problemas graves en su sector (el de los curas y el de los desfacedores de entuertos), lo que importa, como siempre, es lo otro. No es el demente que cabalga o, ya que estamos, el pederasta que repugna, sino nosotros, nuestra locura y nuestro asco. Y así.
El crítico Luis Martínez, asistente a la Berlinale, sostiene que Larraín presentó su última película en el Festival de Berlín 2015 y algo, no quedó claro qué, explotó. Muy adentro y muy fuerte. No sólo es su mejor, más cruel y más divertido a la vez, trabajo sino que comparte con obras como 'Saló o los 120 días de Sodoma', de Pasolini, o 'Funny games', de Haneke, la virtud del 'shock'. No es tanto un desafío como una declaración de principios; no es provocación es claridad.
"Nos levantamos y rezamos. Después tomamos el desayuno. Celebramos la misa al mediodía. Comemos a la una. Luego cantamos. A continuación tenemos tiempo libre. Rezamos el rosario a las ocho y media hora después cenamos", comenta tranquila la monja que ordena y regenta la casa en la que viven escondidos de sí mismos y del mundo un grupo de sacerdotes. Importa la puntualidad, el orden y la absoluta normalidad del más triste y repulsivo de los horrores. La propia y hasta santa iglesia (madre de sus súbditos que, por tanto, además son hijos) los tiene ahí ocultos. Ellos se limitan a estar.
A Larraín, un experto en rastrear en la parte de atrás, le interesan los mecanismos ocultos que mueven cosas tales como el abuso, la impunidad o la arrogancia. Ninguno de los allí recluidos es capaz de entender siquiera la gravedad de sus actos y, mucho menos, algo tan elemental como la culpa. Va en el propio mecanismo del perdón el feo vicio de la irresponsabilidad. Las consecuencias de sus actos terrenales, dice el credo que defienden los personajes, no son de este mundo.
Pero no todo es la mediática pederastia; a su lado, un capellán militar pena por su silencio de tanta atrocidad durante la dictadura; otro se esconde por haber robado niños recién nacidos de manos de sus madres; uno más hace tiempo que ha perdido la cabeza pero no queda claro qué (tal vez su homosexualidad no aceptada), y la última, la monja, simplemente paga por obligación. Más sencillo: no falta de nada; la parroquia, cualquiera de ellas, al completo. Si no fuera tan trágico, podría ser comedia. O al revés.

Fotograma de "El club"

Hasta que un día aparezcan por la casa dos sujetos extraños: una víctima enajenada de un pederasta; y el emisario de las nuevas jerarquías eclesiásticas dispuestas a acabar de raíz con el problema. "La institución no puede permitirse albergar en su seno gente incapaz del arrepentimiento", dice el cuerdo.
Como ya hiciera en 'Post mortem' (2010), por ejemplo, donde la dictadura de Pinochet era contemplada desde la modesta sala de una morgue, Larraín se las ingenia para transformar la situación más pretendidamente anómala en algo rutinario, si se quiere sencillo. O ridículo incluso. Lejos de cada plano la impostura de la denuncia, la tentación del melodrama.
Toda la película navega a media luz, entre el sol que se esconde o el día que arranca, enfangada en una tiniebla nada aparatosa. Entre la risa y el horror. No es el infierno, es el alba. Cada gesto busca la cotidianidad del mal, la vulgaridad de lo atroz. De hecho, todos los personajes son, según ellos mismos y su fe, buenos. La perversidad no es obra de seres irracionalmente perversos, sino de individuos perfectamente reconocibles. La enfermedad no es el Mal (así con mayúsculas), sino la indiferencia, la irresponsabilidad o el miedo (todo en minúscula). Y aquí, volvemos al principio, cabemos todos. No es de caballeros andantes de lo que hablamos, hablamos de la locura de estar vivo. 
Es difícil imaginarse qué puede opinar el Papa Francisco, por ejemplo, de una película así. Y tampoco está claro si su opinión tiene la más mínima relevancia. El director advirtió quizá ufano que le importa más la opinión del cine que de la iglesia. Sea como sea, no basta con pedir perdón.


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