Título original: El club. Dirección: Pablo Larraín. País: Chile. Año: 2015. Duración: 97 min. Género: Drama. Guión: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos y Pablo
Larraín.
Producción: Juan de Dios
Larraín,
Rocío Jadue, Juan Ignacio Correo
y Mariane Hartard. Jefe de producción: Eduardo Castro C. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Montaje de sonido: Miguel Hormazábal. Postproducción: Cristian Echevarría. Diseño de producción
/ Vestuario: Esteganía
Larraín.
Estreno en España: 9
Octubre 2015.
Intérpretes: Roberto Farias (Sandokán), Antonia Zegers (Madre
Mónica), Alfredo Castro (Padre Vidal), Alejandro Goic (Padre Ortega), Alejandro
Sieveking (Padre Ramírez), Jaime Vadell (Padre Silva), Marcelo Alonso (Padre
García), José Soza (Padre Lazcano), Francisco Reyes (Padre Alfonso).
Sinopsis:
Cuatro hombres conviven en una retirada casa de un pueblo costero, bajo
la mirada de una cuidadora. Los cuatro hombres son curas y están ahí para
purgar sus pecados. La rutina y tranquilidad del lugar se rompe cuando llega un
atormentado quinto sacerdote y los huéspedes reviven el pasado que creían haber
dejado atrás.
Roberto Farias en "El club" |
Comentarios:
Hace unos años, pudimos ver de este director chileno “No” (2012),
película interpretada por Gael García Bernal y Rafael Castro (éste último repite
en esta nueva producción), que llegó a estar nominada a la mejor película de
habla no inglesa en los Premios de la Academia de Hollywood. Ahora, tres años
más tarde, nos llega esta nueva cinta de Larraín avalada por el gran premio del
Jurado del Festival de Berlín 2015. Por tanto, toda nuestra atención a este
producto latinoamericano.
Decir que una película como 'El club' trata simplemente de la pedofilia
en la iglesia católica equivale a afirmar que el argumento del Quijote, por
poner el mayor de los ejemplos, versa sin más sobre los efectos de la locura en
la caballería andante. Aún siendo los dos problemas graves en su sector (el de
los curas y el de los desfacedores de entuertos), lo que importa, como siempre,
es lo otro. No es el demente que cabalga o, ya que estamos, el pederasta que
repugna, sino nosotros, nuestra locura y nuestro asco. Y así.
El crítico Luis Martínez, asistente a la Berlinale, sostiene que Larraín
presentó su última película en el Festival de Berlín 2015 y algo, no quedó
claro qué, explotó. Muy adentro y muy fuerte. No sólo es su mejor, más cruel y
más divertido a la vez, trabajo sino que comparte con obras como 'Saló o los
120 días de Sodoma', de Pasolini, o 'Funny games', de Haneke, la virtud del
'shock'. No es tanto un desafío como una declaración de principios; no es
provocación es claridad.
"Nos levantamos y rezamos. Después tomamos el desayuno. Celebramos
la misa al mediodía. Comemos a la una. Luego cantamos. A continuación tenemos
tiempo libre. Rezamos el rosario a las ocho y media hora después cenamos",
comenta tranquila la monja que ordena y regenta la casa en la que viven
escondidos de sí mismos y del mundo un grupo de sacerdotes. Importa la puntualidad,
el orden y la absoluta normalidad del más triste y repulsivo de los horrores.
La propia y hasta santa iglesia (madre de sus súbditos que, por tanto, además
son hijos) los tiene ahí ocultos. Ellos se limitan a estar.
A Larraín, un experto en rastrear en la parte de atrás, le interesan los
mecanismos ocultos que mueven cosas tales como el abuso, la impunidad o la
arrogancia. Ninguno de los allí recluidos es capaz de entender siquiera la
gravedad de sus actos y, mucho menos, algo tan elemental como la culpa. Va en
el propio mecanismo del perdón el feo vicio de la irresponsabilidad. Las
consecuencias de sus actos terrenales, dice el credo que defienden los
personajes, no son de este mundo.
Pero no todo es la mediática pederastia; a su lado, un capellán militar
pena por su silencio de tanta atrocidad durante la dictadura; otro se esconde
por haber robado niños recién nacidos de manos de sus madres; uno más hace
tiempo que ha perdido la cabeza pero no queda claro qué (tal vez su
homosexualidad no aceptada), y la última, la monja, simplemente paga por
obligación. Más sencillo: no falta de nada; la parroquia, cualquiera de ellas,
al completo. Si no fuera tan trágico, podría ser comedia. O al revés.
Fotograma de "El club" |
Hasta que un día aparezcan por la casa dos sujetos extraños: una víctima
enajenada de un pederasta; y el emisario de las nuevas jerarquías eclesiásticas
dispuestas a acabar de raíz con el problema. "La institución no puede
permitirse albergar en su seno gente incapaz del arrepentimiento", dice el
cuerdo.
Como ya hiciera en 'Post mortem' (2010), por ejemplo, donde la dictadura
de Pinochet era contemplada desde la modesta sala de una morgue, Larraín se las
ingenia para transformar la situación más pretendidamente anómala en algo
rutinario, si se quiere sencillo. O ridículo incluso. Lejos de cada plano la
impostura de la denuncia, la tentación del melodrama.
Toda la película navega a media luz, entre el sol que se esconde o el día
que arranca, enfangada en una tiniebla nada aparatosa. Entre la risa y el
horror. No es el infierno, es el alba. Cada gesto busca la cotidianidad del
mal, la vulgaridad de lo atroz. De hecho, todos los personajes son, según ellos
mismos y su fe, buenos. La perversidad no es obra de seres irracionalmente
perversos, sino de individuos perfectamente reconocibles. La enfermedad no es
el Mal (así con mayúsculas), sino la indiferencia, la irresponsabilidad o el
miedo (todo en minúscula). Y aquí, volvemos al principio, cabemos todos. No es
de caballeros andantes de lo que hablamos, hablamos de la locura de estar vivo.
Es
difícil imaginarse qué puede opinar el Papa Francisco, por ejemplo, de una
película así. Y tampoco está claro si su opinión tiene la más mínima
relevancia. El director advirtió quizá ufano que le importa más la opinión del
cine que de la iglesia. Sea como sea, no basta con pedir perdón.
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