sábado, 26 de mayo de 2018

Los estrenos en Sevilla de 25-05-2018


7 películas se estrenan el 25 de mayo de 2018 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Tres producciones son francesas, una estadounidense, una británica, una italiana y una australiana. Esta semana se queda sin editar en la cartelera sevillana el thriller estadounidense “Blanco perfecto” (Downrange) (Ryuhei Kitamura, 2017) y el drama polaco “Playground” (Bartosz M. Kowalski, 2016), presentado en la sección oficial del Festival de San Sebastián 2016. Algunas ausencias que lamentamos y vayamos con el repaso semanal de lo estrenado en Sevilla.       


Caras y lugares. (Francia, 2017). Dir. Agnès Varda & JR.   
Presentada en la sección oficial (fuera de competición) del Festival de Cannes 2017. Mejor Documental en el Festival de Toronto y nominada al Oscar 2017 a Mejor Película Documental.
Documental en el que colabora la veterana directora Agnès Varda y el artista gráfico urbano y fotógrafo JR.
Armada con una ligerísima cámara Mini DV, Agnès Varda logró, con “Los espigadores y la espigadora” (2000), uno de esos trabajos que, bajo su modestia militante, sembraban la posibilidad de un cine futuro sin olvidar la memoria del medio: incluso los cronogramas precinematográficos de Étienne - Jules Marey eran invocados en la libérrima estructura de una película entendida como cuaderno de notas abierto al azar. La cineasta registraba la anticipación de un inmediato porvenir colectivo, definido en la precariedad, al filmar a quienes subsistían recogiendo las sobras de la sociedad del exceso y, al mismo tiempo, se autorretrataba como una auténtica espigadora de imágenes, capaz de articular sentidos a partir de la heterogeneidad de sus materiales encontrados. Integrada en el relato, Varda reflexionaba sobre el paso del tiempo, daba rienda suelta a su capacidad para el juego y se revelaba como gran retratista al natural: alguien capaz de escuchar y extraer la esencia de quienes se colocaban frente a su objetivo.
“Caras y lugares” parece una consecuencia natural de ese trabajo: la asociación creativa entre la cineasta y el artista JR –cuya obra se fundamenta en la colocación de fotografías de grandes dimensiones sobre espacios públicos- coloca el foco sobre uno de los múltiples rostros de una obra tan rica como “Los espigadores y la espigadora”, al explorar la fusión entre territorios y las identidades que los habitan. La película es, así, un nuevo cuaderno de viaje, cuyas estaciones de paso van siendo transformadas por instalaciones artísticas efímeras que siempre están al servicio de una idea pertinente, el recuerdo de una ausencia o una reivindicación, ya sea esta la de una resistencia numantina en una comunidad vaciada, la de la fuerza colectiva de los trabajadores de una empresa, la de la cultura ganadera no cegada por una productividad mutiladora o la importancia (totémica) de las mujeres que están al lado de los estibadores de Le Havre.
Lo único que se podría reprochar a este trabajo excelente es que haga demasiado evidente la construcción de esos momentos en los que Varda y JR funcionan como reflexiva pareja cómica. Y ese incrementado tono de buenrollismo que hace temer que, tras cualquier esquina, pueda aparecer James Rhodes dispuesto a entregar el premio a la croqueta del año. El chasco godardiano en el desenlace acude al rescate de ese azar que definió, de principio a fin, el recorrido de la germinal “Los espigadores y la espigadora”. Recomendada.



Disobedience. (Reino Unido, 2017). Dir. Sebastián Lelio.
Película que tuvo una presentación especial en el Festival de Toronto.
Drama con elementos de homosexualidad, interpretado por Rachel Weisz, Rachel McAdams, Alessandro Nivola y David Olawale Ayinde.
No resulta demasiado complicado entender por qué Rachel Weisz llamó al chileno Sebastián Lelio para dirigir la adaptación de la primera novela de la autora británica Naomi Alderman, publicada en 2006: al igual que “Gloria” (2013) y “Una mujer fantástica” (2017), “Disobedience” es una historia que sintetiza la dinámica del melodrama en el pulso entre el deseo (femenino) y la ley (patriarcal). Al igual que Marina Vidal, la heroína de “Una mujer fantástica”, Ronit Krushka, el personaje que aquí interpreta Rachel Weisz, es alguien que reclama su derecho al duelo en un entorno que se manifiesta hostil: el círculo familiar y religioso de ese difunto padre rabino del que la protagonista se desafilió cuando decidió emprender una vida independiente en Nueva York como artista de la fotografía, lejos de esa opresiva ortodoxia religiosa de la comunidad judía londinense.
Lelio es consecuente con su discurso y también especialmente meticuloso en la descripción de ese ambiente helado, donde las mujeres parecen habitar, en interiores, unos limbos de aislamiento que se dirían la versión contemporánea de una pintura de Vilhelm Hammershøi. Lo que activará el conflicto será la reactivación del deseo que Ronit vivió en su adolescencia por su amiga Esti Kuperman –una magnífica Rachel McAdams, que se ajusta sus pelucas como quien se ciñe una mordaza o una renuncia vital-, casada hoy con un amigo de juventud de las dos llamado a ser el heredero en la sinagoga del legado y la autoridad del rabino muerto.
Un sermón en el clímax que entra y sale de foco, mientras las lágrimas afloran en la mirada de Esti, aporta el gran pico de fuego expresivo en esta película notable, si bien algo forzadamente circunspecta, en la que Lelio pierde algo de identidad en la traducción. Recomendada.



Sweet Country. (Australia, 2017). Dir. Warwick Thornton.
Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia 22017.
Inspirada en una historia real sucedida en el interior de Australia en 1929, western enclavado en los años 20, protagonizado por Hamilton Morris, Bryan Brown, Sam Neill, Thomas M. Wright, Matt Day y Ewen Leslie.
Pocas películas australianas hay célebres donde la influencia del paisaje no sea esencial. Hasta alcanzar el terreno de lo ancestral, de lo sobrenatural, de lo infeccioso. Un estado de insuperable afectación al que ya se acercaron cineastas tan distintos como Nicolas Roeg, Ted Kotcheff, Peter Weir, Lee Tamahori y Ray Lawrence en obras inolvidables como “Walkabout”, “Despertar en el infierno”, “Picnic en Hanging Rock”, “Guerreros de antaño” y “Lantana”, y al que ahora regresa el cineasta local Warwick Thornton con la notable “Sweet Country” y de innegable título irónico: un salvaje western inspirado en una historia real, acaecida en el periodo de entreguerras del siglo XX, que nos retrotrae a un tiempo de despiadada discriminación de la población aborigen, por desgracia, aún no superado del todo.
El rojo de la sangre y el blanco de la inocencia, desprendidos de una superficie árida, polvorienta y maléfica, son los tonos protagonistas de una película marcada por el aislamiento social, por el tiránico reino del hombre blanco frente al negro, y, ya en lo formal, por la sistemática de narración y montaje de uno de los directores antes citados, el británico Roeg y su cut-up: esa técnica de montaje heredera de la literatura, aunque pergeñada por los dadaístas en los años 20, mediante la cual una secuencia pierde su linealidad temporal para, en un nuevo orden que poco tiene de caprichoso y mucho de poético, adquirir un nuevo significado o una lectura a la que no se hubiera llegado si se hubiese montado de un modo cronológico.
Western de escapada y de búsqueda, como tantos otros de John Ford y de Budd Boetticher, de “Centauros del desierto” a “Seven men fron now”, “Sweet country” adquiere de este modo los tonos líricos que Roeg imprimió a su “Walkabout”, también con protagonismo aborigen, con esos planos a medio camino entre el inserto desconcertante y la desestructura narrativa, que o bien adelantan algún aspecto del futuro o retroceden hasta un implacable aspecto del pasado de los personajes. Y desembocando en una última parte del relato marcada por el drama judicial, donde quizá surge la única tacha de una película cerca de lo excelente. Un error de guion que provoca que en el proceso por asesinato el juez deba averiguar hechos que, salvo un único dato clave, el espectador ya conoce. Y, al hacerse demasiado hincapié en ello, el tiempo del juicio se hace innecesariamente moroso. Recomendada (con reservas).



Han Solo. Una historia de Star Wars. (EE.UU., 2018). Dir. Ron Howard.
Presentada en la Sección Oficial (fuera de concurso) del Festival de Cannes 2018.
Precuela de la saga Star Wars, en la que se conocen los primeros pasos que dio el personaje de Han Solo, interpretada por Alden Ehrenreich, Emilia Clarke, Donald Glover, Woody Harrelson, Thandie Newton, Phoebe Waller-Bridge, Warwick Davis, Clint Howard, Paul Bettany y Richard Dixon. 
Lo fácil sería afirmar que resulta imposible que una película por la que han pasado varios directores, que se ha enfrentado a despidos y a cambios de reparto y que supuestamente ha rehecho bastante más de la mitad de lo que ya se había filmado, pueda estar cerca de la excelencia. Lo fácil sería decir que es improbable que un personaje inmortal alcance en una historia sobre su juventud la mítica de su ascendente y más cuando su intérprete es una leyenda en sí mismo. Pero solo hay que recordar lo que ocurrió en el rodaje de “Lo que el viento se llevó”, o lo que logró Robert De Niro con el Vito Corleone de la segunda entrega de “El padrino”, para confirmar que en esto del cine nadie sabe nada y que incluso de los terremotos laborales puede surgir una obra maestra. ¿Palabras mayores? Sí, por supuesto, pero la saga galáctica también forma parte de esa liga de palabras mayores, y Han Solo, como se ocupa de subrayar su subtítulo, es Una historia de Star Wars.
De modo que abordemos la película que es, y no la que hubiera podido ser, y desprendámonos de los prejuicios en torno a la aureola de un personaje fascinante, porque el trabajo de Alden Ehrenreich, sonrisa carismática, gesto burlón, heredero de Harrison Ford, quizá sea lo mejor de la función, Eso sí, de una función desteñida, en tiempos de ausencia de riesgo, y de errónea concepción artística en relación con su tono narrativo.
Al mando de un académico como Lawrence Kasdan, guionista de “El imperio contraataca”, el relato de Han Solo regresa a la linealidad temporal, y al clasicismo original de las aventuras espaciales que articulaban la primera trilogía de la saga. Aunque, como se ocupa de resaltar el texto del prólogo, ataviado con un espíritu de salvaje Oeste, que lo hace entroncar con el género, en cierto modo, hermano del que inspiraba la concepción original de George Lucas: el cine de samuráis.
Así, pese a algún apunte inicial de corte social, con esas secuencias de colas de refugiados que podrían servir de metáfora de la realidad contemporánea, la historia de Kasdan apela a la aventura y al western clásicos para conformar una película que, en su visualización posterior, Ron Howard y sus ayudantes artísticos se ocupan de emborronar. Porque, frente al romanticismo de la pareja de protagonistas, plena de química entre Ehrenreich y Emilia Clarke, la imagen de Han Solo está presidida por un infecto tono marrón: en los escenarios, en la escala fotográfica e incluso en el vestuario. Particularidades formales que podrían encajar en un western crepuscular, de tiempo que se agota, pero nunca en la desprejuiciada space opera que se supone que había escrito Kasdan, de época que comienza.
Mientras, Howard aporta su experiencia como narrador, pero, como nunca fue nadie en materia de cine de acción, despliega en las secuencias de lucha y combate una puesta en escena y un montaje añejos, sin chispa ni garra. Un aire frustrante del que solo se escapa en la media hora final, gracias a la ambigüedad de dos de sus personajes —uno en el sentido más macarra del término, al estilo del salvaje Oeste que debería ser toda la película; y un segundo en un sentido más trascendente—, y a un escenario que sin ser nada del otro mundo, un simple cielo azul, acaba otorgando luz a una innecesaria oda al color marrón gris. No Recomendada.



El doctor de la felicidad. (Francia, 2017). Dir. Lorraine Levy.
Comedia francesa interpretada por Omar Sy, Ana Girardot, Alex Lutz, Hélène Vincent, Pascal Elbé y Audrey Dana.
Omar Sy ha alcanzado el estatus de «Intocable», la película que lo lanzó a la fama. Encasillado en sí mismo en papeles que domina, el actor francés es aquí un granujilla reconvertido en médico, con o sin título, que ve en el noble arte de curar la oportunidad de hacer dinero. Su personaje llega a un pueblecito con la misma capa que Juliette Binoche en «Chocolat». Tiene un don para calar a la gente y el encanto de utilizarlo sin resultar cínico. En el fondo es un hombre bueno que hace el bien, quizá para un propósito equivocado. El problema de la película es que, del alcalde al cartero, todo los habitantes de Saint-Maurice son tontos, digámoslo sin tapujos. Si tienen una poción mágica, como los vecinos de Astérix, la fórmula es un desastre. El cura (Alex Lutz) es una caricatura. Se salva la chica guapa, por supuesto, encarnada por Ana Girardot.
Con todo, la historia es simpática y sencilla, aunque no ayude la fórmula americana, pseudocapriana, ni el tono de falsete, sobre todo porque no estamos ante una comedia decidida o que genere unas ganas irresistibles de reír. Quizá acuse en exceso el origen teatral de la historia (y del reparto), escrita y dirigida por la directora Lorraine Lévy a partir de una popular obra de Jules Romains. Tanto, que el texto había sido adaptado en otras tres ocasiones, la última en 1951, justo cuando está ambientada esta versión. Omar Sy, como es natural, es el más negro y menos oscuro de los cuatro protagonistas. No Recomendada.



La chica en la niebla. (Italia, 2017). Dir. Donato Carrisi.
El novelista Donato Carrisi dirige la adaptación de su propia novela "La chica en la niebla".
Premio Menor Director Novel en los Premios italianos David di Donatello.
Thriller italiano interpretado por Toni Servillo, Alessio Boni, Lorenzo Richelmy, Jean Reno, Galatea Ranzi y Greta Scacchi.
El elefantiásico auge en todo el mundo de la novela de tintes negros que aúna crímenes, deducción y misterio está llevando a que ciertas tramas se parezcan tanto entre ellas que, al ser llevadas al cine, junto a sus peculiaridades ambientales y de tono, resulte inevitable emparentarlas. Incluso a pesar de la dificultad de que se hayan podido contagiar las unas con las otras, como es el caso de las relatadas en la novela italiana “La chica en la niebla”, publicada por Donato Carrisi en el año 2015, y en la española “El guardián invisible”, escrita por la española Dolores Redondo en 2013.
Desaparición y muerte violenta de una adolescente, en una intriga que termina relacionándose con otros crímenes anteriores; pueblo pequeño alejado de la urbe donde todos se conocen; paraje natural de fuertes implicaciones de corte atávico; destellos mágicos de superstición y brujería, e investigador policial tan obsesionado por el caso que acaba resucitando sus propios fantasmas del pasado. Aspectos que comparten ambas novelas y, por supuesto, sus dos adaptaciones homónimas: la de Fernando González Molina en el caso de la española, y la del propio escritor Carrisi, en su debut como director, en el de la italiana.
Eso sí, con una clara diferencia: “La chica en la niebla” lleva a un desenlace tan rocambolesco, barroco e inverosímil en términos de cotidianidad, sentido común y plausibilidad, que Carrisi hace bien desde el inicio en narrar su historia alejándose del realismo y acercándose a la fábula de corte onírico y alucinatorio, como un hitchcock de bolsillo y un tanto de saldo. Un distanciamiento de la materialidad que alcanza a la fotografía y a la dirección artística, e incluso a sus intérpretes. Aunque uno de los principales problemas de su película sea que cada una de sus actuaciones parezca estar anclada en un método distinto y Carrisi no haya logrado unificarlas: desde la sobreactuación casi guiñolesca de Toni Servillo y Galatea Ranzi, hasta el naturalismo de Alessio Boni.
Algo que no evita que, gracias a la malsana fascinación que desprenden este tipo de casos, y a la interesante reflexión sobre la influencia del sensacionalismo y de los medios de comunicación, de los que se puede aprovechar hasta la policía para manejar tiempos y acabar provocando errores en los sospechosos más cercanos, como hemos visto en recientes casos reales de la vida social española, “La chica en la niebla” nunca deje de interesar. Si luego su churrigueresca conclusión es tragable o intolerable deberá resolverlo cada uno, pero lo más probable es que los amantes del best seller tengan suficiente con su entretenido pasatiempo criminal de más de dos horas. No Recomendada.



Corporate. (Francia, 2016). Dir. Nicolas Silhol.
Drama francés sobre el mundo del trabajo, interpretado por Céline Sallette, Lambert Wilson, Stéphane De Groodt, Yun Lai y Hyam Zaytoun.
El concepto de rentabilidad vigente en las últimas décadas es una espada de Damocles que pesa sobre casi todos los que trabajan para cualquier empresa. La gestión de esa amenaza corre a cargo habitualmente del departamento de Recursos Humanos, el que encabeza la protagonista de la ópera prima de Nicolas Silhol, que cuenta en clave de thriller la encrucijada laboral y moral que sobresalta su exitosa carrera en relación a uno de los empleados sobrantes, uno de esos que no cumple los objetivos y víctima, como tantos otros, de maquiavélicos mecanismos de aislamiento y eliminación de práctica habitual.
Emilie, el personaje que encarna con sobria brillantez Céline Sallette, se pone a prueba a sí misma a la hora de asumir las consecuencias mal calculadas de sus decisiones y de sostenerlas o rebatirlas ante una cúpula directiva de escasos o nulos escrúpulos, capaz de poner en marcha un plan que antepone la sumisión y los beneficios a cualquier otra consideración. Intranquilizador retrato del mundo en que vivimos. No Recomendada.


jueves, 24 de mayo de 2018

La música en el Cine: Luchino Visconti

Programa nº 004 de "La música en el Cine".
25 de mayo de 2018.  Radio Tomares (92.0 FM)
"La música en el Cine" es un programa de Linterna Mágica en Radio Tomares

lunes, 21 de mayo de 2018

Con faldas y a lo loco


Pero tú no eres una mujer. Eres un hombre.
Ni en broma puedes casarte, ¿y el porvenir?




Chicago, 1929: Jerry (Jack Lemmon) y Joe (Tony Curtis), un par de músicos frustrados, son testigos involuntarios de una matanza entre gánsteres. Huyendo de sus perseguidores, se suben a un tren con destino a Florida disfrazados de miembros de una orquesta femenina. Ambos se las arreglan con la farsa de forma distinta. Joe, alias Josephine , se enamora de la infeliz cantante de ukelele Sugar Kane (Marilyn Monroe) y busca maneras de deshacerse de su disfraz. Jerry, en cambio, empieza a cogerle cariño a su papel de Daphne. Y es que ha encontrado a un admirador ardiente-y sobre todo rico- en el canoso industrial Osgood Fielding III (Joe E. Brown).Los líos inevitables alcanzan su punto culminante cuando Botines Colombo (George Raft) y su banda se hospedan precisamente en el mismo hotel…


¿Por qué rodó Billy Wilder su película más famosa, para muchos la comedia más perfecta de todos los tiempos, en blanco y negro? Sólo hay que imaginarse en technicolor a dos hombres maquillados para intuir las complicaciones artesanales de un argumento tan simple en apariencia. Pero “Con faldas y a lo loco” es mucho más que una comedia de travestidos. El film es un homenaje a los primeros años del cine, a las películas de gánsteres de Hollywood, a las comedias locas de los años 40 y también al slapstick o cine de payasadas de los Hermanos Marx. Con esos ingredientes y todos sus recursos artísticos, Wilder prepara un cóctel lleno de chispa y efectos desenfrenados que apunta directamente a la carcajada y le debe su sabor agridulce al verdadero tema: el sexo.


Si alguien vio la película por última vez en la infancia, no la reconocía. Incluso los diálogos más inocentes contienen alusiones obscenas al amor libre, la homosexualidad o la impotencia. En la versión original, el lamento resignado de Sugar I always get the fuzzy end of the lollipop, despierta asociaciones que sólo podían escapar a los censores. En la versión española, la frase se tradujo como: “Siempre me toca cargar con la peor parte” y así, aunque ese es su significado, se pierde el sentido fálico que la palabra “lollipop”, pirulí en español, le confiere al original.


No menos atrevida fue la coherencia de Wilder al organizar su comedia en torno a crueles contradicciones: sexo y dinero, vida y muerte, realidad y apariencia, gánsteres y músicos, hombres y mujeres. Toda la comicidad se basa en esos opuestos y en una forma de invertirlos que pone los pelos de punta. Para impresionar a Sugar, el viril Joe se disfraza de magnate del petróleo corto de vista y con problemas de impotencia. Así, pues, la cita en el yate de Osgood no sólo sirve para seducirla, sino también para que ella le seduzca. La constante preocupación de Wilder por obligar a sus héroes a ir disfrazados durante casi toda la película provoca gags cada vez más delirantes. Pero, en realidad, se trata únicamente de sobrevivir; aunque al pensar en la luna de miel con Osgood (Él quiere ir a la Riviera, pero yo me inclino por las cataratas del Niágara), Jerry desearía estar muerto.


Todo es leyenda en esta película, desde el vestido casi invisible que lleva Marilyn mientras canta I wanna be loved by you, hasta la asombrosa reacción de Osgood ante la verdadera identidad de Daphne: “Nadie es perfecto”. La larga búsqueda de esta última línea de texto fue tan rocambolesca como las pruebas de vestuario con el diseñador de ropa Orry-Kelly. A Billy Wilder y a Tony Curtis, el rodaje caótico con Marilyn Monroe les ofreció tema de conversación suficiente para toda una vida. Unas veces, la actriz no se presentaba en el plató; otras, necesitaba más de cuarenta tomas para una frase tan simple como: ¿Dónde está el coñac?  Para Curtis y Lemmon, los tiempos de espera significaron un martirio con los zapatos de tacón puestos y, según contó Wilder, él sufrió un ataque de nervios. No obstante, el director quedó entusiasmado después con la presencia de la estrella en la pantalla y su sentido del ritmo de la comedia, que ambos perfeccionaron juntos en esta película.


Con faldas y a lo loco narra también la triste historia de la desesperada diosa del sexo Marilyn Monroe. Empujada a la bebida por sus ideales románticos y por hombres irresponsables, Sugar suspira por un compañero comprensivo. ¿Fue una casualidad que, con el heredero con gafas de la petrolera Shell, Wilder le estuviera sirviendo el vivo retrato de su esposo intelectual, Arthur Miller?


Sea como sea, en el corazón de la alocada historia se encuentra un sentimentalismo que supera con soltura al cinismo de Wilder, a menudo censurado. Sugar recibe el beso redentor de una mujer, el ligón reconvertido Joe, que no vacila en revelar sus verdaderos sentimientos en medio del escenario y travestido. Al final, él y Jerry han experimentado lo que la otra mitad soporta todos los días. Marilyn Monroe murió pocos años después. Su película más hermosa aún vive.


En su autobiografía, Tony Curtis escribió sin tapujos sobre una dura infancia judía en Brooklin y sobre la inapreciable ventaja de ser guapo. Su atractivo le abrió las puertas de Hollywood a Bernard Schawrts, pues ése fue su verdadero nombre de bautismo en la lejana Hungría. Después de los primeros éxitos en películas de época triviales como The son of Ali-Babá (1952), Curtis se convirtió en el primer ídolo para adolescentes de la fábrica de sueños: una seria competencia para James Dean. Le ofrecieron pocos papeles de galán, en cambio, actuó en epopeyas como Espartaco (1960) y Taras Bulba (1962), haciendo a menudo de hijo “adoptivo” de Kirk Douglas, Burt Lancaster Yul Brinner o Cay Grant. Fugitivos (1958) un drama sobre el racismo de Stanley Kramer, fue su primer intento por hacerse respetar como actor de carácter. El estrangulador de Boston (1968), el segundo y último. Su talento cómico fue el responsable de sus mayores éxitos y de más de un fiasco artístico. En total rodó unas 120 películas. Tony Curtis estuvo toda la vida en los focos de la prensa amarilla. Después de casarse con Janet Leigh, la estrella de Hitchcok en Psicosis, y con la actriz alemana Christine Kauffman, luchó durante años contra sus problemas con las drogas. El amante de los automóviles veloces y las mujeres hermosas, tiene sucesora en su hija la actriz Jamie Lee Curtis.
                                                      

VIRGINIA RIVAS ROSA






sábado, 19 de mayo de 2018

Los estrenos en Sevilla de 18-05-2018


8 películas se estrenan el 18 de mayo de 2018 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Dos producciones son estadounidenses, dos británicas, una francesa, una sueca, una italiana y una española. Hemos de agradecer que entre los estrenos de esta semana en Sevilla se haya recuperado la película española “Noctem” (Marcos Cabotá, 2017) que se quedó sin editar en nuestra ciudad hace un par de semanas. Además, seguir lamentando que esta semana se quede sin editar en la cartelera sevillana la película polaca “Dos coronas” (Michał Kondrat, 2017), una especie de autobiografía de Maximilian Kolbe. Tampoco aparece en nuestra cartelera el thriller español “El ataúd de cristal” (Haritz Zubillaga, 2017) ni la película rumana “Pororoca” (Constantin Popescu, 2017) que estuvo presente en la sección oficial del Festival de San Sebastián 2017 y obtuvo el Premio al Mejor Actor (Bodgan Dumitrache). Muchas ausencias en la cartelera de esta semana, a pesar de la avalancha de estrenos. Como decimos siempre, lo peor puede ser que se quede sin estrenar lo mejorcito de la semana. Y vamos con nuestro repaso semanal de lo estrenado en Sevilla.       


Lean on Pete. (Reino Unido, 2017). Dir. Andrew Haigh.
Premio al Mejor Joven Actor o Actriz emergente para Charlie Plummer en el Festival de Venecia 2017.
Drama sobre la vida rural norteamericana interpretado por Charlie Plummer, Travis Fimmel, Steve Buscemi, Chloë Sevigny y Steve Zahn.
“La interpretación es esa cosa extraña y misteriosa que ellos (los actores) pueden hacer y yo no”, afirmaba el británico Andrew Haigh en una entrevista. Y quizá en esa humildad haya que encontrar el secreto de la poética de Haigh, cuya cámara captura a sus actores como si estuviera asistiendo a un milagro: al acto asombroso de que un gesto sutil amplifique un significado, diga lo que no puede reducirse a palabras y proyecte un eco persistente, como, sin ir más lejos, sucedía con ese ligero temblor en los labios de Charlotte Rampling que cerraba “45 años” (2015). En “Lean on Pete”, su nuevo trabajo, Haigh emprende su aventura americana, sin sucumbir a la fetichización mitómana de un imaginario ajeno, ni rendirse al acto reflejo de contener señas de identidad para ampliar mercado.
“Lean on Pete” es una historia de iniciación que se propone como un soterrado western inverso: aquí el camino es del oeste al este y, también, de la intemperie al cobijo de un hogar que siempre parece situado más allá del horizonte. Tras la muerte de su padre –espíritu libre que concilió afecto y vida caótica- y un profundo desengaño vital –el que le sirve en bandeja su primer jefe, un buscavidas en las zonas marginales de la hípica-, Charley, joven de 15 años, emprende una huida a través de los desiertos de Oregón, en compañía de un viejo caballo de carreras; su objetivo es salvarle la vida al caballo, pero también encontrar para sí mismo un techo de afecto.
A Haigh le interesan más sus actores que los gestos estéticos, aunque la elaborada toma en continuidad que da paso al tercer acto es contundente y virtuosa. En el punto de destino, de nuevo, un pequeño gesto que lo dice todo y eleva esta película donde la fragilidad del joven Charlie Plummer se mide con el expeditivo descreimiento de Steve Buscemi y la comprensiva madurez de una gran Chloë Sevigny. Partiendo de la novela del músico y escritor Willy Vlautin, Haigh describe una América deprimida, pero sin perder de vista la universalidad de su humana materia prima. Recomendada.



Hannah.  (Italia, 2017). Dir. Andrea Pallaoro.
Premio a la Mejor actriz (Charlotte Rampling) en el Festival de Venecia 2017.
Drama italiano protagonizado por Charlotte Rampling, André Wilms, Stéphanie Van Vyve y Simon Bisschop.
Los modos de narración del italiano Andrea Pallaoro en los primeros minutos, casi media hora, de “Hannah” son implacables. Elipsis en las partes del relato supuestamente más interesantes, eliminación casi total de los diálogos, y visualización minuciosa de los aparentes tiempos muertos: trayectos en metro o en coche, comidas en silencio, chapuzones en una piscina pública, desganados deseos de buenas noches en una pareja de ancianos, en la cama, con el sonido burocrático de la obligación, del que ya nada tiene que decirse. Modos implacables, y también rigurosos, exactos, excitantes, en una película de complicada digestión pero de frutos maduros, jugosos y trascendentes.
Hay alguien en la cárcel. Al principio no se sabe bien quién ni por qué. Y hasta el minuto 25 no llega la primera pista del guion, sutil pero definitiva en la narración, porque a partir de ese instante se abre un panorama nuevo y terrible, descorazonador e implacable, por irresoluble. Sin banda sonora musical, con planos muy hermosos pero nada grandilocuentes, y con la espectacular guía del rostro felizmente marchito de Charlotte Rampling, naturalísimo, tan bello como siempre, tan distinto del de su juventud, tan el mismo, la película de Pallaoro es una muestra más del género en el que se ha convertido la actriz británica, premio a la mejor interpretación en el Festival de Venecia de 2017, durante la última fase de su carrera: un retrato más de la dramática fuerza de una mujer en lucha con una sociedad que la ningunea, la desprecia o la rechaza.
Como no lo hace la película hasta bien tarde, nos guardaremos de ofrecer indicios de hacia dónde se dirige el relato de Pallaoro, también coguionista, pero digamos que tiene mucho que ver con temas candentes, con el papel que juega la mujer en una sociedad que acaba juzgando tanto o más que los profesionales de la judicatura, y en cómo se encaran desde el núcleo familiar las contaminantes desgracias y malevolencias de cualquiera de sus miembros. El retrato atroz de lo fuertes y largos que pueden ser los tentáculos de un monstruo llamado sospecha. Recomendada.



Las estrellas de cine no mueren en Liverpool. (Reino Unido, 2017). Dir. Paul McGuigan.
Tres nominaciones en los Premios BAFTA, incluido el Mejor actor (Jamie Bell) y Mejor actriz (Annette Bening).
Drama anclado en los años setenta interpretado por Annette Bening, Jamie Bell, Julie Walters, Vanessa Redgrave y Stephen Graham.
Isaki Lacuesta abría su documental “La noche que no acaba” (2010) buscando una rima entre dos rostros: el de la esplendorosa Ava Gardner de “Pandora y el holandés errante” (1951) y el de la misma estrella en “Harem” (1986), con la mirada crepuscular de quien acaba de “beberse la vida”, como diría Marcos Ordóñez, autor del libro que inspiraba ese brillante trabajo. “Las estrellas de cine no mueren en Liverpool” es, también, una película que bascula entre los dos rostros de una misma mujer, aunque, en este caso, la distancia temporal que separa a la Gloria Grahame vital y veterana que seduce (o, más bien, enamora) al joven actor británico Peter Turner y la actriz enferma que busca el calor del afecto familiar en un hogar de Liverpool es mucho más corta: apenas dos años.
Partiendo del libro de memorias de Turner, Paul McGuigan ha firmado la película más emotiva, delicada y compleja de su carrera: un trabajo que se beneficia de la propia saturación de significados que una figura como la Gloria Grahame cargaba –su temprana participación en ¡Qué bello es vivir! (1946) parecía anticipar la inquietante cercanía entre la luz y la sombra- y que tiene en una soberbia Annette Bening a una lujosa médium para canalizar tanto el fulgor como la fragilidad de la actriz.
Con sus arriesgados y elegantes saltos temporales resueltos en la propia continuidad de la escena, la película de McGuigan no juega a la mitomanía necrófila, ni se muestra interesada en hurgar en las heridas de la decadencia. Su interés primordial es descifrar una historia de amor sin pasar por alto ninguno de sus matices: que la escena de la ruptura merezca dos puntos de vista supone, así, una transparente declaración de principios en un trabajo donde el estilo sublima y no emborrona. Recomendada.



El taller de escritura. (Francia, 2017). Dir. Laurent Cantet.
Presentada en la Sección “Una cierta mirada” del Festival de Cannes 2017 y en la Sección Oficial del SEFF 2017 (Festival de Cine Europeo de Sevilla).
Drama situado en La Ciotat, sur de Francia, con guión de Robin Campillo y Laurent Cantet, interpretado por Marina Foïs, Matthieu Lucci, Florian Beaujean y Mamadou Doumbia.
En La Ciotat, localidad de pasado industrial cercana a Marsella, que no es el mejor lugar del mundo para según qué cosas, Olivia (excelente Marina Foïs) imparte un taller de escritura. Entre los alumnos destaca Antonie por su sensibilidad artística, pero también por su capacidad para encender al variopinto grupo. El chico, un manojo de contradicciones, esconde a la vez la atracción que siente por la escritora y su fascinación por las armas. Entre todos tratan de sacar adelante una novela negra, contexto propicio para que se disparen los instintos.
Laurent Cantet, uno de los grandes cineastas franceses nacidos en los años sesenta, compone una película sencilla y atípica, que reflexiona menos sobre el proceso de creación que sobre el germen de la violencia. A la escritora los chicos le hacen plantearse la autenticidad de su obra, mientras que estos son incapaces de instaurar fronteras entre realidad y ficción.
El mayor mérito de Cantet, que vuelve a trabajar con el guionista Robin Campillo (también conocido por la serie «Les revenants»), es lograr que su película, a la fuerza discursiva y pedante, no aburra ni peque de académica. Los personajes están vivos y logran implicarnos en sus sentimientos, quizá porque los autores saben retratar a la juventud francesa actual, tan «multi»: racial, cultural, religiosa... Recomendada.



Borg McEnroe: La película. (Suecia, 2017). Dir. Janus Metz Pedersen.
Nominada a Mejor film de la Unión Europea en los Premios David di Donatello 2017.
Drama basado en hechos reales y dentro del mundo del deporte, interpretada por Sverrir Gudnason, Shia LaBeouf, Stellan Skarsgard y Tuva Novotny.
Rotura. Ventaja. Nada. Una frase de André Agassi sobreimpresionada en la pantalla acerca de los términos del tenis y sus paralelismos con la vida misma, con el acontecer, con el triunfo y el fracaso, las expectativas y la decepción, los vaivenes mentales y sociales, abre con soberbia exactitud la película sueca “Borg McEnroe: La película”. Porque, tras esa sentencia de carácter psicológico, lo que se va a disfrutar en el relato no es exactamente la celebración retrospectiva de un partido mítico, la final de Wimbledon del año 1980, la posible quinta victoria consecutiva para Björn Borg, mente cuadriculada, brazo de martillo pilón, caballero del deporte, o la primera para John McEnroe, tenista punk, niñato respondón, sangre a borbotones saliendo de su boca y de su muñeca. Lo que se va a ver es un thriller anímico, una intriga sin crimen a través de un duelo mental.
Como escribió David Foster Wallace en su extraordinario ensayo autobiográfico “Deporte derivado en el corredor de los tornados”, el tenis es “pura geometría”, “un ajedrez en movimiento”, una batalla mental para pensadores de carácter casi científico. Y es ahí donde entra la figura del sueco Borg; en principio, el personaje plano e insulso de aquel duelo, en comparación con el torrente de emociones que era McEnroe. Un rol que, sin embargo, en su primera obra de ficción, Janus Metz Pedersen convierte en el eje de la película, un fascinante ser humano lleno de contradicciones, un aparente bloque de hielo que esconde un controlador profesional de fuegos interiores.
Con una puesta en escena muy expresiva, el director afronta los días alrededor del torneo y de la final con continuos mensajes de forma —juegos con el sonido, encuadres de enorme elocuencia, fotografía con ligero grano y de colores contrastados—, pero manteniendo en todo momento su esencia de fondo: el combate mental, no contra el otro sino contra sí mismos, que representaron en esos días dos estilos antagónicos de jugar al tenis y de experimentar la vida. Y no solo eso. Como en la reciente “Yo, Tonya”, Pedersen y su guionista, Ronnie Sandahl, tienen tiempo para aproximarse a la lucha de clases sociales en un deporte de imposiciones casi aristocráticas, y más en Wimbledon, a la irrespirable presión de representantes, patrocinadores y hasta cargos federativos, e incluso para reflejar sus vidas privadas nocturnas, personificadas en la figura de Vitas Gerulaitis, al que la película refrenda como lo que siempre intuimos tras su melena y sus rizos: como un tenista de bola de discoteca.
Consciente de que el clímax debe coincidir con la final del torneo, para no cansar, Pedersen apenas muestra el tenis durante dos tercios del relato, y en esa última parte se luce con la magnífica verosimilitud física de sus actores —qué gran actor es Shia LaBeouf— y del deporte, únicamente dubitativa en las jugadas más largas y barrocas, cuando los muy meritorios efectos digitales no logran calcar del todo la velocidad de la bola. Apenas una nimiedad en una película sorprendentemente compleja y apasionante, una de las mejores aproximaciones de la ficción cinematográfica a la realidad del deporte. Recomendada.



Deadpool 2. (USA, 2018). Dir. David Leitch.
Película de superhéroes dentro del Universo Marvel. Secuela con guión de Rhett Reese, Paul Wernick y Ryan Reynolds del cómic de Rob Liefeld y Fabian Nicieza. Protagonizada por Ryan Reynolds, Josh Brolin, Zazie Beetz, Morena Baccarin y Julian Dennison
El score compuesto por Tyler Bates.
“¿A quién se ha follado este Deadpool para tener película propia?”, se preguntaba un personaje en una de las mejores líneas de guion de la película homónima, efervescente sorpresa comandada por uno de los superhéroes secundarios de la casa Marvel, que hacía de la irreverencia, la autoparodia y la referencialidad sus armas de destrucción cómica masiva. Unas peculiaridades de tono, narración y estilo, con las que sus responsables vuelven a jugar un nuevo combate en Deadpool 2, dos años después de la primera entrega, con la que ya no cabe la descacharrante extrañeza de la original, pero sí una nueva fiesta de fábrica de colores e insultos, de benditas insustancialidades en tiempos de, para algunos, sobrecarga de superheroísmos y pretenciosidades. Esta segunda parte está pensada para el fan más recalcitrante que le perdonará a su héroe lo que sea, y aunque divierte, se siente como una oportunidad desperdiciada. No Recomendada.



Sanson. (EE.UU., 2018). Dir. Bruce Macdonald.
Acción y drama de corte histórico interpretado por Jackson Rathbone, Billy Zane, Taylor James, Rutger Hauer y Caitlin Leahy.
Según asegura el Viejo Testamento, Sansón mató al menos a 4.040 hombres y a un león, y su vida estuvo llena de sexo y morbo. Lamentablemente, esta enésima adaptación de su biografía echa por tierra el potencial dramático de todos esos elementos a base de efectos especiales baratos, barbas postizas, actores petrificados, diálogos expositivos y declamatorios y vestimentas con aspecto de saco. El resultado es tan deslustrado que hasta los espectadores más naturalmente atraídos por todo lo bíblico desearán que en esta ocasión las tijeras de Dalila hubieran sido utilizadas para cortar algo más que la melena del protagonista. No Recomendada.



Noctem. (España, 2017). Dir. Marcos Cabotá.
Película de intriga española interpretada por Adrián Lastra, Álex González, Esteban Piñero, Ernesto Alarcón y Raquel Arroyo.
La película 'Noctem' se basa en hechos reales vividos por el actor Adrián Lastra. La idea nace manos del director Cabotá, que tras poder observar con sus propios ojos las imágenes donde se podían ver algunas cosas extrañas e inexplicables que le sucedieron en su propia habitación una noche. La trama comienza cuando Adrián y Esteban llevan un año desaparecidos, nadie sabe nada de lo que le ocurrió a estos dos amigos y la policía se encuentra en un punto muerto. La ley tiene en su poder los objetos personales de ambos que se encontraron en Cozumel, una isla cercana a la Riviera Maya. Su amigo Álex consigue hacerse con la posesión de sus teléfonos móviles, y los utiliza para comenzar la que será una investigación paralela a la de las fuerzas del orden. Lo que no espera es la cantidad de sucesos espeluznantes que están por suceder. No Recomendada.