7 películas se estrenan
el 25 de mayo de 2018 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Tres producciones
son francesas, una estadounidense, una británica, una italiana y una australiana.
Esta semana se queda sin editar en la cartelera sevillana el thriller estadounidense
“Blanco perfecto” (Downrange) (Ryuhei Kitamura, 2017) y el drama polaco “Playground”
(Bartosz M. Kowalski, 2016), presentado en la sección oficial del Festival de
San Sebastián 2016. Algunas ausencias que lamentamos y vayamos con el repaso semanal
de lo estrenado en Sevilla.
Caras y lugares. (Francia, 2017). Dir.
Agnès Varda & JR.
Presentada en la sección oficial (fuera de competición) del
Festival de Cannes 2017. Mejor Documental en el Festival de Toronto y nominada
al Oscar 2017 a Mejor Película Documental.
Documental en el que colabora la veterana directora Agnès
Varda y el artista gráfico urbano y fotógrafo JR.
Armada con una ligerísima cámara Mini DV, Agnès Varda
logró, con “Los espigadores y la espigadora” (2000), uno de esos trabajos que,
bajo su modestia militante, sembraban la posibilidad de un cine futuro sin
olvidar la memoria del medio: incluso los cronogramas precinematográficos de
Étienne - Jules Marey eran invocados en la libérrima estructura de una película
entendida como cuaderno de notas abierto al azar. La cineasta registraba la
anticipación de un inmediato porvenir colectivo, definido en la precariedad, al
filmar a quienes subsistían recogiendo las sobras de la sociedad del exceso y,
al mismo tiempo, se autorretrataba como una auténtica espigadora de imágenes,
capaz de articular sentidos a partir de la heterogeneidad de sus materiales
encontrados. Integrada en el relato, Varda reflexionaba sobre el paso del
tiempo, daba rienda suelta a su capacidad para el juego y se revelaba como gran
retratista al natural: alguien capaz de escuchar y extraer la esencia de
quienes se colocaban frente a su objetivo.
“Caras y lugares” parece una consecuencia natural de ese
trabajo: la asociación creativa entre la cineasta y el artista JR –cuya obra se
fundamenta en la colocación de fotografías de grandes dimensiones sobre
espacios públicos- coloca el foco sobre uno de los múltiples rostros de una
obra tan rica como “Los espigadores y la espigadora”, al explorar la fusión
entre territorios y las identidades que los habitan. La película es, así, un
nuevo cuaderno de viaje, cuyas estaciones de paso van siendo transformadas por
instalaciones artísticas efímeras que siempre están al servicio de una idea
pertinente, el recuerdo de una ausencia o una reivindicación, ya sea esta la de
una resistencia numantina en una comunidad vaciada, la de la fuerza colectiva
de los trabajadores de una empresa, la de la cultura ganadera no cegada por una
productividad mutiladora o la importancia (totémica) de las mujeres que están
al lado de los estibadores de Le Havre.
Lo único que se podría reprochar a este trabajo excelente
es que haga demasiado evidente la construcción de esos momentos en los que
Varda y JR funcionan como reflexiva pareja cómica. Y ese incrementado tono de
buenrollismo que hace temer que, tras cualquier esquina, pueda aparecer James
Rhodes dispuesto a entregar el premio a la croqueta del año. El chasco
godardiano en el desenlace acude al rescate de ese azar que definió, de
principio a fin, el recorrido de la germinal “Los espigadores y la espigadora”.
Recomendada.
Disobedience. (Reino Unido, 2017).
Dir. Sebastián Lelio.
Película que tuvo una presentación especial en el
Festival de Toronto.
Drama con elementos de homosexualidad, interpretado por Rachel
Weisz, Rachel McAdams, Alessandro Nivola y David Olawale Ayinde.
No resulta demasiado complicado entender por qué Rachel
Weisz llamó al chileno Sebastián Lelio para dirigir la adaptación de la primera
novela de la autora británica Naomi Alderman, publicada en 2006: al igual que “Gloria”
(2013) y “Una mujer fantástica” (2017), “Disobedience” es una historia que
sintetiza la dinámica del melodrama en el pulso entre el deseo (femenino) y la
ley (patriarcal). Al igual que Marina Vidal, la heroína de “Una mujer
fantástica”, Ronit Krushka, el personaje que aquí interpreta Rachel Weisz, es
alguien que reclama su derecho al duelo en un entorno que se manifiesta hostil:
el círculo familiar y religioso de ese difunto padre rabino del que la
protagonista se desafilió cuando decidió emprender una vida independiente en
Nueva York como artista de la fotografía, lejos de esa opresiva ortodoxia
religiosa de la comunidad judía londinense.
Lelio es consecuente con su discurso y también
especialmente meticuloso en la descripción de ese ambiente helado, donde las
mujeres parecen habitar, en interiores, unos limbos de aislamiento que se
dirían la versión contemporánea de una pintura de Vilhelm Hammershøi. Lo que
activará el conflicto será la reactivación del deseo que Ronit vivió en su
adolescencia por su amiga Esti Kuperman –una magnífica Rachel McAdams, que se
ajusta sus pelucas como quien se ciñe una mordaza o una renuncia vital-, casada
hoy con un amigo de juventud de las dos llamado a ser el heredero en la sinagoga
del legado y la autoridad del rabino muerto.
Un sermón en el clímax que entra y sale de foco, mientras
las lágrimas afloran en la mirada de Esti, aporta el gran pico de fuego
expresivo en esta película notable, si bien algo forzadamente circunspecta, en
la que Lelio pierde algo de identidad en la traducción. Recomendada.
Sweet Country. (Australia, 2017). Dir. Warwick
Thornton.
Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia
22017.
Inspirada en una historia real sucedida en el interior de
Australia en 1929, western enclavado en los años 20, protagonizado por Hamilton
Morris, Bryan Brown, Sam Neill, Thomas M. Wright, Matt Day y Ewen Leslie.
Pocas películas australianas hay célebres donde la
influencia del paisaje no sea esencial. Hasta alcanzar el terreno de lo
ancestral, de lo sobrenatural, de lo infeccioso. Un estado de insuperable
afectación al que ya se acercaron cineastas tan distintos como Nicolas Roeg,
Ted Kotcheff, Peter Weir, Lee Tamahori y Ray Lawrence en obras inolvidables
como “Walkabout”, “Despertar en el infierno”, “Picnic en Hanging Rock”, “Guerreros
de antaño” y “Lantana”, y al que ahora regresa el cineasta local Warwick
Thornton con la notable “Sweet Country” y de innegable título irónico: un
salvaje western inspirado en una historia real, acaecida en el periodo de
entreguerras del siglo XX, que nos retrotrae a un tiempo de despiadada
discriminación de la población aborigen, por desgracia, aún no superado del
todo.
El rojo de la sangre y el blanco de la inocencia,
desprendidos de una superficie árida, polvorienta y maléfica, son los tonos
protagonistas de una película marcada por el aislamiento social, por el
tiránico reino del hombre blanco frente al negro, y, ya en lo formal, por la
sistemática de narración y montaje de uno de los directores antes citados, el
británico Roeg y su cut-up: esa técnica de montaje heredera de la literatura,
aunque pergeñada por los dadaístas en los años 20, mediante la cual una
secuencia pierde su linealidad temporal para, en un nuevo orden que poco tiene
de caprichoso y mucho de poético, adquirir un nuevo significado o una lectura a
la que no se hubiera llegado si se hubiese montado de un modo cronológico.
Western de escapada y de búsqueda, como tantos otros de
John Ford y de Budd Boetticher, de “Centauros del desierto” a “Seven men fron
now”, “Sweet country” adquiere de este modo los tonos líricos que Roeg imprimió
a su “Walkabout”, también con protagonismo aborigen, con esos planos a medio
camino entre el inserto desconcertante y la desestructura narrativa, que o bien
adelantan algún aspecto del futuro o retroceden hasta un implacable aspecto del
pasado de los personajes. Y desembocando en una última parte del relato marcada
por el drama judicial, donde quizá surge la única tacha de una película cerca
de lo excelente. Un error de guion que provoca que en el proceso por asesinato
el juez deba averiguar hechos que, salvo un único dato clave, el espectador ya
conoce. Y, al hacerse demasiado hincapié en ello, el tiempo del juicio se hace
innecesariamente moroso. Recomendada (con reservas).
Han Solo. Una historia de Star Wars.
(EE.UU., 2018). Dir. Ron Howard.
Presentada en la Sección Oficial (fuera de concurso) del
Festival de Cannes 2018.
Precuela de la saga Star Wars, en la que se conocen los
primeros pasos que dio el personaje de Han Solo, interpretada por Alden
Ehrenreich, Emilia Clarke, Donald Glover, Woody Harrelson, Thandie Newton, Phoebe
Waller-Bridge, Warwick Davis, Clint Howard, Paul Bettany y Richard Dixon.
Lo fácil sería afirmar que resulta imposible que una
película por la que han pasado varios directores, que se ha enfrentado a
despidos y a cambios de reparto y que supuestamente ha rehecho bastante más de
la mitad de lo que ya se había filmado, pueda estar cerca de la excelencia. Lo
fácil sería decir que es improbable que un personaje inmortal alcance en una
historia sobre su juventud la mítica de su ascendente y más cuando su
intérprete es una leyenda en sí mismo. Pero solo hay que recordar lo que
ocurrió en el rodaje de “Lo que el viento se llevó”, o lo que logró Robert De
Niro con el Vito Corleone de la segunda entrega de “El padrino”, para confirmar
que en esto del cine nadie sabe nada y que incluso de los terremotos laborales
puede surgir una obra maestra. ¿Palabras mayores? Sí, por supuesto, pero la
saga galáctica también forma parte de esa liga de palabras mayores, y Han Solo,
como se ocupa de subrayar su subtítulo, es Una historia de Star Wars.
De modo que abordemos la película que es, y no la que
hubiera podido ser, y desprendámonos de los prejuicios en torno a la aureola de
un personaje fascinante, porque el trabajo de Alden Ehrenreich, sonrisa
carismática, gesto burlón, heredero de Harrison Ford, quizá sea lo mejor de la
función, Eso sí, de una función desteñida, en tiempos de ausencia de riesgo, y
de errónea concepción artística en relación con su tono narrativo.
Al mando de un académico como Lawrence Kasdan, guionista
de “El imperio contraataca”, el relato de Han Solo regresa a la linealidad
temporal, y al clasicismo original de las aventuras espaciales que articulaban
la primera trilogía de la saga. Aunque, como se ocupa de resaltar el texto del
prólogo, ataviado con un espíritu de salvaje Oeste, que lo hace entroncar con
el género, en cierto modo, hermano del que inspiraba la concepción original de
George Lucas: el cine de samuráis.
Así, pese a algún apunte inicial de corte social, con
esas secuencias de colas de refugiados que podrían servir de metáfora de la
realidad contemporánea, la historia de Kasdan apela a la aventura y al western
clásicos para conformar una película que, en su visualización posterior, Ron
Howard y sus ayudantes artísticos se ocupan de emborronar. Porque, frente al
romanticismo de la pareja de protagonistas, plena de química entre Ehrenreich y
Emilia Clarke, la imagen de Han Solo está presidida por un infecto tono marrón:
en los escenarios, en la escala fotográfica e incluso en el vestuario.
Particularidades formales que podrían encajar en un western crepuscular, de
tiempo que se agota, pero nunca en la desprejuiciada space opera que se supone
que había escrito Kasdan, de época que comienza.
Mientras, Howard aporta su experiencia como narrador,
pero, como nunca fue nadie en materia de cine de acción, despliega en las
secuencias de lucha y combate una puesta en escena y un montaje añejos, sin
chispa ni garra. Un aire frustrante del que solo se escapa en la media hora
final, gracias a la ambigüedad de dos de sus personajes —uno en el sentido más
macarra del término, al estilo del salvaje Oeste que debería ser toda la
película; y un segundo en un sentido más trascendente—, y a un escenario que
sin ser nada del otro mundo, un simple cielo azul, acaba otorgando luz a una
innecesaria oda al color marrón gris. No Recomendada.
El doctor de la felicidad. (Francia,
2017). Dir. Lorraine Levy.
Comedia francesa interpretada por Omar Sy, Ana Girardot,
Alex Lutz, Hélène Vincent, Pascal Elbé y Audrey Dana.
Omar Sy ha alcanzado el estatus de «Intocable», la
película que lo lanzó a la fama. Encasillado en sí mismo en papeles que domina,
el actor francés es aquí un granujilla reconvertido en médico, con o sin
título, que ve en el noble arte de curar la oportunidad de hacer dinero. Su
personaje llega a un pueblecito con la misma capa que Juliette Binoche en
«Chocolat». Tiene un don para calar a la gente y el encanto de utilizarlo sin
resultar cínico. En el fondo es un hombre bueno que hace el bien, quizá para un
propósito equivocado. El problema de la película es que, del alcalde al
cartero, todo los habitantes de Saint-Maurice son tontos, digámoslo sin
tapujos. Si tienen una poción mágica, como los vecinos de Astérix, la fórmula
es un desastre. El cura (Alex Lutz) es una caricatura. Se salva la chica guapa,
por supuesto, encarnada por Ana Girardot.
Con todo, la historia es simpática y sencilla, aunque no
ayude la fórmula americana, pseudocapriana, ni el tono de falsete, sobre todo
porque no estamos ante una comedia decidida o que genere unas ganas
irresistibles de reír. Quizá acuse en exceso el origen teatral de la historia
(y del reparto), escrita y dirigida por la directora Lorraine Lévy a partir de
una popular obra de Jules Romains. Tanto, que el texto había sido adaptado en
otras tres ocasiones, la última en 1951, justo cuando está ambientada esta versión.
Omar Sy, como es natural, es el más negro y menos oscuro de los cuatro
protagonistas. No
Recomendada.
La chica en la niebla. (Italia, 2017).
Dir. Donato Carrisi.
El novelista Donato Carrisi dirige la adaptación de su
propia novela "La chica en la niebla".
Premio Menor Director Novel en los Premios italianos David
di Donatello.
Thriller italiano interpretado por Toni Servillo, Alessio
Boni, Lorenzo Richelmy, Jean Reno, Galatea Ranzi y Greta Scacchi.
El elefantiásico auge en todo el mundo de la novela de
tintes negros que aúna crímenes, deducción y misterio está llevando a que
ciertas tramas se parezcan tanto entre ellas que, al ser llevadas al cine, junto
a sus peculiaridades ambientales y de tono, resulte inevitable emparentarlas.
Incluso a pesar de la dificultad de que se hayan podido contagiar las unas con
las otras, como es el caso de las relatadas en la novela italiana “La chica en
la niebla”, publicada por Donato Carrisi en el año 2015, y en la española “El
guardián invisible”, escrita por la española Dolores Redondo en 2013.
Desaparición y muerte violenta de una adolescente, en una
intriga que termina relacionándose con otros crímenes anteriores; pueblo
pequeño alejado de la urbe donde todos se conocen; paraje natural de fuertes
implicaciones de corte atávico; destellos mágicos de superstición y brujería, e
investigador policial tan obsesionado por el caso que acaba resucitando sus
propios fantasmas del pasado. Aspectos que comparten ambas novelas y, por
supuesto, sus dos adaptaciones homónimas: la de Fernando González Molina en el
caso de la española, y la del propio escritor Carrisi, en su debut como
director, en el de la italiana.
Eso sí, con una clara diferencia: “La chica en la niebla”
lleva a un desenlace tan rocambolesco, barroco e inverosímil en términos de
cotidianidad, sentido común y plausibilidad, que Carrisi hace bien desde el
inicio en narrar su historia alejándose del realismo y acercándose a la fábula
de corte onírico y alucinatorio, como un hitchcock de bolsillo y un tanto de
saldo. Un distanciamiento de la materialidad que alcanza a la fotografía y a la
dirección artística, e incluso a sus intérpretes. Aunque uno de los principales
problemas de su película sea que cada una de sus actuaciones parezca estar
anclada en un método distinto y Carrisi no haya logrado unificarlas: desde la
sobreactuación casi guiñolesca de Toni Servillo y Galatea Ranzi, hasta el
naturalismo de Alessio Boni.
Algo que no evita que, gracias a la malsana fascinación
que desprenden este tipo de casos, y a la interesante reflexión sobre la
influencia del sensacionalismo y de los medios de comunicación, de los que se
puede aprovechar hasta la policía para manejar tiempos y acabar provocando
errores en los sospechosos más cercanos, como hemos visto en recientes casos
reales de la vida social española, “La chica en la niebla” nunca deje de
interesar. Si luego su churrigueresca conclusión es tragable o intolerable
deberá resolverlo cada uno, pero lo más probable es que los amantes del best
seller tengan suficiente con su entretenido pasatiempo criminal de más de dos
horas. No Recomendada.
Corporate. (Francia, 2016). Dir. Nicolas
Silhol.
Drama francés sobre el mundo del trabajo, interpretado
por Céline Sallette, Lambert Wilson, Stéphane De Groodt, Yun Lai y Hyam Zaytoun.
El concepto de rentabilidad vigente en las últimas
décadas es una espada de Damocles que pesa sobre casi todos los que trabajan
para cualquier empresa. La gestión de esa amenaza corre a cargo habitualmente
del departamento de Recursos Humanos, el que encabeza la protagonista de la
ópera prima de Nicolas Silhol, que cuenta en clave de thriller la encrucijada
laboral y moral que sobresalta su exitosa carrera en relación a uno de los
empleados sobrantes, uno de esos que no cumple los objetivos y víctima, como tantos
otros, de maquiavélicos mecanismos de aislamiento y eliminación de práctica
habitual.
Emilie, el personaje que encarna con sobria brillantez
Céline Sallette, se pone a prueba a sí misma a la hora de asumir las
consecuencias mal calculadas de sus decisiones y de sostenerlas o rebatirlas
ante una cúpula directiva de escasos o nulos escrúpulos, capaz de poner en
marcha un plan que antepone la sumisión y los beneficios a cualquier otra
consideración. Intranquilizador retrato del mundo en que vivimos. No Recomendada.
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