Francia perdió el 28 de febrero de 2011 a una actriz monumental, una gran figura del cine y del teatro, Annie Girardot, cuya fulgurante y contrastada carrera, hecha de altos y bajos, le llevó a rodar más de cien filmes con algunos de los más grandes directores y actores de su tiempo.
Marcel Carné en la película Le Pays d'où je viens (1956); Luchino Visconti en Rocco y sus hermanos (1960); y Roger Vacin en El vicio y la virtud (1962) fueron algunos de los primeros cineastas con los que trabajó la actriz. Franco Rosi, Mario Monicelli, Marco Ferreri, Michel Audiard, Rémo Forlani, André Cayatte, Claude Makovski, José Giovanni y Jean-Louis Bertucelli figuran en la larga lista de directores con los que trabajó la protagonista de Morir de amor (1971).
Muchos repitieron gustosos la experiencia, como Visconti, con quien volvió a encontrarse en 1966, en Las brujas; Marcel Carné en Tres habitaciones en Manhattan (1965); o Michel Audiard, quien la dirigió en Elle boit pas, elle fume pas, elle drague pas mais elle cause (1970) y en Elle cause plus, elle flingue (1972), dos enormes éxitos. Si los directores de la Nouvelle Vague no se entusiasmaron con su manera de trabajar, Girardot encontró en Claude Lelouche a uno de sus más fieles realizadores, que en 1967 la colocó junto a Yves Montand en Vivir para vivir.
Para rodar luego con ella otras cuatro películas, La Vie, l'Amour, la Mort (1969); Partir, revenir (1985); Il y a des jours... et des lunes (1990); y Los miserables (1995). Annie Girardot es "mi mejor recuerdo como director y como hombre también", explicó Lelouche en un primer homenaje póstumo en declaraciones a la emisora France Info, al celebrar igualmente la absoluta autenticidad de la artista.
Tras conocer a su futuro marido en Rocco y sus hermanos, con quien mantuvo una complicada relación que le llevó a vivir a menudo en Italia, Girardot se convirtió en los años 70 en una de las actrices más queridas y populares en Francia. Lo que no le impidió conocer momentos muy bajos y grandes fracasos profesionales en los 80. Alain Delon, Michel Piccoli, Philippe Noiret, Louis de Funès, Jean Rochefort, compartieron éxito y protagonismo con la gran intérprete, inicialmente formada para ser enfermera, pero que muy pronto se dedicó al teatro, tras estudiar en el Conservatorio de París y entrar a formar parte de la Comèdie Française.
Girardot, que en el cine interpretó todo tipo de papeles, dejó la histórica compañía tres años después, no sin pena, para dedicarse al cine, aunque nunca dejó por completo el teatro y también se dedicó a la televisión. Pese a la enfermedad de Alzheimer que padecía y que su hija, Giulia Salvatori, reveló públicamente en 2006, la actriz continuó en activo hasta 2007. En 2008, Girardot protagonizó un filme muy diferente a todos los anteriores y brindó su testimonio sobre el mal que padecía y que le llevaba al olvido a pasos agigantados en el documental "Annie Giardot, Ainsi va la vie", de Nicolas Baulieu.
Fotograma de "Rocco y sus hermanos"
Justo antes, la actriz, cantante y directora Jane Birkin la había dirigido un año antes, cuando ya la enfermedad estaba muy avanzada, en Boxes; y Richard Bohringer en C'est beau une ville la nuit (2006). En 2005 Michael Haneke la encontró en Caché, tras haberle dirigido en 2001 en La Pianista, papel que le valió su tercer César, premio equivalente a los Oscar del cine francés.
Era su segundo César a la mejor intérprete de un papel secundario, como el que recibió en 1996 por su trabajo en Los Misérables, de Claude Lelouch. En 1977 había ganado su primer César, a la mejor actriz, por su trabajo en La vida privada de una doctora, de Jean-Louis Bertucelli. Sus primeros galardones le llegaron como sus primeros triunfos, muy pronto, y el Festival de Venecia le dio en 1965 la Copa Volpi a la mejor interpretación femenina en Tres habitaciones en Manhattan.
Tres años después, el Festival del Filme de Mar de Plata (Argentina), le otorgó el premio a la mejor actriz por Vivir para vivir. Las reacciones fueron unánimes tras su muerte, amigos, directores, cineastas y políticos, glosaron su energía, su generosidad, su humanidad y también su belleza. El poeta, dramaturgo y cineasta Jean Cocteau (1889-1963), quien la dirigió en La machine à écrire, acertó al afirmar que era "el más bello temperamento dramático de la posguerra".
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