Su nombre llenó por
completo las carteleras de toda una época, y supuso un balón de oxígeno para el
mortecino cine alemán de posguerra. Nacida en Viena en 1938, en el seno de una
familia con honda tradición teatral, Romy Schneider debutó ante las cámaras a
los catorce años, y a los diecisiete, gracias al imprevisto éxito de Sissí,
se vio lanzada internacionalmente como la más popular estrella alemana desde
los lejanos tiempos de Marlen Dietrich.
Su inquebrantable
voluntad y amor propio le permitieron sacudirse el amenazador encasillamiento
de los productores y salir airosa de los graves conflictos emocionales que
ensombrecieron su carrera. Establecida en Francia, y superada su vacilante
etapa de transición, inexorablemente marcada por su irreprimible pasión por
Alain Delon, Romy consiguió abrirse camino en el ámbito del cine francés pese
al duro escollo del idioma.
Su consagración
definitiva le llegaría de la mano del realizador francés Claude Sautet, qué
devolviéndole la perdida confianza en sí misma, supo sacar excelente partido de
sus considerables recursos interpretativos en películas como Las cosas de la
vida, Max y los chatarreros o Une histoire simple.
Si exceptuamos a Sophía
Loren y Brigitte Bardot, con las que compartió a finales de la década de los
cincuenta el liderazgo indiscutible del cine europeo, la larga carrera
profesional de Romy Schneider, coronada por los más importantes galardones de
la cinematografía gala y prestigiada por directores como Orson Welles, Luchino
Visconti, Joseph Losey u Otto Preminger, no tiene parangón ni en cantidad ni en
calidad con la de ninguna otra actriz de su generación.
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