sábado, 27 de junio de 2020

El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950)


Título original: Gun Crazy. Dirección: Joseph H. Lewis. País: USA. Año: 1950. Duración: 87 min. Género: Cine Negro, Drama.
MacKinlay Kantor y Dalton Trumbo (como Millard Kaufman) basado en la obra “Gun Crazy" de MacKinlay Kantor (Guión), Russell Harlan (Fotografía), Victor Young (Música), Harry Gerstad (Montaje), King Brothers Productions para United Artists (Producción).
Película de Serie B. Cine de culto.
Estreno mundial: 3 enero 1950, en USA.

Reparto:
Peggy Cummins (Annie Laurie Starr), John Dall (Barton Tare), Berry Kroeger, Morris Carnovsky, Annabel Shaw, Harry Lewis, Nedrick Young, Trevor Bardette, Mickey Little, Russ Tamblyn, Paul Frison, David Bair, Stanley Prager, Virginia Farmer, Anne O'Neal, Frances Irvin, Robert Osterloh, Shimen Ruskin,
    
Sinopsis:
Bart Tare es un hombre obsesionado desde niño con las armas. Cuando conoce a Annie, una mujer fatal, se deja arrastrar al mundo del crimen. Unidos por su afición a las armas, la relación de la pareja desemboca, entre atraco y atraco, en un torbellino de pasiones y situaciones peligrosas.


Comentarios:
Este comentario contiene SPOILER, aunque preserva el desenlace del filme.  
Al término de la Segunda Guerra Mundial el cine norteamericano se inflamó de oscuridad. De manera especial el género negro, el cual si ya de por sí reflejaba lo más sórdido y siniestro del género humano, en ese segundo lustro de los años 40 vio cómo se apagaban definitivamente todas las luces que permitían la esperanza de vivir en un mundo mejor. En estas películas veremos desfilar soldados retornados de la guerra incapaces de encontrar su lugar en lo que antaño fuera su hogar, personajes sin entrañas capaces de todo por conseguir vivir lo más rápido y mejor posible, mujeres más malvadas que nunca, hampones sin escrúpulos, hombres desesperados que no ven ningún futuro posible y se lanzan en brazos de la delincuencia como único modo de vida… En fin, todo un plantel de películas protagonizadas por personajes que se movían en un contrastado juego de sombras y luces en blanco y negro que no era sino su forma de ver el mundo. Lo dicho: había llegado la hora de la oscuridad y la desesperanza. Los finales felices eran una imposición de las productoras. Pocos guionistas y directores se preocuparon por ocultar su carácter de impostura. Había caído la noche y sus sombras eran profundas.
En este contexto nace El demonio de las armas (Gun Crazy), dirigida por Joseph H. Lewis en el año 1949 y escrita por MacKinlay Kantor, autor del relato original, y un Dalton Trumbo que firma como Millard Kaufman debido a su inclusión en la lista negra de Hollywood. Trumbo había sido una de las víctimas del Comité de Actividades Antiamericanas en su caza de brujas. El temor al comunismo, el inicio de la Guerra Fría y un gobierno que había mostrado lo peor de sí mismo en dicha caza eran aspectos que se sumaban al ya de por sí triste panorama de una sociedad que veía cómo los buenos e inocentes tiempos pasados se iban por el sumidero de la realidad. MacKinlay Kantor había visto a su vez llevada al cine unos pocos años antes, en 1946, su novela Glory for Me (1945): el clásico de William Wyler Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946). Kantor había tenido que sufrir no solo el cambio de título, sino también ver cómo su dura novela sufría alteraciones importantes. No es de extrañar pues que ambos escritores se lanzaran a escribir una historia cuyo fuego interior está animado por la ira, la rabia y una desesperación de carácter romántico que el director Joseph H. Lewis puso en imágenes de manera magistral.
Todo esto lo podemos apreciar ya desde la misma secuencia de apertura. Bajo una lluvia torrencial un joven (Russ Tamblyn, en los créditos Rusty Tamblin, en uno de sus primeros papeles) se aproxima al escaparate de una armería y contempla con deseo una pistola. Hace añicos el cristal y la roba. En su mirada vemos la compulsión irrefrenable, en sus gestos la ansiedad de poseer el arma. Instintos primarios desatados cuyo único freno es la ley, representada por el policía que dará al traste con su delito. Bueno, y la mala suerte, porque ya desde este momento queda bien claro que Barton Tare, nuestro protagonista, está marcado por la fatalidad. 


Las escenas siguientes, el juicio por robo del adolescente Bart que darán con él en el reformatorio, sirven para mostrarnos su pasado en breves flashbacks. Conoceremos así su desmedida pasión por las armas de fuego pero también que se trata de un joven de buen corazón. Tras cumplir su condena e ingresar en la armada para luchar por su país en la guerra, volverá a su pueblo natal reformado y dispuesto a llevar una vida de hombre de bien. Su obsesión por las armas sigue intacta, pero todo parece indicar que ha sabido encauzarla. Con sus dos amigos de la infancia visita una feria que se ha instalado en el pueblo. Y es entonces cuando se desata su pasión de nuevo: entran en una barraca en la que se anuncia que actuará la mejor tiradora de Inglaterra y Bart quedará arrebatado por la joven que retadora mira a todos desde el escenario y dispara sin fallar un solo tiro. Annie Laurie Starr, la joven que disfrazada de pistolera muestra su habilidad prodigiosa en el escenario, está interpretada por la actriz inglesa Peggy Cummins, una de tantas importadas por Hollywood que nunca llegó a triunfar. Esto no importa demasiado, porque quedará por siempre inmortal para nosotros apareciendo a tiro limpio entre volutas de humo enarbolando sus dos doradas pistolas y lanzando una de esas miradas que solo el cine nos puede ofrecer. Deadly is the Female fue el título original con el que se iba a estrenar la película, y nunca tan adecuado, porque aparece ella y ya sabemos la que le espera al pobre Bart. Éste, interpretado por John Dall, quedará fascinado por esa chica que dispara casi tan bien como él. Los cruces de miradas y gestos en esta secuencia de la feria son sencillamente un acto de amor salvaje a primera vista. Uno de los momentos fuertes del espectáculo consiste en que la joven reta a cualquier persona del público a que la supere en su habilidad. Y Bart sale para allá disparado, nunca mejor dicho, como impelido por un resorte que ya lo llevará camino al infierno sin posibilidad de escapar. Las miradas entre ellos, los gestos, cómo Lewis los coloca en el plano y los hace flirtear sin palabras de amor es todo un prodigio. No se llegan a tocar en ningún momento, pero ya han hecho el amor.


John Dall, actor de reconocida homosexualidad y que ya había interpretado un papel donde ésta jugaba un papel importante en la trama, la película de Alfred Hitchcock La soga (Rope, 1948), saca aquí a relucir, en connivencia absoluta con Lewis, toda la feminidad que requiere su personaje para contrastarlo con la masculinidad de Laurie. Él es delicado y está lleno de dudas y remordimientos. Ella es decidida y no se arredra ante nada. El cambio de roles, aunque no era algo extraño en el cine negro de la época, plagado de mujeres fatales, juega aquí un papel fundamental. Porque si bien es cierto que no deja de ser algo misógino que todo el mal proceda de la mujer, en Gun Crazy queda bien patente que la debilidad de Bart es también el germen de su perdición. Arrastrado por el deseo de Laurie de darse a la gran vida sin tener que seguir trabajando como perros de ciudad en ciudad, ambos optarán por el camino fácil del delito.
Pero este camino fácil, sobra decirlo, no será tal. Ya desde el primer golpe sabremos que nuestra pareja ha iniciado un viaje sin retorno a la oscuridad. Justo antes ya nos ha mostrado Lewis a nuestros dos protagonistas cenando al fondo de un restaurante en el cual el decorado los arrincona, dando forma visual al estado vital de la pareja, recurso que el director tendrá siempre presente durante la película. Potenciado en todo momento este efecto por la fotografía de fuertes contrastes del gran Rusell Harlan. Asfixiados por la cruda realidad, siempre intentarán escapar de la realidad que los constriñe. Comen con desesperación una hamburguesa de la que han tenido que prescindir de la cebolla porque no se la pueden permitir. Alojados en una pestilente habitación de hotel, Laurie presionará a Bart para que comiencen su vida delictiva. Bart se resiste como puede, pero cuando ella le dice que lo abandonará si no consiguen dinero pronto, el joven cederá. Claro que con Laurie tumbada sobre la cama pidiéndoselo de una forma tan sensual que hasta el mismo Gandhi mataría a quien se le pusiera por delante también tiene su peso en la decisión. Es otro momento en que la sexualidad implícita en cada gesto, en cada mirada, en cada leve movimiento de los actores es sencillamente fuego puro en la retina del espectador.


Su primer golpe será en el hotel en el que se alojan. En plano medio frontal Laurie y Bart toman el dinero de las temblorosas manos del recepcionista. Valiéndose de un fabuloso travelling hacia adelante mientras ellos retroceden mirando a cámara, Lewis de nuevo nos muestra a los dos antihéroes constreñidos por el decorado: están entrando en un callejón sin salida del que ya no podrán salir jamás. En su fabuloso trabajo de dirección, Lewis incidirá continuamente en mostrarnos a Laurie y Bart corriendo por largos pasillos y estrechas callejuelas en busca de esa salida desesperada que nunca encontrarán. O bien ocultos en una cabaña abandonada, rostro contra rostro en planos claustrofóbicos en los que ambos se ahogan mientras hablan de poder huir felices. Al final llegará a encerrarlos en una prisión de niebla, cerradas todas las puertas a una posible opción de huir, pero ya llegaremos a ese momento.
Se suceden escenas cortas, explosivas, de los pequeños atracos que van cometiendo. Hasta que llegan a la pequeña ciudad de Hampton. Allí se desarrollará la que quizá sea la secuencia más famosa y celebrada de la película. Lewis instala la cámara en el asiento trasero del coche robado que conducen Laurie y Bart y ese será el punto de vista desde el que el espectador verá toda la escena. Un parabrisas sobre el que se recortan los bustos de espaldas a cámara de nuestra pareja. Un plano secuencia prodigioso que dejará el atraco en off. Los observaremos acercarse al lugar del robo, aparcar frente al establecimiento y a Bart abandonando el coche. Nada más entrar, un policía se detiene en la puerta y Laurie baja del coche para distraerlo. Lewis no corta el plano, sino que mueve la cámara desplazándola hasta la ventanilla derecha y desde allí observaremos cómo Laurie entabla conversación con el policía para distraerlo. La cámara volverá a su posición cuando ambos entren de nuevo en el vehículo y emprendan la huida. Solo veremos el rostro exultante de placer de Laurie volviéndose a mirar si los persiguen. Lewis repetirá este emplazamiento de la cámara en los sucesivos atracos como si quisiera evitar mostrarnos el lado malvado de la pareja. Solo de manera breve veremos la expresión salvaje de Laurie y, más adelante, el rostro dubitativo y convulso de Bart que no se atreve a disparar a unos policías que los persiguen. Hasta cuando en el momento en que todo parece ir bien para ellos Laurie decide confesarle a Bart un crimen cometido hace tiempo, Lewis rueda a la actriz desde atrás sin mostrarnos su rostro. El mal no está en ellos, parece querer decirnos: el mal los rodea y los acosa y los toma como rehenes.


Su carrera criminal enfilará la senda final de un callejón sin escape cuando Laurie mate a dos personas en el atraco a una empresa en la que se han puesto a trabajar, infiltrados a la espera de dar su golpe definitivo. Laurie es recriminada por una provecta secretaria por llevar pantalones, otra vez el juego de roles a la inversa, momento que servirá a Lewis y sus guionistas no solo para esto, sino para mostrar el lado más salvaje de la joven poco después: asesinará a la secretaria en el transcurso del robo. Su ansia de dinero está enturbiada también por el afán de venganza, por su compulsión autodestructiva de eliminar de su camino a tiros todo aquello que se le oponga.
Acosados y perseguidos, incapaces de separarse y huir cada uno por su lado como indicaría la lógica, buscarán refugio en las montañas, ese lugar primitivo que supone la vuelta a lo esencial, la madre tierra como única protectora cuando ya no nos queda nada. Se había mostrado así con anterioridad en otros clásicos del género: en El último refugio (High Sierra, 1941) de Raoul Walsh o en Retorno al pasado (Out of the Past, 1947) de Jacques Tourneur. Y de allí a los pantanos en los que culminará su huida. Aunque la referencia que a mí me viene a la mente, por los furiosos travellings siguiendo a la pareja por el bosque y ese desenlace huyendo entre la niebla, es el de El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack, 1932).
En la secuencia final, con Laurie y Bart ocultos en los pantanos, Lewis hará de la falta de medios cine con mayúsculas. Un cañaveral de estudio, niebla por doquier para ocultar los decorados y unas voces en off para darnos a entender que están rodeados por docenas de policías: la grandeza de la serie B. La atmósfera es opresiva y las voces suenan como si temblaran en el vacío. Su ataúd es un sarcófago blanco hecho de volutas de niebla. Bart decidirá poner fin a todo y su último gesto de humanidad resume la ironía de unas vidas desesperadas llevadas hasta el límite, una pasión destructora que los ha llevado por el mal camino pero sin la cual no hubiera valido la pena ninguno de ellos. Bart: “Es como si no hubiera pasado nada, como si nada fuera real en mi vida.” Laurie: “Cuando te despiertes, mírame acostada junto a ti. Soy tuya y soy real.” Bart: “Eres lo único real en mi vida, Laurie. El resto es una pesadilla.” Una pesadilla que tocará a su fin cuando, de manera definitiva, los envuelva la oscuridad. (José Luis Forte)
Recomendada.


No hay comentarios:

Publicar un comentario