Título original: Gun Crazy. Dirección: Joseph H. Lewis. País: USA. Año: 1950. Duración: 87
min. Género: Cine Negro, Drama.
MacKinlay Kantor y Dalton
Trumbo (como Millard Kaufman) basado en la obra “Gun Crazy" de MacKinlay
Kantor (Guión), Russell Harlan (Fotografía), Victor Young (Música), Harry Gerstad (Montaje), King Brothers Productions para
United Artists (Producción).
Película de Serie B. Cine
de culto.
Estreno mundial: 3 enero 1950, en USA.
Reparto:
Peggy Cummins (Annie
Laurie Starr), John Dall (Barton Tare), Berry Kroeger, Morris Carnovsky, Annabel
Shaw, Harry Lewis, Nedrick Young, Trevor Bardette, Mickey Little, Russ Tamblyn,
Paul Frison, David Bair, Stanley Prager, Virginia Farmer, Anne O'Neal, Frances
Irvin, Robert Osterloh, Shimen Ruskin,
Sinopsis:
Bart Tare es un hombre
obsesionado desde niño con las armas. Cuando conoce a Annie, una mujer fatal,
se deja arrastrar al mundo del crimen. Unidos por su afición a las armas, la
relación de la pareja desemboca, entre atraco y atraco, en un torbellino de pasiones
y situaciones peligrosas.
Comentarios:
Este comentario contiene SPOILER, aunque preserva el desenlace
del filme.
Al término de la Segunda
Guerra Mundial el cine norteamericano se inflamó de oscuridad. De manera
especial el género negro, el cual si ya de por sí reflejaba lo más sórdido y
siniestro del género humano, en ese segundo lustro de los años 40 vio cómo se
apagaban definitivamente todas las luces que permitían la esperanza de vivir en
un mundo mejor. En estas películas veremos desfilar soldados retornados de la
guerra incapaces de encontrar su lugar en lo que antaño fuera su hogar,
personajes sin entrañas capaces de todo por conseguir vivir lo más rápido y
mejor posible, mujeres más malvadas que nunca, hampones sin escrúpulos, hombres
desesperados que no ven ningún futuro posible y se lanzan en brazos de la
delincuencia como único modo de vida… En fin, todo un plantel de películas
protagonizadas por personajes que se movían en un contrastado juego de sombras
y luces en blanco y negro que no era sino su forma de ver el mundo. Lo dicho:
había llegado la hora de la oscuridad y la desesperanza. Los finales felices
eran una imposición de las productoras. Pocos guionistas y directores se
preocuparon por ocultar su carácter de impostura. Había caído la noche y sus
sombras eran profundas.
En este contexto nace El demonio de las armas (Gun Crazy),
dirigida por Joseph H. Lewis en el año 1949 y escrita por MacKinlay Kantor,
autor del relato original, y un Dalton Trumbo que firma como Millard Kaufman
debido a su inclusión en la lista negra de Hollywood. Trumbo había sido una de
las víctimas del Comité de Actividades Antiamericanas en su caza de brujas. El
temor al comunismo, el inicio de la Guerra Fría y un gobierno que había
mostrado lo peor de sí mismo en dicha caza eran aspectos que se sumaban al ya
de por sí triste panorama de una sociedad que veía cómo los buenos e inocentes
tiempos pasados se iban por el sumidero de la realidad. MacKinlay Kantor había
visto a su vez llevada al cine unos pocos años antes, en 1946, su novela Glory for Me (1945): el clásico de
William Wyler Los mejores años de nuestra
vida (The Best Years of Our Lives, 1946). Kantor había tenido que sufrir no
solo el cambio de título, sino también ver cómo su dura novela sufría
alteraciones importantes. No es de extrañar pues que ambos escritores se
lanzaran a escribir una historia cuyo fuego interior está animado por la ira,
la rabia y una desesperación de carácter romántico que el director Joseph H.
Lewis puso en imágenes de manera magistral.
Todo esto lo podemos
apreciar ya desde la misma secuencia de apertura. Bajo una lluvia torrencial un
joven (Russ Tamblyn, en los créditos Rusty Tamblin, en uno de sus primeros
papeles) se aproxima al escaparate de una armería y contempla con deseo una
pistola. Hace añicos el cristal y la roba. En su mirada vemos la compulsión
irrefrenable, en sus gestos la ansiedad de poseer el arma. Instintos primarios
desatados cuyo único freno es la ley, representada por el policía que dará al
traste con su delito. Bueno, y la mala suerte, porque ya desde este momento
queda bien claro que Barton Tare, nuestro protagonista, está marcado por la
fatalidad.
Las escenas siguientes,
el juicio por robo del adolescente Bart que darán con él en el reformatorio,
sirven para mostrarnos su pasado en breves flashbacks. Conoceremos así su
desmedida pasión por las armas de fuego pero también que se trata de un joven
de buen corazón. Tras cumplir su condena e ingresar en la armada para luchar
por su país en la guerra, volverá a su pueblo natal reformado y dispuesto a
llevar una vida de hombre de bien. Su obsesión por las armas sigue intacta,
pero todo parece indicar que ha sabido encauzarla. Con sus dos amigos de la
infancia visita una feria que se ha instalado en el pueblo. Y es entonces cuando
se desata su pasión de nuevo: entran en una barraca en la que se anuncia que
actuará la mejor tiradora de Inglaterra y Bart quedará arrebatado por la joven
que retadora mira a todos desde el escenario y dispara sin fallar un solo tiro.
Annie Laurie Starr, la joven que disfrazada de pistolera muestra su habilidad
prodigiosa en el escenario, está interpretada por la actriz inglesa Peggy
Cummins, una de tantas importadas por Hollywood que nunca llegó a triunfar.
Esto no importa demasiado, porque quedará por siempre inmortal para nosotros
apareciendo a tiro limpio entre volutas de humo enarbolando sus dos doradas
pistolas y lanzando una de esas miradas que solo el cine nos puede ofrecer. Deadly is the Female fue el título
original con el que se iba a estrenar la película, y nunca tan adecuado, porque
aparece ella y ya sabemos la que le espera al pobre Bart. Éste, interpretado
por John Dall, quedará fascinado por esa chica que dispara casi tan bien como
él. Los cruces de miradas y gestos en esta secuencia de la feria son
sencillamente un acto de amor salvaje a primera vista. Uno de los momentos
fuertes del espectáculo consiste en que la joven reta a cualquier persona del
público a que la supere en su habilidad. Y Bart sale para allá disparado, nunca
mejor dicho, como impelido por un resorte que ya lo llevará camino al infierno
sin posibilidad de escapar. Las miradas entre ellos, los gestos, cómo Lewis los
coloca en el plano y los hace flirtear sin palabras de amor es todo un
prodigio. No se llegan a tocar en ningún momento, pero ya han hecho el amor.
John Dall, actor de
reconocida homosexualidad y que ya había interpretado un papel donde ésta
jugaba un papel importante en la trama, la película de Alfred Hitchcock La soga (Rope, 1948), saca aquí a
relucir, en connivencia absoluta con Lewis, toda la feminidad que requiere su
personaje para contrastarlo con la masculinidad de Laurie. Él es delicado y
está lleno de dudas y remordimientos. Ella es decidida y no se arredra ante
nada. El cambio de roles, aunque no era algo extraño en el cine negro de la
época, plagado de mujeres fatales, juega aquí un papel fundamental. Porque si
bien es cierto que no deja de ser algo misógino que todo el mal proceda de la
mujer, en Gun Crazy queda bien
patente que la debilidad de Bart es también el germen de su perdición. Arrastrado
por el deseo de Laurie de darse a la gran vida sin tener que seguir trabajando
como perros de ciudad en ciudad, ambos optarán por el camino fácil del delito.
Pero este camino fácil,
sobra decirlo, no será tal. Ya desde el primer golpe sabremos que nuestra
pareja ha iniciado un viaje sin retorno a la oscuridad. Justo antes ya nos ha
mostrado Lewis a nuestros dos protagonistas cenando al fondo de un restaurante
en el cual el decorado los arrincona, dando forma visual al estado vital de la
pareja, recurso que el director tendrá siempre presente durante la película.
Potenciado en todo momento este efecto por la fotografía de fuertes contrastes
del gran Rusell Harlan. Asfixiados por la cruda realidad, siempre intentarán
escapar de la realidad que los constriñe. Comen con desesperación una
hamburguesa de la que han tenido que prescindir de la cebolla porque no se la
pueden permitir. Alojados en una pestilente habitación de hotel, Laurie
presionará a Bart para que comiencen su vida delictiva. Bart se resiste como
puede, pero cuando ella le dice que lo abandonará si no consiguen dinero
pronto, el joven cederá. Claro que con Laurie tumbada sobre la cama
pidiéndoselo de una forma tan sensual que hasta el mismo Gandhi mataría a quien
se le pusiera por delante también tiene su peso en la decisión. Es otro momento
en que la sexualidad implícita en cada gesto, en cada mirada, en cada leve
movimiento de los actores es sencillamente fuego puro en la retina del
espectador.
Su primer golpe será en
el hotel en el que se alojan. En plano medio frontal Laurie y Bart toman el
dinero de las temblorosas manos del recepcionista. Valiéndose de un fabuloso
travelling hacia adelante mientras ellos retroceden mirando a cámara, Lewis de
nuevo nos muestra a los dos antihéroes constreñidos por el decorado: están
entrando en un callejón sin salida del que ya no podrán salir jamás. En su
fabuloso trabajo de dirección, Lewis incidirá continuamente en mostrarnos a
Laurie y Bart corriendo por largos pasillos y estrechas callejuelas en busca de
esa salida desesperada que nunca encontrarán. O bien ocultos en una cabaña
abandonada, rostro contra rostro en planos claustrofóbicos en los que ambos se
ahogan mientras hablan de poder huir felices. Al final llegará a encerrarlos en
una prisión de niebla, cerradas todas las puertas a una posible opción de huir,
pero ya llegaremos a ese momento.
Se suceden escenas
cortas, explosivas, de los pequeños atracos que van cometiendo. Hasta que
llegan a la pequeña ciudad de Hampton. Allí se desarrollará la que quizá sea la
secuencia más famosa y celebrada de la película. Lewis instala la cámara en el
asiento trasero del coche robado que conducen Laurie y Bart y ese será el punto
de vista desde el que el espectador verá toda la escena. Un parabrisas sobre el
que se recortan los bustos de espaldas a cámara de nuestra pareja. Un plano
secuencia prodigioso que dejará el atraco en off. Los observaremos acercarse al
lugar del robo, aparcar frente al establecimiento y a Bart abandonando el
coche. Nada más entrar, un policía se detiene en la puerta y Laurie baja del
coche para distraerlo. Lewis no corta el plano, sino que mueve la cámara
desplazándola hasta la ventanilla derecha y desde allí observaremos cómo Laurie
entabla conversación con el policía para distraerlo. La cámara volverá a su
posición cuando ambos entren de nuevo en el vehículo y emprendan la huida. Solo
veremos el rostro exultante de placer de Laurie volviéndose a mirar si los
persiguen. Lewis repetirá este emplazamiento de la cámara en los sucesivos
atracos como si quisiera evitar mostrarnos el lado malvado de la pareja. Solo
de manera breve veremos la expresión salvaje de Laurie y, más adelante, el
rostro dubitativo y convulso de Bart que no se atreve a disparar a unos
policías que los persiguen. Hasta cuando en el momento en que todo parece ir
bien para ellos Laurie decide confesarle a Bart un crimen cometido hace tiempo,
Lewis rueda a la actriz desde atrás sin mostrarnos su rostro. El mal no está en
ellos, parece querer decirnos: el mal los rodea y los acosa y los toma como
rehenes.
Su carrera criminal
enfilará la senda final de un callejón sin escape cuando Laurie mate a dos
personas en el atraco a una empresa en la que se han puesto a trabajar,
infiltrados a la espera de dar su golpe definitivo. Laurie es recriminada por
una provecta secretaria por llevar pantalones, otra vez el juego de roles a la
inversa, momento que servirá a Lewis y sus guionistas no solo para esto, sino
para mostrar el lado más salvaje de la joven poco después: asesinará a la
secretaria en el transcurso del robo. Su ansia de dinero está enturbiada
también por el afán de venganza, por su compulsión autodestructiva de eliminar
de su camino a tiros todo aquello que se le oponga.
Acosados y perseguidos,
incapaces de separarse y huir cada uno por su lado como indicaría la lógica,
buscarán refugio en las montañas, ese lugar primitivo que supone la vuelta a lo
esencial, la madre tierra como única protectora cuando ya no nos queda nada. Se
había mostrado así con anterioridad en otros clásicos del género: en El último refugio (High Sierra, 1941) de
Raoul Walsh o en Retorno al pasado (Out
of the Past, 1947) de Jacques Tourneur. Y de allí a los pantanos en los que
culminará su huida. Aunque la referencia que a mí me viene a la mente, por los
furiosos travellings siguiendo a la pareja por el bosque y ese desenlace
huyendo entre la niebla, es el de El
malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, Irving Pichel y Ernest B.
Schoedsack, 1932).
En la secuencia final,
con Laurie y Bart ocultos en los pantanos, Lewis hará de la falta de medios
cine con mayúsculas. Un cañaveral de estudio, niebla por doquier para ocultar
los decorados y unas voces en off para darnos a entender que están rodeados por
docenas de policías: la grandeza de la serie B. La atmósfera es opresiva y las voces
suenan como si temblaran en el vacío. Su ataúd es un sarcófago blanco hecho de
volutas de niebla. Bart decidirá poner fin a todo y su último gesto de
humanidad resume la ironía de unas vidas desesperadas llevadas hasta el límite,
una pasión destructora que los ha llevado por el mal camino pero sin la cual no
hubiera valido la pena ninguno de ellos. Bart: “Es como si no hubiera pasado
nada, como si nada fuera real en mi vida.” Laurie: “Cuando te despiertes,
mírame acostada junto a ti. Soy tuya y soy real.” Bart: “Eres lo único real en
mi vida, Laurie. El resto es una pesadilla.” Una pesadilla que tocará a su fin
cuando, de manera definitiva, los envuelva la oscuridad. (José Luis Forte)
Recomendada.
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