Título
original: R.M.N. Dirección: Cristian
Mungiu. País: Rumanía. Año: 2022. Duración: 125 min. Género:
Drama.
Guión: Cristian Mungiu. Fotografía: Tudor Vladimir Panduru. Montaje: Mircea Olteanu. Producción: Les Films du Fleuve, Mobra Films
Productions, Why Not Productions, Filmgate Films, Film I Väst, France 3 Cinéma.
Sección Oficial del
Festival de Cine de Cannes 2022.
Fecha del estreno: 28 Diciembre 2022 (España).
Reparto:
Marin Grigore, Judith State, Macrina
Barladeanu, Orsolya Moldován, Rácz Endre, József Bíró, Ovidiu Crisan, Zoltán
Deák, Cerasela Iosifescu, Andrei Finti, Bacs Miklos, Alin Panc, Victor
Benderra, Amitha Jayasinghe, Gihan Edirisinghe, Nuwan Karunarathna, Kovacs
Levente Jr., Varga Csilla, Orban Attila, Boros-Piroska Klara, András Hatházi,
Lucian Ifrim, Axel Moustache.
Sinopsis:
Unos días antes de Navidad, Matthias vuelve a su pueblo natal, una localidad multiétnica de Transilvania, tras dejar su trabajo en Alemania. Está preocupado por su hijo, Rudi, que ha crecido sin él, y por su padre, Otto, que se había quedado solo, y desea volver a ver a Csilla, su exnovia. Trata de implicarse más en la educación del niño, que ha pasado demasiado tiempo a cargo de su madre, Ana, y quiere ayudarle a superar sus miedos irracionales. Cuando la fábrica que Csilla dirige decide contratar a empleados extranjeros, la paz de esta pequeña comunidad se verá perturbada, y las inquietudes afectarán también a los adultos. Las frustraciones, los conflictos y las pasiones volverán a aflorar, rompiendo la paz aparente de la comunidad.
Comentarios:
El territorio donde
transcurre la nueva película de Cristian Mungiu marca el tono de una historia
que, precisamente, pretende captar la —desalentadora— realidad de este mismo
lugar. Estamos en Transilvania, región histórica del centro-noroeste de
Rumanía, donde conviven nativos, claro está, con ciudadanos húngaros, y
alemanes, y franceses… hasta con una comitiva recién llegada de esrilanqueses.
Un melting pot, vaya, orquestado por las promesas lanzadas a unos, y la
indigna e indignante falta de estas mismas, que otros sienten en sus propias
carnes. Muchos se van (hasta el punto en que podríamos hablar de «Rumanía
vaciada»), pero otros llegan con la intención de encontrar una vida mejor.
Aquí, donde las montañas están groseramente recortadas, quedando expuestas como
desasosegantes apilamientos piramidales de terrazas; aquí, donde el asfalto de
las calles es cíclicamente engullido por el barro; aquí, donde los bosques,
como sucedía con esas fábulas que alimentaban nuestras pesadillas infantiles,
son el escondrijo traicionero de bestias feroces; aquí, donde el cielo, siempre
encapotado, se niega a negociar cualquier color que se aleje de las tonalidades
grises. La única expedición cromática que se permite la película cala en unos
subtítulos cuya paleta cambiante intenta poner orden en la amalgama de idiomas
que compone buena parte del ruido ambiente. En defensa del sitio donde nos
encontramos, la climatología depresiva se debe a las fechas por las que se
mueve la acción: las que están marcadas por la navidad y la llegada inminente
de un nuevo año.
Aunque el espíritu
festivo que debiera calentar los hogares de las familias y los corazones de las
gentes, quedó extinguido hará ya mucho tiempo. «¡En este pueblo no tenemos
problemas desde la década de los 90!», proclama un aldeano; «¡Sí! Desde que
expulsamos a los últimos gitanos», corrobora otro; «Bueno, todo esto si no
contamos aquellos ocho homicidios de hará un par de años…». Este es el nivel.
Poco antes de tan lamentable intercambio de impresiones, un hombre lejos de su
hogar (el personaje más central de esta historia) se ha hecho el harakiri
laboral al golpear furiosamente a su jefe, un miserable que, para señalar de su
subordinado, le ha emparentado con el pueblo cíngaro. Una ofensa intolerable.
Porque él no es gitano, gitanos son los demás; todos los sinvergüenzas que
conspiran, a todas horas, para arruinarle la vida. Marin Grigore encarna al
antiheroico protagonista de la función, un hombre de rostro impenetrable, al
que durante las poco más de dos horas que le acompañamos, casi nunca podemos
verle los ojos. Imposible conectar con él, ya desde esas primeras impresiones
insinuadas por el físico. Su rostro no dirige mirada alguna, solo una sombra
insondable, porque su prominente ceño es una visera natural permanente, porque
en Transilvania nunca brilla el Sol… porque por mucho que intente ocultarlo, la
suma-cero de factores con la que se construye su voluntad (o la falta de ella),
obedece a la indigesta mezcla de los impulsos más primarios (animales, si se
prefiere), con el rol de liderazgo que le otorga la condición de hombre (o sea,
señor) adulto. Y ahí va el nuevo «sheriff» del pueblo, intentando poner orden
en un caos mayormente alimentado por él. Por los de su calaña, también.
Venimos, conviene
recordarlo, de la controvertida Concha de Oro otorgada a Alina Grigore por su Blue
Moon, desquiciado retrato de la Rumanía rural, presentada esta como un
páramo desértico del patriarcado. Sin necesidad de alzar tanto la voz, Mungiu
constata y ahonda en la radiografía ofrecida por su compatriota. A partir de un
drama familiar (el del hombre sombrío que, tras perder su trabajo en el
extranjero, vuelve a un hogar en el que no es bienvenido), “R.M.N.” va
expandiendo el foco, familiarizándose con algunos de los miembros más
relevantes de una comunidad empeñada en ver la riqueza ofrecida por su
heterogeneidad identitaria, como una maldición mandada por un dios cruel. Así,
la esfera íntima en la que al principio se movía el relato, va confirmando sus
prioridades políticas. De un punto al otro, Cristian Mungiu se apoya en
mecanismos reconocibles del cine de género: el thriller (el guion, cómo no,
parte de un misterio; de una imagen impactante que no alcanzamos a ver, y que
iremos persiguiendo durante buena parte de la trama), el terror (véanse, o no,
esas figuras borrosas en segundo plano; esas manchas de fondo, tan ambiguas
como amenazantes, que ya son puro sello autoral), el western. Recién llegado de
Sri Lanka, un panadero intenta ubicarse en el terreno. ¿Dónde está ese pueblo?
¿Y aquella ciudad? Ah, claro… disculpe, es que, desde mi país, todos estos
puntos quedan hacia el oeste.
Y sí, ahí está, desde
Europa del Este, una crónica que parece sacada del Wild West. El hombre sin
ojos blande un rifle de caza con la misma (in)seguridad con la que se escuda en
su virilidad para justificar sus acciones. Y no hay más, de verdad, por mucho
que se intente desviar la atención con palabrería. Toda esta estalla en una
tempestad comunal que vuelve a encumbrar a Mungiu como un cineasta superdotado.
El pueblo de la Rumanía vaciada, harto de las frustraciones y tensiones
generadas en su seno, ha reunido a prácticamente todos sus habitantes para
decidir, de manera democrática, cómo demonios va a resolverse tanto malestar.
Con esto, observamos desde un plano fijo de aproximadamente quince minutos
(¡formidable set piece rumana!), una especie de experimento político en
el que todas las conclusiones son para echarse las manos a la cabeza. El
monstruo social despliega toda su intolerancia, luciendo la aberrante falta de
solidaridad entre los pueblos diasporizados, sobre todo cuando estos juegan en
terreno propio. Dicho de otra manera: qué lástima y empatía nos despiertan
aquellos que emigran… y qué alergia se activa ante los que les toca inmigrar.
La cámara del autor de “4 meses, 3 semanas, 2 días” capta, sin moverse un solo
centímetro, todos los gestos y todas las declaraciones delatoras. Las que
hablan por sí solas; las que no pueden maquillarse. Mungiu, único sheriff
posible en este infierno, actúa de manera tan contundente como poco sutil,
porque sabe la dimensión (descomunal) del mal al que se enfrenta. Ante esto, no
vale esconderse, ni las medias tintas, ni mucho menos las ambigüedades. Con
estas oscuras artes (es decir, con el fuera de cuadro; esa atrocidad que
existe, pero que permanece invisible) hemos llegado a esta calamidad; solo
arrojando luz sobre dichas cobardías, podremos disolverlas. (Víctor Esquirol)
Recomendada.
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