Tom Sawyer, Huckleberry Finn o Jim Hawkins. El espíritu de Mark Twain y Robert Louis Stevenson aletea en muchas películas de aventuras. La pregunta del millón es: ¿conserva su vigencia el cine de aventuras en el siglo XXI? ¿O se ha convertido en una reliquia del pasado, que asoma esporádicamente a las pantallas, resistiéndose a desaparecer, a semejanza de lo que le ocurre al wéstern? No deja de ser paradójico en tal sentido que los años en que apenas se hacían películas del Oeste hayan coincidido precisamente con su reconocimiento en forma de premios Oscar, véanse Bailando con lobos (Dances with Wolves, Kevin Costner, 1990) y Sin perdón (Unforgiveness, Clint Eastwood, 1992). El viejo tema de la frontera nunca deja de cautivar, la existencia de territorios vírgenes y sin explorar, donde no todo está reglamentado con pelos y señales, permite el reencuentro con uno mismo en singular aventura, el planteamiento del reciente film de corte ecológico, y por tanto muy contemporáneo, Hacia rutas salvajes (Into the Wild, Sean Penn, 2007) va en esa dirección.
En todo caso, no parece casual que muchas de las últimas películas de aventuras, aun desarrollando sus tramas en nuestros días, presenten una completa ausencia de artilugios omnipresentes en la sociedad contemporánea —videoconsolas, teléfonos móviles, ordenadores, etc. — y la fisicidad de la naturaleza, manifestada sobre todo en el río y los árboles, parece toda una declaración de principios, una reivindicación del género por parte del cineasta: la aventura es la aventura, ayer, hoy y mañana, no se pueden perder en la noche de los tiempos las experiencias iniciáticas de la adolescencia, más o menos dolorosas, que conducen de la infancia a la juventud madura.
El diccionario de la lengua de la Real Academia Española define aventura en una de sus acepciones como «empresa de resultado incierto o que presenta riesgos». Por lo que podría decirse que, en definitiva, toda personal existencia humana es una aventura, se quiera o no. Sin embargo, en tiempos acomodaticios como los actuales, en que se quiere tener el control de todo y se abomina de cualquier tipo de sobresaltos —la consulta del parte meteorológico en los smartphones ha devenido en casi obsesivo—, no puede haber algo más contrario a la mentalidad dominante que la aventura. Aunque, paradójicamente, existe una añoranza de la sorpresa, el deseo de acometer algo con final imprevisible al cien por cien, lo que conduce a veces a la búsqueda de sucedáneos de aventuras, como pueden serlo los deportes de alto riesgo, o la inmersión en mundos virtuales con desafíos de los que supuestamente saldremos indemnes. En cualquier caso, y al igual que les ocurre a los hobbits Bilbo y Frodo Bolsón de J. R. R. Tolkien, muy cómodamente instalados en sus agujeros del suelo en la Comarca, pero no del todo a gusto, el ser humano necesita respirar aventura, proponerse metas arduas que valgan la pena, aunque solo sea para luego disfrutar aún más del hogar, dulce hogar. Y la ficción, literaria o cinematográfica, invita a llenar los pulmones de oxigenante aire aventurero.
El cine de aventuras es casi tan antiguo como el propio cinematógrafo, no hay más que pensar en el pionero Georges Méliès y su Viaje a la Luna (1902) inspirado por Jules Verne. Seriales como el Fantomas de Louis Feuillade o el Flash Gordon de Frederick Stephani explotaban a un personaje carismático y novelesco, y sus andanzas podían terminar en el momento más emocionante, lo que invitaba a aguardar expectante la entrega de la semana siguiente. El celuloide permitía plasmar en imágenes todo tipo de andanzas exóticas y de corte fantástico, y muchos directores supieron trasladar la tradición literaria aventurera a la pantalla, incluso identificándose con ese tipo de historias. Uno de los grandes fue Raoul Walsh. De niño voraz lector de novelas de aventuras conoció a Mark Twain y a Pancho Villa, tuvo juvenil experiencia marinera y en 1924 acometió con Douglas Fairbanks El ladrón de Bagdad (Thief of Bagdad), uno de los cuentos incluido en Las mil y una noches. Frecuentador del wéstern y las películas de piratas, también firmó clásicos como El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952), ambientada en mundo de los cazadores de focas en la Alaska rusa.
Reino Unido tuvo el impulso de los húngaros hermanos Korda, Zoltan, Alexander y Vincent dieron lustre al cine aventurero, adaptando a A.E.W. Mason —Las cuatro plumas (The Four Feathers, 1939)— y Rudyard Kipling — Sabu-Toomai el de los elefantes (Elephant Boy, 1937) y El libro de la selva (Jungle Book, 1942), ambas con Sabu—. La edad dorada de Hollywood coincidió, como es lógico, con títulos memorables del cine de aventuras que bebían de una sólida tradición oral y escrita. Estaban la saga de Tarzán basada en Edgar Wallace, con Johnny Weissmuller como rostro característico, las andanzas de Robin Hood encarnado por Errol Flynn, los tres mosqueteros de Dumas padre con Don Ameche como D’Artagnan. No ha habido mejor versión de La isla del tesoro que la de Victor Fleming en 1934, con unos extraordinarios Wallace Beery y Jackie Cooper, y no es de extrañar que también figurara como responsable de El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939), adaptación de la obra de L. Frank Baum. Antes de que la segunda guerra mundial lo cambiara todo, y quizá a modo de fórmula para afrontar las consecuencias de la Gran Depresión, este cine permitía evadirse, echar a volar la imaginación hacia lugares exóticos, como ocurría en Gunga Din (George Stevens) o Beau Geste (William A. Wellman), ambas de 1939.
John Huston, él mismo un aventurero nato, sería de los que aguantaría el tipo abordando el género, tal vez porque le insuflaba un personal punto de ironía, de modo que entregó títulos imprescindibles como El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of Sierra Madre, 1948), La Reina de África (The African Queen, 1951), a partir de C. S. Forester, Moby Dick (1956), basada en Herman Melville, y, canto del cisne, El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, 1975), según la obra de Kipling. Afirmaba el cineasta que «siempre me siento oprimido en presencia de demasiadas normas, normas severas. Me apuran. Me gusta la sensación de libertad. No es que busque la libertad absoluta del anarquista, pero me impacientan las reglas que proceden de los prejuicios». También Howard Hawks, que antes de la guerra hizo Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939), firmaría otro título también crepuscular, ¡Hatari! (1962), influencia indudable para Steven Spielberg en El mundo perdido: Parque Jurásico 2 (The Lost Work: Jurassic Park, 1997). Hawks aseguraba que «el mejor drama para mí es el que muestra al hombre en peligro. No hay acción donde no hay peligro. […] ¡Vivir o morir! ¿Hay drama mayor?».
Aunque tras la conflagración mundial no faltarían películas como el Ivanhoe basado en Walter Scott e interpretado por Robert Taylor, o nuevas adaptaciones de los mosqueteros, como las de Richard Lester en los años setenta, algo estaba empezando a cambiar. Asomaban la guerra fría y el pánico nuclear, y cintas como La invasión de los ladrones de cuerpos (The Body Snatcher, Don Siegel, 1956) se convirtieron en metáfora del peligro comunista. El mundo se hizo más cínico, y había deseos de libertad y de cambio del estado de las cosas, no a Vietnam, haz el amor y no la guerra, la imaginación al poder, revolución sexual, movimiento hippy, fuera cortapisas de la censura en las pantallas. Irónicamente tituló Michelangelo Antonioni La aventura (L’avventura, 1960), una cinta emblemática del llamado antiargumento, una película de misterio sin misterio según James F. Scott, que sirve para diseccionar a una burguesía vacía de ideales. Es cierto que había grandes superproducciones como Ben-Hur (William Wyler, 1959) o Lawrence de Arabia (David Lean, 1962) que mostraban a las claras que había sed de aventuras, pero lo cierto es que el género comenzó a languidecer, tuvo que refugiarse en la serie B.
A George Lucas y Steven Spielberg se les atribuye con motivo la recuperación del cine de aventuras gracias a La guerra de las galaxias (1977) y En busca del arca perdida (1981), claras películas deudoras de sus amados seriales cinematográficos. El cine se había vuelto demasiado sesudo y oscuro, y el espíritu adolescente de muchos adultos despertó con unas trepidantes películas de buenos y malos, princesas y tesoros, persecuciones y sacrificio, que también hacían vibrar a la gente joven. El efecto perverso de tal logro fue que el nuevo cine de aventuras demandaba unos costosos efectos visuales. Hollywood entraría en la espiral de los blockbusters de altísimo presupuesto, por lo que se buscó limitar los riesgos de inversión, lo que en muchas ocasiones se tradujo en la búsqueda de franquicias con las que el espectador estuviera familiarizado, recurriendo a fórmulas ya probadas, los experimentos con gaseosa, vaya. Lo que significaba a la postre renunciar en la medida de lo posible al riesgo, la antítesis de la aventura que se pretendía contar, lo que no podía dejar de pasar factura —si se nos permite el juego de palabras— en forma de películas con frecuencia mediocres.
De modo que la aventura en los últimos tiempos está muy ligada a las traslaciones a la pantalla de los superhéroes de cómic de Marvel y DC, con resultados variables. Y a adaptaciones de libros con ciertas garantías, véanse El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien, o los libros de Harry Potter de J. K. Rowling, acertadas por su esfuerzo prioritario de fidelidad a las obras originales. Aunque el éxito nunca puede garantizarse, un caso muy singular es el de Las crónicas de Narnia de C. S. Lewis, Walden Media logrará sacar adelante, asociado con Disney, El león, la bruja y el armario (2005), de sorprendente éxito. La compañía del ratón quedó menos satisfecha con los resultados de taquilla de El príncipe Caspian (2008), de modo que renunció a producir La travesía del viajero del alba (2010) que al final hizo Walden con Fox, nuevo socio. En estos momentos es difícil decir si los cuatro libros restantes se verán algún día en la pantalla, resulta difícil cuadrar números en unos tiempos en que el cine se ha convertido en empresa de alto riesgo.
Un problema en cualquier caso de todos estos títulos consistía quizá en su elemento fantástico, que introducía un punto de puro escapismo, frente a las aventuras clásicas que pese a su exotismo dejaban al lector-espectador con los pies firmemente asentados en el suelo. Además, el barroquismo abigarrado y exuberante ha hecho irrupción en el género, demasiado pirotécnico y circense —el «más difícil todavía»—, influido sin duda en su ritmo vertiginoso por los videojuegos, que prometen una gran aventura en que el usuario es el protagonista, aunque no deja de resultar irónico que al final acaben empujando a la pasividad y limitando la imaginación. La saga Piratas del Caribe, iniciada en 2003 con Johnny Depp como su rostro emblemático, debe probablemente más su éxito a la conexión con el tono burlón de las películas clásicas de Burt Lancaster y compañía que a su simple perfección técnica, algo que parece corroborar la pobre acogida en 2013 de El llanero solitario, con el mismo equipo tratando de repetir fórmula, pero cayendo en la trampa del artificio sin alma. Y no está de más recordar que la cinta animada de Disney El planeta del tesoro (Treasure Planet, John Musker y Ron Clements, 2002) se complicaba la vida adaptando la novela de Stevenson en clave de ciencia ficción, que John Silver sea un cyborg, francamente, poco aporta a la historia original, y puede interpretarse como una muestra de condescendencia con los espectadores de las nuevas generaciones, que se supone no sabrán apreciar la trama si no se les sirve convenientemente triturada por la túrmix de la modernidad.
De todos modos, insisto de intento, uno de los problemas a los que se enfrenta el actual cine de aventuras se llama dinero, dinero, dinero. Las inversiones son colosales, y a veces se logra conectar con el público —La momia (The Mummy, Stephen Sommers, 1999), Avatar (James Cameron, 2009), Prince of Persia: Las arenas del tiempo (Prince of Persia: The Sands of Time, Mike Newell, 2010)— pero otros muchas no —10.000 (Roland Emmerich, 2008), Airbender: El último guerrero (The Last Airbender, M. Night Shyamalan, 2010), John Carter (Andrew Stanton, 2012)—. Por otro lado, los jóvenes cada vez muestran menos interés por un cine supuestamente dirigido a ellos, pero con el que a menudo no conectan, absorbidos por otros intereses a los que les reclaman las pantallas de sus smartphones. Con este panorama de una ficción aventurera degradada, habría que señalar un camino diferente a seguir: películas de presupuesto más ajustado, donde se cuidan mejor la definición de personajes y los aspectos dramáticos, al beber las tramas de las cuestiones más universales planteadas por el cine clásico de aventuras. (José María Aresté)
Foto de Inicio: Capitanes intrépidos (Victor Fleming, 1937)
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