domingo, 3 de octubre de 2021

La jauría humana (Arthur Penn, 1966)

 

Título original: The Chase. Dirección: Arthur Penn. País: USA. Año: 1966. Duración: 135 min. Género: Drama.

Guión: Arthur Penn. Fotografía: Joseph LaShelle. Música: John Barry. Montaje: Joseph LaShelle. Producción: Sam Spiegel (Columbia Pictures).

Fecha del estreno: 23 Diciembre 1966 (Madrid).

 

Reparto: Marlon Brando, Robert Redford, Angie Dickinson, Jane Fonda, Miriam Hopkins, E.G. Marshall, Robert Duvall, James Fox, Martha Hyer, Janice Rule, Richard Bradford, Jocelyn Brando, Katherine Walsh, Diana Hyland, Henry Hull, Clifton James.

 

Sinopsis:

Un hombre que se ha escapado de la cárcel vuelve a su pueblo, pero sus vecinos, gentes absolutamente degradadas, emprenden contra él una auténtica cacería como si se tratara de una diversión más. Sólo el sheriff, un hombre íntegro y cabal, tratará de evitar su linchamiento.

 

Comentarios:

En la segunda mitad de la década de los sesenta, el cine norteamericano experimentó un punto de inflexión gracias a un puñado de fabulosas películas que empezaron a derribar tabúes respecto al tratamiento (por lo general, light, hasta ese momento) que se daba en pantalla de temáticas tan espinosas como la violencia, el sexo o las adicciones. De esta manera, el cine clásico, tan pegado a las exigencias de los grandes estudios, daba sus últimos coletazos ante un tipo de filmes más arriesgados y con mayor contenido social y crítico, dirigidos por jóvenes cineastas que llegaban pisando fuerte, inspirados, en muchos casos, por los modelos del (más audaz) cine europeo. Títulos como El graduado (Mike Nichols, 1967), Cowboy de medianoche (John Schlesinger, 1969), Danzad, danzad, malditos (Sydney Pollack, 1969) o Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) marcaron a toda una generación a través de sus atrevidas propuestas, convirtiéndose en estandartes de una manera de entender el Séptimo Arte más libre y directa, que no edulcoraba sus historia para evitar herir susceptibilidades. Arthur Penn, director que había debutado con muy buen pie en El zurdo (1958) –western con marcados tintes psicológicos en el que Paul Newman dio vida a Billy el Niño–, para luego anotarse un enorme éxito crítico y comercial con El milagro de Ana Sullivan (1962) donde Anne Bancroft y Patty Duke obtuvieron sendos Oscars de interpretación por sus trabajos–, fue uno de los nombres que mejor contribuyeron a aquellos cambios de aires, siendo Bonnie & Clyde (1967) su aportación más recordada, con Warren Beatty y Faye Dunaway encarnando a la apasionada pareja de delincuentes. Sin embargo, un año antes, Penn había sufrido un varapalo en taquilla (y críticas nada justas) con una gran cinta que tardaría años en alcanzar su merecido status de clásico fundamental para entender el cine norteamericano de la época. Su título: La jauría humana (1966).

 


Sam Spiegel, todopoderoso productor de tres célebres filmes ganadores del Óscar, como La ley del silencio (Elia Kazan, 1954), El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957) o Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), ejerció un férreo control sobre esta adaptación de la obra de teatro de Horton Foote, que significó el retorno de la dramaturga Lillian Hellman –La calumnia– a las labores de guionista, después de unos años en los que fue víctima de la "caza de brujas" del senador McCarthy, por negarse a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas en 1952, y por las consecuentes sospechas de comunismo que recayeron sobre ella. La jauría humana contaba, a primera vista, con no pocos alicientes para resultar un bombazo cinematográfico, empezando por una historia explosiva, dotada de una enorme carga crítica sobre la sociedad americana de los 60 y unos personajes, desde el primero al último, cargados de miserias y contradicciones morales. Hellman construyó un guion brillante, que supo conservar con sabiduría la estructura teatral original y posibilitó el lucimiento de su generoso reparto de estrellas, de las cuales Arthur Penn, como el excelente director de actores que siempre fue, supo extraer lo mejor. Es una lástima (o no, porque el resultado final fue brillante) que, una vez acabado el rodaje, Spiegel mutilara la película, eliminando varias escenas en un montaje final del que su realizador terminaría renegando. El relato de La jauría humana se abre con unos maravillosos títulos de crédito que, acompañados por la soberbia partitura musical de John Barry, nos muestran la desesperada escapada de prisión de Bubber Reeves y otro convicto, mientras son perseguidos por la policía. En el transcurso de la huida, un agente de seguros es asesinado de manera accidental por el compañero del protagonista, pero falsos rumores apuntan a Bubber como causante de ese crimen a sangre fría. La noticia se propaga como la pólvora a través de Tarl, el pueblo del estado de Texas del que es originario el muchacho, encendiendo los odios de unos vecinos movidos por sus más bajos instintos, y creando un clima de paranoia que convertirá una noche de celebraciones –el rico empresario Val Rogers (E.G. Marshall), propietario de media ciudad gracias a la fortuna obtenida del petrolero y el ganado, organiza una gala "benéfica" en su mansión con motivo de su cumpleaños– en una cacería sin cuartel que desafía cualquier legalidad o código de conducta.

 


La jauría humana debe la mayor parte de su solidez a una elaboradísima construcción de personajes (desde el primero hasta el último), dotados de una complejidad inusitada que hace que incluso los más secundarios tengan mucho que aportar en el asfixiante microcosmos que se nos expone. Así tenemos en Bubber –un Robert Redford que había sido nominado al Globo de Oro como promesa masculina un año antes por La rebelde (Robert Mulligan, 1965), y que encontraba en este rol de fugitivo su catapulta definitiva al estrellato, a pesar de que los críticos se ensañaron con este trabajo del incipiente galán– a un perdedor nato, un rebelde sin causa injustamente juzgado y condenado por la ley (y la sociedad), que tiene todos los números para acabar de manera trágica. Su esposa Anna –Jane Fonda, que formaría con Redford una de las parejas más populares de aquellos años en Descalzos por el parque (Gene Sacks, 1967) y El jinete eléctrico (Sydney Pollack, 1979)–, durante la estancia en prisión de su marido, ha iniciado una relación con el hijo de Val Rogers, Jake (James Fox), su verdadero amor de juventud, truncado por la negativa del magnate a aceptar esta unión. Tenemos, de esta forma, un conflictivo triángulo amoroso en el que la chica se debate entre el cariño y la lástima que profesa a Bubber y su aventura adúltera con Jake, enfrentándose a la tesitura de tener que elegir entre ambos cuando los acontecimientos se precipitan de modo dramático. Peor catadura moral demuestran aún los envidiosos empleados de Rogers, como ese Edwin Stewart –notable Robert Duvall–, que simboliza al lobo con piel de cordero, un pobre diablo que, además de vivir con la carga de haber traicionado a su amigo Bubber en la juventud, acusándole de un robo que cometió él, tiene que soportar como su esposa Emily –magnética y sensual Janice Rule–, mantiene relaciones extraconyugales con otro compañero de trabajo casado en sus mismas narices. Ni siquiera una anciana como la madre de Bubber –encarnada por la gran veterana Miriam Hopkins– puede presumir de conducta intachable, ya que no estuvo a la altura de las circunstancias cuando, en el pasado, todo el pueblo señaló a su hijo como un apestado. Tan solo dos personajes parecen escapar de la amoralidad general: el íntegro sheriff Calder –un descomunal Marlon Brando que parece seguir los pasos del Gary Cooper del western Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952)–, al que sus vecinos creen comprado por Val Rogers, a pesar de que su orgullo no le permite aceptar nada que no se haya ganado con el sudor de su trabajo –"Lo malo de usted es que no regala nada. Tarde o temprano pide que se lo paguen" le espeta en una escena Calder a ese magnate al que nadie se atreve a llevar la contraria, algo que dice mucho de su individualismo–, y su abnegada mujer Ruby –una dulce Angie Dickinson en plenitud de su impresionante belleza–. Calder se convertirá en la única persona capaz de evitar que la enloquecida jauría humana en la que se convierten los habitantes del pueblo en una noche marcada por el exceso de alcohol y los intercambios de parejas, termine linchando a un inocente.

 


Sin duda, adelantada a su tiempo, La jauría humana se ha ganado con los años su merecida categoría de obra maestra. En su libreto se acumulaban ingredientes tan potentes como el adulterio, el racismo –presente tanto en la explotación de los trabajadores mexicanos en las tierras de Rogers, como en el acoso que sufre el amigo negro de Bubber–, la violencia latente en el ser humano (esa que se desata con cualquier pequeña chispa), el libertinaje sexual –además de los abundantes intercambios de parejas, el personaje del amante de Emily, al que da vida Richard Bradford, siente una especial predilección por chicas menores de edad– o el abuso de poder por parte del que más dinero tiene –ese Rogers que se siente dueño y señor de todo cuanto le rodea, moviendo los hilos de todas las instituciones, aunque es incapaz de obtener lo que más ansía: el amor de su hijo–. Estamos ante un filme de atmósfera opresiva, excelentemente fotografiado por Robert Surtees, que no teme mostrar el lado más irracional y degradado de sus personajes, estandartes de una América profunda sobre la que se lanza una mirada nada condescendiente –muy característica es, en este aspecto, la escena en que, durante el guateque que los empleados de Rogers montan en casa de Edwin, los invitados comienzan a comportarse como niños enloquecidos mientras simulan un tiroteo–, así como la creciente espiral de violencia a la que estos se ven abocados, llevados por las envidias y viejas rencillas que se prodigan los unos a los otros. Dos momentos de la cinta serán recordados en la posteridad por su innegable fuerza: esa imagen de Marlon Brando –desplegando toda esa sabiduría interpretativa adquirida en el Actor´s Studio– con la cara destrozada y tambaleándose después de que un grupo de desalmados le propine una brutal paliza, y el incendiario clímax final en el cementerio de coches donde se esconde Bubber, convertido en improvisado escenario de (trágico) final de fiesta para los lugareños. No es de extrañar que a una película tan seca, pesimista y crítica con la naturaleza cruel del ser humano –el desbordado sheriff Calder es el primero en perder la fe en sus conciudadanos, asqueado por la inmundicia que le rodea– le costase conectar con el gran público de la época, tal vez asustado ante la idea de verse reflejado en la monstruosidad de sus personajes. La jauría humana es, en definitiva, un impresionante fresco sobre cómo la violencia engendra violencia, con un altísimo componente psicológico en su representación de la misma, que abriría la veda a posteriores clásicos (más explícitos) de los 70 como Perros de paja (Sam Peckinpah, 1971) o Defensa (John Boorman, 1973). Una verdadera joya, de visión obligada, que mantiene intactos unos valores sociológicos y cinematográficos que, en su día, no supieron valorar en toda su inmensidad. (José Martín)

Recomendada.



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