Título
original: Broken Blossoms. Dirección: David
W. Griffith. País: USA. Año: 1919. Duración: 90 min. Género:
Drama, Bélico, Cine Mudo.
Guión: David W. Griffith
(basado en el cuento “The Chink and the Child”,
de Thomas Burke1). Fotografía: G.W. Bitzer (B&W). Música: Joseph Turrin (DVD del 2001). Montaje: James Smith. Producción: David W. Griffith.
Fecha del estreno: 13 Mayo 1919 (EE.UU.)
Reparto:
Lillian Gish (Lucy
Burrows), Richard Barthelmess (Cheng Huan), Donald Crisp (Battling Burrows),
Arthur Howard (Gerente de Buroows), Edward Peil Sr. (Ojo malvado), George
Beranger (El espía), Norman Selby (Un boxeador).
Sinopsis:
Una inocente joven que
vive en un claustrofóbico ambiente en el barrio londinense de Limehouse, es
brutalmente maltratada por su padre, un ex boxeador alcohólico. En este sórdido
lugar, vive una historia de amor con un noble chino, que, incluso lejos de su
tierra, trata de vivir conforme a su filosofía de paz y armonía, pero su
idealista visión del mundo choca con la cruda realidad.
Comentarios:
Cuando el director,
productor y guionista D.W. Griffith llevó a cabo todas esas funciones para
desarrollar Lirios rotos (Broken
Blossoms, 1919), la teoría de los géneros cinematográficos todavía no se había
desarrollado, y estos todavía tendrían muchos cambios por dar. Por tanto,
aunque es lógico considerar dicho filme como un melodrama, no se trata de lo
que se entiende como melodrama clásico —una idea que llegaría posteriormente,
en plenos años veinte. La cinta de Griffith es, en cambio, un melodrama
victoriano, la base más firme del género cinematográfico pero que presenta
considerables diferencias con respecto al grueso del citado modo narrativo. Del
melodrama siempre se ha señalado la intensidad de sus emociones, el grosor de
las temáticas, que son explicitadas a través de lo que se conoce como una
estética del exceso. Todas estas características aparecen en el melodrama
victoriano, que destaca por presentar un reducido espectro de personajes
arquetípicos, que se relacionan en base a temas principalmente amorosos, y en
el que la presencia de la muerte en forma de asesinato es casi una constante.
La diferencia clave que permite marcar un antes y un después en la evolución
del melodrama consiste en la posibilidad de señalar a un antagonista concreto o
no. Mientras que en ejemplos de melodrama clásico como Stella Dallas (King Vidor, 1937) o Solo el cielo lo sabe (All that Heaven Allows, Douglas Sirk, 1955)
no hay un antagonista claro, no hay un personaje al que señalar como el
causante de todos los males de quien protagoniza la historia, sino que es el
modelo de sociedad y sus normas la que lo provoca, en la película analizar es
evidente que sí lo hay —en este caso, el padre de la protagonista, un violento
y borracho boxeador. Por tanto, cuando se habla de Lirios rotos se está haciendo referencia a un melodrama victoriano.
Resulta tremendamente
estimulante recorrer los años previos a la producción de la cinta para entender
toda una serie de decisiones que condicionan Lirios rotos de manera determinante. Era 1919 cuando Griffith
estrenó la obra. Por aquel entonces ya había rodado sus dos tótems
cinematográficos, El nacimiento de una
nación (The Birth of a Nation, 1915) e Intolerancia
(Intolerance, 1916). Es bien conocida la historia que relaciona a ambas, siendo
la segunda la respuesta inmediata a la oleada de críticas que sufrió el
realizador por su manera de retratar a la comunidad afroamericana en la
primera. Pero no se trataba solo de un lavado de cara, sino de un mensaje
subliminal a sus detractores. Al crear una historia sobre la intolerancia, el
autor trataba de mostrarse como una persona tolerante y comprometida con las causas
sociales, pero a la vez acusaba a la audiencia de ser, precisamente,
intolerante con su manera de hacer cine. La decisión muestra la cara narcisista
de un creador megalómano que se consideraba a sí mismo un auténtico artista, en
una época en la que este tipo de términos no se utilizaban con frecuencia en
Hollywood. De hecho, se podría asegurar que Griffith contribuyó en gran medida
al desarrollo del concepto de director de cine como autor, y no como un simple
artesano insertado en la maquinaria de estudio que siempre ha fomentado la meca
del cine.
La creación de una
película como Lirios rotos atiende a
otro ataque de narcisismo por parte de Griffith, quien, más allá de que
estuviera en lo cierto o no, consideraba que sus obras no eran tomadas
suficientemente en serio. A pesar de tener gran fama y ser conocido por sus
proyectos mastodónticos, decidió cambiar radicalmente la aproximación a su
modelo de cine para la producción de su nueva cinta. En este caso no habría
grandes presupuestos, decorados colosales ni metrajes kilométricos. De hecho,
la cinta apenas costó 70.000 dólares, una cifra que el propio director se
aseguró de que se hiciera pública, para reforzar el mensaje que trataba de
mandar. Cuando se asiste a la proyección del filme se explicita hasta qué punto
el autor se esforzó por dar dicha imagen sobre su trabajo. Ya desde los títulos
de crédito hay una serie de evidencias inequívocas. Para empezar, cada uno de
los intertítulos aparecen firmados con las letras “DG”, que corresponden a sus
iniciales, queriendo enfatizar la autoría del responsable de aquello que se
quería mostrar como una obra de arte. Por otro lado, los textos que aparecen en
dichos intertítulos están escritos utilizando un lenguaje poético,
tremendamente recargado, como si de esta manera se quisiera aproximar a la
vertiente literaria del arte —aparte del hecho de que la cinta adapta un relato
literario, The Chink and the Girl,
escrito por Thomas Burke.
Pero la disciplina
artística que mayor influencia tiene sobre Lirios
rotos, también conocida como La culpa
ajena, es la pintura. Por un lado, es normal que esto suceda, puesto que
podría considerarse que el cine es el nieto metafórico de esta —con la
fotografía como nexo generacional entre ambos—, pero la influencia va más allá
de lo básico. Empezando por lo más evidente, Griffith utilizó el tintado de
fotogramas, algo que en 1919 distaba de ser novedoso. Por otro lado, el tipo de
iluminación es determinante. Gracias al trabajo de fotografía de su colaborador
habitual, G.W. Bitzer, el director utilizó una luz suave, que, junto con el uso
de una profundidad de campo estrecha, permitía la creación de fondos
difuminados. Estas decisiones se explicitan en los momentos en los que filmó en
primer plano a su protagonista, a quien daba vida su actriz fetiche, Lillian
Gish. La actriz era iluminada desde arriba, sin sombras en la cara y con un
cierto halo alrededor del pelo. Todo ello, sumado al citado fondo difuminado,
daba lugar a un plano de corte artístico que se aproxima a la estética de la
pintura. Pero quizás el recurso estilístico que termina de confirmar esta
teoría es el uso de los tableaux vivants,
que consisten en, precisamente, utilizar actores y escenarios para representar
imágenes que recuerdan de manera inequívoca a cuadros. Los tableaux son recursos muy habituales en el melodrama —y en esta
cinta son una constante—, puesto que son momentos en los que el tiempo parece
detenerse, de tal manera que se potencia la idea del género, que, a diferencia
del resto de modos narrativos, lejos de focalizarse en contar una historia, en
lo que se interesa es en desarrollar una emoción y forzar al público a que la
viva junto a sus protagonistas. Mediante el uso de tableaux, el tiempo narrativo se detiene y la audiencia posa su
mirada sobre la situación para pararse a vivir la emoción del relato.
El sufrimiento que vive
el público llega de la mano de la protagonista de la cinta, Lucy, conocida como
La Chica. La joven vive en casa de su
padre, Battling Burrows (Donald Crisp), quien la maltrata física y
psicológicamente, hasta el punto de hacer su vida un auténtico infierno. Su
deseo de escapar se potencia cuando entra en contacto con el personaje conocido
como El Hombre Amarillo (Richard
Barthelmess), un asiático que ha emigrado al embrutecido y salvaje Occidente
para tratar de transmitir las enseñanzas vitales de Oriente, que se basan en la
bondad y la compasión. Entre ellos se establece una relación amorosa que los
podría salvar de la pesadilla en la que viven, pero la sociedad, encarnada en
la figura del padre, conspirará para impedirlo. Los melodramas son narrativas
sobre la moral, y, por tanto, en sus historias siempre aparece un aspecto de la
sociedad y sus normas de conducta que sirve de base sobre la que construir el
conflicto. En este caso, existe una ley no escrita que prohíbe las relaciones
interraciales. Aunque en este caso, como ya se ha mencionado, existe una figura
concreta que ejerce de antagonista, este funciona como la personificación de la
moral social. Cuando el padre de la chica impide el contacto entre los amantes,
actúa en nombre de la comunidad, que es la que se opone a que esto suceda. Por
tanto, los melodramas son, al menos en el cine comercial estadounidense,
historias sobre lo imposible, que normalmente, pero no siempre —sin ir más
lejos, como en el caso del subgénero conocido como melodrama masculino o
melodrama trágico, en el que se engloban cintas como Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955) o La ley del silencio (On the Waterfront,
Elia Kazan, 1954)—, es un amor imposible.
Otro aspecto que
determina el modelo del melodrama es lo que se conoce como texto de mudez. Lo
normal en este género es que se vea con total claridad cuál es el conflicto de
la película, pero que nadie hable sobre ello, ya sea porque es un tabú o
porque, como forma parte de las normas sociales de conducta, todos, tanto los
personajes como la audiencia, la conocen de sobra, por lo que ni siquiera hace
falta explicarla. Uno de los recursos narrativos más prácticos para desarrollar
la idea consiste en crear un personaje que no forme parte de dicha sociedad, o
de dicho espectro de la sociedad. Al ser un extraño, un intruso, se evidencia
la norma, ya sea porque el personaje no la comprende o porque es el germen del
conflicto. En este caso, no hace falta ser explícito en el relato acerca del
rechazo que existía en la sociedad de la época ante las relaciones
interraciales. Por ello, sin que haya referencias claras e insistentes con
respecto al problema, cualquier persona que vea Lirios rotos entenderá sin ningún problema qué es lo que genera los
conflictos sociales y la angustia en sus personajes.
Esta característica
estilística del melodrama permite el desarrollo de la clave del mismo: la
estética del exceso. Puesto que existe una serie de normas que se aplican con
mano dura, pero de las que no se habla, la única manera en que la película
puede comunicarlo, si no es mediante las palabras de los personajes, será
mediante sus acciones o la estética. En la película abundan momentos de
melodramatismo intenso, en los que Lillian Gish llora angustiada o directamente
grita desesperada de terror. La propia estética de la imagen ayuda, con
momentos en los que, mediante la iluminación, Griffith tontea con las claves
visuales del terror, como las escenas en las que el padre golpea o amenaza a su
hija, siendo el ejemplo paradigmático el momento en el que el boxeador rompe
con un hacha la puerta del armario en el que la joven se había encerrado, una
escena que probablemente influyó en la posterior La carreta fantasma (Körkarlen, Victor Sjöström, 1921) y que se
convirtió en un auténtico icono pop gracias a El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), hasta el punto
de ser homenajeada de manera mimética en cintas como Cobra: el brazo fuerte de la ley (Cobra, George Panos Cosmatos,
1986).
El exceso también llega
desde lo narrativo. El hecho de que los melodramas se centren en desarrollar
emociones, y no historias, provoca que el tempo narrativo sea muy distinto al
de cualquier película comercial hollywoodiense de la época. Sin ir más lejos,
si se compara con las obras previas de Griffith citadas al principio del texto,
se llega con facilidad a la conclusión de que tanto el número de situaciones
que tienen lugar a lo largo del metraje como el ritmo con que se narran es
claramente inferior en el caso de Lirios
rotos. Al tener lugar pocas acciones, se permite que cada una de ellas se
desarrolle hasta la extenuación, exprimiendo los sentimientos hasta el
paroxismo. Para ello el ritmo debe ser lento, como así ocurre, lo que a su vez
permite que en los momentos clave la narración literalmente se detenga para
crear los citados tableaux vivants.
Todavía faltaban años para que el melodrama solidificase sus claves
estilísticas y narrativas, pero ya en 1919 Griffith mostró un amplio
conocimiento del género. Aun tratándose de un melodrama victoriano, las
características principales del modo narrativo aparecen con claridad, lo que le
permiten desarrollar el proyecto de una manera más artística. No parece casual
que el autor estadounidense escogiera precisamente uno de los géneros del cine
comercial que menos atención le presta al guion, de tal manera que se vieran
satisfechas sus intenciones de crear una pieza de arte, y no de entretenimiento.
Aunque ingenuo, explícito, por momentos hasta lo burdo, e incluso mostrando una
imagen tremendamente racista de sí mismo a pesar de que pretendía hacer todo lo
contrario —ese tratamiento paternalista y estereotipado del mundo oriental—,
D.W. Griffith logró su objetivo de mostrar al mundo que su talento iba más allá
de la producción de filmes técnicamente espectaculares. (Yago Paris)
Recomendada.
Excelente película y sobrecogedora secuencia (el final es estremecedor cuando Lilliam Gish suplica clemencia intentando acariciar la cara de su padre). La parte en que este rompe la puerta con el hacha recuerda, por cierto, a la mítica secuencia de El Resplandor. Subrayaría también la excelente música. No hay que olvidar que Griffith tenía una formación musical y que concedía mucha importancia a la bandas sonoras.
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