viernes, 11 de enero de 2019

Inolvidable “Centauros del Desierto”, de John Ford



Centauros del desierto (1956), todo un clásico del Oeste, no es en absoluto un western clásico. En esta cinta el bien no triunfa sobre el mal, ni la civilización se impone a la naturaleza. Las contradicciones y secretos que personifica el protagonista –al que resulta difícil denominar “héroe”- quedan sin resolver. Tres años después de finalizar la guerra de Secesión, Ethan Edwards (John Wayne) visita la granja que su hermano Aaron (Walter Coy) tiene en Texas. El reencuentro no dura mucho. Tras buscar infructuosamente a unos cazadores furtivos, Ethan regresa a casa de sus familiares para descubrir un panorama desolador: Aaron y su esposa Martha (Dorothy Jordan) han sido asesinados por unos comanches nómadas, que también han secuestrado a sus dos hijas, Lucy y Debbie. Ethan, respaldado por un grupo de exploradores, se lanza inmediatamente a su persecución. Entre los hombres que le acompañan se encuentra el joven Martín Pawley (Jeffrey Hunter), hijo adoptivo de la familia al que el propio Ethan encontró años atrás en el desierto. No tardarán en encontrar el cadáver de Lucy. Mientras que los demás deciden abandonar, Ethan y Martin continúan la búsqueda en solitario. Su aventura durará cinco años, durante los cuales crecerá en el interior de Martin la terrible sospecha de que el deseo de Ethan no es dar con su sobrina. En realidad, desea matar a Debbie, que en compañía de los comanches se ha convertido en una india.


“De modo que al final daremos con ella. Te lo prometo. La encontraremos”

Sin despojar al western de su mítica fuerza, John Ford (¡precisamente él!) adopta una inusitada distancia respecto al género. Este posicionamiento se manifiesta en aquello que no se dice, en el misterio que rodea a Ethan. Nunca descubrimos qué hizo desde el final de la guerra. ¿Fue un héroe?, ¿un bandido?, ¿el orígen de su desmesurado racismo es realmente la venganza?. Sabemos que odia a los indios, sobre todo a la tribu comanche. Sin embargo, durante su delirante búsqueda también descubrimos que posee un profundo conocimiento de las necesidades y estilo de vida de los pieles rojas. Cuando la partida de vaqueros encuentra la tumba de un indio, Ethan dispara a los ojos del cadáver para que el muerto tenga que “vagar eternamente entre los vientos”. Cuando por fin se enfrenta a su archienemigo “Cicatriz” (Henry Brandon), el demoníaco jefe de los comanches, parece como si se mirara al espejo.



Ethan, como revela cada uno de sus gestos, no tiene raíces. En compañía de blancos, siempre es un extraño. En las escenas más famosas de la película, al principio y al final del metraje, aparece solo frente a la puerta de la granja, que simboliza la frontera entre la civilización y el mundo sin leyes, y que él nunca llega a cruzar realmente. Tampoco la cruzó en el pasado, cuando mantenía una relación con Martha, algo que permiten entrever las escasas escenas familiares. Ford cierra la puerta con un recurso cinematográfico denominado “cortinilla”. Ethan se queda solo en la inmensidad de Monument Valley. Al igual que el indio muerto, el perseguidor, acosado por los demonios de su pasado, no encontrará la paz.




Pasó mucho tiempo antes de que la cinta de Ford fuera acusada de racista y todavía más hasta que se reconoció la modernidad de su inusual estructura episódica. La postura del director, tan contradictoria como la de su protagonista, se pone de manifiesto al contemplar la obra en su totalidad. Mientras que nunca se ve a un indio cometer un asesinato, Ethan mata a los pieles rojas que intentan escapa, un hecho sin sentido que horroriza incluso a sus embrutecidos compañeros de aventuras. Hasta la caballería de los EE.UU., la perla de los anteriores filmes del director, comete una horrible masacre. A ellos se contrapone Martin, un hombre de buena fe al que Ethan trata con desprecio desde el principio porque tiene sangre cherokee. El hecho de que el “héroe” termine aceptándole denota su transformación interna. Cuando encuentra a Debbie (Nathalie Wood), que se ha convertido en una india de la mano de “Cicatriz”, podrá por fin abrazarla, no sin antes cortarle la cabellera a éste último. En palabras del actor protagonista, el western más complejo y oscuro de John Ford -cuya estructura de tragedia no se ve en absoluto aligerada por la banal historia secundaria sobre los vecinos suecos, la familia Jorgersen- es también el mejor. John Wayne adereza su rabia de dimensiones épicas con una fuerza y un individualismo irrefrenables. El resultado es aún más impresionante de lo habitual.



Centauros del desierto es un hito dentro de la cinematografía estadounidense y algunos de sus motivos se han reinterpretado, entre otras, en Taxi Driver (1975), de Martin Scorsese y La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas. Según Los Ángeles Times “un racista cargado de amargura al que no le cuesta nada enfadarse ni defenderse, el enemigo implacable de todas las tribus, especialmente de los comanches… Ethan Edward es uno de los retratos más sorprendentes de furia devastadora y sin motivaciones jamás realizados en la pantalla, un aterrador vistazo al lado oscuro de los hombres que dominaron las llanuras, que nadie se molesta en embellecer.


Marion Michael Morrison nació en Iowa, estudió en la University of Southern, California, donde destacó como jugador de fútbol americano. En 1928 empezó a interpretar pequeños papeles en las películas de su amigo John Ford. Su gran lanzamiento se produjo en 1939, gracias a su trabajo en un western clásico de Ford, La diligencia. Director y actor colaboraron en unas 20 cintas, entre las que destacan La legión invencible (1949), Rio Grande (1950) y El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Juntos crearon su imagen de hombre duro: arisco, firme, parco en palabras, certero, fiel a los ideales norteamericanos y que no le hacía ascos al uniforme. Wayne se tomaba con filosofía la acusación de que, básicamente, se interpretaba a sí mismo.


John Wayne, el actor más popular de los EE.UU.

En el filme El hombre tranquilo (1952), el homenaje nostálgico de Ford a sus raíces irlandesas, actuó junto a Maureen O´Hara en la que fue una de su pocas incursiones en la comedia. El intérprete fue fiel a su imagen incluso al pasarse a otros géneros, como la aventura africana de Hatari (1962), o el drama bélico Boinas verdes (1968). El hombre fuerte de Hollywood, que siempre defendió con agresividad su ideología reaccionaria, tampoco perdía ocasión de parodiar su propio mito. Así, en El Dorado (1967) y Río Lobo (1970), dos de los célebres westerns crepusculares de Howards Hawks, vemos a un envejecido Wayne en la piel de un pistolero en decadencia. Ganó su único Oscar por su interpretación de un alguacil alcohólico en Valor de ley (1969) de Henry Hathaway. Su último papel fue el de un vaquero enfermo de cáncer en El último pistolero (1976) de Don Siegel.

John Wayne murió en 1979, víctima de un cáncer de pulmón. Según dicen, hasta el último momento estuvo dispuesto a pegarse con quien fuera.

Virgina Rivas Rosa


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