Título
original: Chlopi. Dirección: D.
K., Hugh Welchman. País: Polonia. Año: 2023. Duración: 115 min. Género:
Animación, Drama.
Guión: DK Welchman, Hugh
Welchman (basado en una novela de W.S. Reymont). Música: Lukasz Rostowski. Fotografía:
Radosław Ładczuk, Kamil Polak. Producción: Agne Adomene, Jelena Angelovski, Sean M.
Bobbitt, Steve Muench, Ivan Pribicevic, Desniana Rozhkova, Sita Saviolo, Kyle
Stroud, Hugh Welchman, Tomasz Wochniak, Olga Zhurzhenko (BreakThru Films,
Polski Instytut Sztuki Filmowej).
Fecha del estreno: 1 Diciembre 2023 (España).
Reparto:
Andrzej Konopka (Mayor Piotr), Julia
Wieniawa-Narkiewicz (Marysia Pastuszka), Robert Gulaczyk (Antek Boryna) Malgorzata
Kozuchowska (Organiscina), Miroslaw Baka (Maciej Boryna), Sonia Mietielica
(Hanka Borynowa) Ewa Kasprzyk (Marcjanna Paczes 'Dominikowa'), Sonia
Bohosiewicz (Esposa del Alcalde), Kamila Urzedowska (Jagna Paczesiówna).
Sinopsis:
Cuenta la historia de
Jagna, una joven de familia humilde decidida a forjar su propio destino en el
pequeño pueblo de la campiña polaca en el que vive. El lugar es un hervidero de
habladurías y disputas continuas donde ricos y pobres comparten el orgullo de
su tierra, las tradiciones locales y un patriarcado profundamente arraigado.
Jagna se verá atrapada entre los deseos enfrentados del terrateniente más rico
de la aldea, un hombre mucho mayor que ella con el que se ve obligada a
casarse, su hijo Antek con el que mantiene un romance secreto y otros miembros
de la comunidad. Pero su rebeldía e independencia la acabarán convirtiendo en
el centro de las envidias y el odio de todos.
Comentarios:
Más de un siglo después de su invención, el cine o más bien algunos cineastas siguen buscando la legitimación de su arte en el pictorialismo. Varios caminos pueden ayudar a un director a acercar la imagen cinematográfica a la imagen pictórica, y con ello a alcanzar una cualidad expresiva que de otro modo se les resistiría. Un autor, el que sea, en un momento dado puede recrearse en un estilo, una escuela o una tradición pictórica. Entonces tendremos a un esteta del plano y la composición. Es un camino despejado, aunque evidente solo para el espectador con inquietudes plásticas. Más abstruso es el camino de los directores que en la puesta en escena sitúan a sus personajes en composiciones esencialmente pictóricas y les demandan una gestualidad codificada durante siglos en la pintura; también en el teatro, pero este es otro debate. Entonces tendremos a un manierista de la dirección y la interpretación, escondido detrás de sus actores. No hace falta dar nombres porque lo divertido de este juego consiste en ir descubriendo sus cartas. Una pista: hay más trileros en el cine de autor que en el cine comercial, en particular cuando el camino no está formado por baldosas amarillas.
Esta breve reflexión es necesaria para abordar y entender en su justa medida el trabajo de la pareja formada por DK Welchman y Hugh Welchman, puesto que primero en Loving Vincent (2017) y ahora en En nombre de la tierra han elegido uno de esos caminos abiertos, en su caso con el propósito de ofrecer «películas pintadas». Se trata quizá del sendero más arriesgado de todos, porque su planteamiento consiste literalmente en pintar al óleo la imagen cinematográfica hasta obtener un híbrido entre la animación y el verismo. No hablamos de la rotoscopia, sino de emplear a un grupo artistas para que pinten a mano cada fotograma, lo que da idea de la magnitud de esta empresa. Si el referente de Loving Vincent no podía ser otro que la pintura de Van Gogh, para En nombre de la tierra DK Welchman y Hugh Welchman se han fijado en la pintura polaca realista de finales del siglo XIX; precisamente la época en que transcurre la historia de la novela en que se basa la película, Los campesinos, de Wladislaw Stanislaw Reymont, Premio Nobel de Literatura en 1924.
La jugada es hábil puesto
que deja sin asideros al espectador que ignora esa tradición pictórica y, por
lo tanto, ve la película como un ejercicio de animación no convencional, al
contrario de lo que ocurría en Loving Vincent, cuya eficacia visual como
«película pintada», tal cual, residía en buena parte en la complicidad con el
público. Van Gogh, ya se sabe, lo aguanta todo, y al fin y al cabo ¿quién no
conoce sus obras más famosas? En nombre de la tierra no tiene un Van
Gogh, de ahí que sus creadores se hayan esforzado en construir un armazón
dramático más sólido a partir de la novela de Reymont, aparte de mejorar la
técnica de la pintura fotograma a fotograma. En esta ocasión han sido
necesarios hasta cuatro equipos de producción, uno por cada una de las
estaciones del año que puntean el film. Reymont quiso de esta manera rendir
homenaje a su admirado Vivaldi. Más artistas, más manos, más fotogramas, más
escenas, más dinamismo. En nombre de la tierra es antes una película de
pintura que una película pintada, del mismo modo que una cinta de Pixar suele
(o solía) ser antes una película de animación que una película animada.
La diferencia es notable:
mientras en Loving Vincent la técnica era un fin, en En nombre de la
tierra es un medio. Liberados de la obsesión por vivificar lienzos, hecho
que lastraba el ritmo y la personalidad de su primer largometraje, ahora los
Welchman han podido centrarse en el desarrollo de una historia que no por
conocida –sigue sin apenas desviarse las convenciones del cine rural– carece de
interés, y ofrece además un par de detalles brillantes en el plano simbólico.
En una aldea situada en los alrededores de Varsovia, Jagna (Kamila Urzedowska),
una joven en edad casadera contrae, obligada, matrimonio con Maciej (Miroslaw
Baka), un rico granjero ya entrado en años. Con fama inmerecida de buscona
entre las mujeres del pueblo, Jagna tendrá que enfrentarse a los celos de su
marido y sus antiguos amantes, en particular de Antek (Robert Gulaczyk), el
hijo mayor de Maciej.
Desde la perspectiva de
este triángulo dramático, el mismo desde el que se despliega la novela de
Reymont, la película propone una tragedia que reflexiona sobre el peso de la
tradición y las costumbres en las comunidades aisladas, haciendo hincapié en el
despotismo de las tres figuras clásicas del patriarcado en el campo: el alcalde,
el cura y el próspero hombre de negocios. Nada ni nadie escapa de ese centro de
gravedad, y quien lo intenta, como Jagna, sufre el castigo inmisericorde de sus
semejantes, hombres y mujeres. Ni rastro de sororidad. En nombre de la
tierra se acerca en este sentido, aunque quizá sin pretenderlo de manera
premeditada, a Belladona of Sadness (Kanashimi no Beradonna, Eiichi
Yamamoto, 1973), puesto que en ambas películas una mujer y su sexualidad
desinhibida, libre, son los motivos que desatan la envidia y la ira de los
demás. Eva no fue expulsada del Paraíso por desobedecer a Dios, sino por el
miedo que suscitaba su ansia de libertad.
Hablaba líneas atrás de
dos detalles brillantes. Uno es precisamente éste, el paralelismo nada inocente
que se establece entre la naturaleza indómita de Jagna y la naturaleza indómita
de la tierra que con el devenir de las estaciones marca los ciclos vitales de
la aldea. Sobre Jagna, símbolo de lo femenino en su significación más
pretérita, la vida que alumbra vida, los hombres tratan de ejercer el control
que no pueden ejercer sobre los elementos. De entre las escenas más
representativas al respecto destaca el baile de la boda, en el que una Jagna
enfebrecida trata de escapar de los brazos de los hombres que se la disputan. Una
flor arrancada del tallo, como las que adornan su corona de recién casada. El
otro detalle es el tratamiento cinemático de lo pictórico. Frente a Loving
Vincent, en la que la suma de lienzos de Van Gogh, intocables, provocaban
una sensación de tableaux vivants encorsetados, aquí las referencias a
la pintura polaca del XIX funcionan como ventanas a un mundo que respira,
humea, suda y sangra. Los cuadros no asaltan al espectador como en un museo, es
el espectador el que asalta los cuadros. La virtud de los Welchman radica en
lograr que nos quedemos dentro para mirar alrededor y detrás de las pinceladas
inmóviles, y, antes de darnos la vuelta, soplarles la tonalidad de la libertad
de Jagna. Un pañuelo rojo que ya no ahoga. (Raúl Álvarez)
Recomendada (con reservas).
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