Título original: La mitad del cielo. Dirección: Manuel Gutiérrez Aragón. País: España. Año: 1986. Duración: 127 min. Género: Drama.
Guión: Manuel Gutiérrez Aragón, Luis Megino. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Milladoiro. Montaje: José Salcedo. Vestuario: Gerardo Vera. Producción: José Jacoste, Luis Megino.
Concha de Oro a la Mejor Película y Concha de Plata a la Mejor Actriz (Mónica Molina) en el Festival de San Sebastián 1986. 5 nominaciones a los Premios Goya 1986 (incluida Mejor Película).
Fecha del estreno: 10 Octubre 1986 (España).
Reparto: Ángela Molina (Rosa), Fernando Fernán Gómez (Don Pedro), Margarita Lozano (abuela), Antonio Valero (José), Nacho Martínez (Delgado), Santiago Ramos (Antonio), Carolina Silva (Olvido), Francisco Merino (Ramiro), Mónica Molina (Rosa joven), Marisa Porcel.
Sinopsis:
Después de la Guerra Civil, Rosa, hija de una humilde familia asturiana, se casa con un afilador, un vagabundo que muere más tarde en la cárcel acusado de un delito que no cometió. Al quedarse viuda emigra a Madrid con su hija Olvido y se coloca de ama de cría en casa de don Pedro, un influyente jefe de abastos. Gracias a él, Rosa consigue un puesto en la casquería de un importante mercado. Este es el punto de partida de una meteórica carrera, pues acaba abriendo un selecto restaurante que se convierte en centro de reunión de políticos, intelectuales, hombres de empresa...
Comentarios:
Con La mitad del cielo Gutiérrez Aragón ha ganado el primer premio del Festival de San Sebastián. Si allí se vio buen cine, el mejor estaba en esta película, lo que no quiere decir que sea perfecta, pues junto al buen cine contenido en ella lo hay peor. La película dura dos horas. La hora y media inicial es lo más emocionante, inteligente y vivo que ha salido de la cámara de este cineasta. La crónica de Rosa, humilde muchacha de una zona rural norteña, desde la adolescencia a la instalación -a través de peripecias sencillísimas y prodigiosamente narradas- de un restaurante en Madrid, del que se sirve para escalar rampas del poder halagando el estómago de unos burócratas franquistas, es insuperable. Pero pasado este tiempo, el filme se estanca, no avanza sobre sí mismo y allí donde dominó la agilidad comienza a oírse el óxido de tina torpeza.
La parte magnífica del relato discurre sobre auténticos hallazgos de estilo. Uno: el audacísimo empleo de elipsis. Se trata de largos saltos de tiempo apoyados en un cambio de imagen mínimo, casi imperceptible, lo que permite que la cronología del filme brinque meses o años como si fueran segundos, y que el tiempo real se comprima con total soltura en la del tiempo fílmico. Un ejemplo: en los cuatro o cinco minutos iniciales introduce el relato los cuatro o cinco años de lo relatado con tal facilidad que casi no se cree.
Dos: los personajes aparentemente episódicos -el afilador, el padre, el carnicero pirata, el limpiabotas- están construidos con un magnetismo tan pegadizo, con tanta nitidez y precisión, que, cuando desaparecen, el espectador se resiste a dejar de verlos y sigue viéndolos actuar por su cuenta, con lo que se crea un oscuro filme interior en la memoria del que contempla el que brilla exteriormente en la pantalla. Una película dentro de otra, el milagro soñado por todo cineasta de fuste.
Un tercer hallazgo de esencias de cine está en la capacidad sugeridora de aquel tiempo comprimido. Por sus grietas entra en el relato la idea de juego, de que hay un velo de ironía tendido sobre la seriedad del cuento, un cuento que convierte lo oculto en evidente, lo indirecto en directo, lo inexplícito en explícito, y otorga así un revés poético a imágenes prosaicas. Este trasiego de contrarios permite a Gutiérrez jugar con un humor de gran eficacia, en forma de choque cotidiano entre las palabras y los comportamientos.
Estos hallazgos están interrelacionados con tal solidez que discurren como uno solo y su resultado es cine de altísima sutileza e infrecuente belleza, una fluencia al mismo tiempo incontenible e imperceptible. Pero desde dos secuencias, la de la pelea de las dos hermanas -insuficiente, puramente enunciada, mal rodada e interpretada, sin persistencia de la cámara- y de la tercera aparición de la abuela, la indefinible fluencia se detiene y la película acaba por estancarse en su media hora final, sin que el oficio de su director logre hacerla remontar el vuelo.
En esta parte final, Gutiérrez ha sobrecargado los hilos de seguimiento de la acción, y la introducción de uno más -el de la niña- rompe el delicado equilibrio. Ha transgredido una regla de oro de la gramática visual, lo que es indicio de que ha sobrevalorado sus fuerzas o de que no se ha percatado de que transgredía una ley inmutable de lo imaginario. Más o menos lo mismo que le ocurrió cuando hizo hablar al oso en Feroz, sin darse cuenta de que haciendo esto incurría en la ingenua tozudez del que quiere romper un muro a cabezazos.
Uno está en su derecho si quiere escribir la palabra hombre sin hache, pero los demás lo están también en el suyo al desentenderse del asunto. Resultado: lo que podía haber sido una obra perfecta, un hito de nuestro cine, se ha quedado en cumbre no culminada. (Ángel Fernández-Santos)
Recomendada.
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