Cuando Josef Von Sternberg descubrió a la joven Marlene Dietrich, durante las pruebas de selección de reparto que precedieron al rodaje de “El ángel azul”, se propuso convertirse en un nuevo Pigmalión. Von Sternberg ya había logrado, para entonces, encumbrar el cine a las cúspides de la máxima expresividad estética, en títulos como “Los muelles de Nueva York”.
Von Sternberg sometió a Marlene Dietrich al dictado de su fantasía barroca y fue la víctima de tanta arrogancia. A lo largo de siete películas que hoy contemplamos con perplejidad y veneración, asistimos a la transformación paulatina de Marlene Dietrich, en un ejercicio de suntuosa idolatría. La muchacha que se entregaba plácidamente a su Pigmalión no podía sospechar el desenlace de la metamorfosis, que -como suele ocurrir siempre que el hombre aspira a emular a Dios- iba a merodear los territorios de la tragedia. A la postre, la estatua de mármol que el artífice había soñado inmóvil y sumisa iba a descender del pedestal y torcer ese sueño para cobrar vida propia.
Tras la experiencia creadora y destructiva Marlene regresó a la vida convertida en un mito; a Von Sternberg, vulnerado por el fulgor de la belleza, le aguardaba como castigo la decrepitud de su arte. Quienes han escrito sobre Marlene Dietrich, quienes han glosado su belleza, han coincidido en que su proximidad estimulaba el deslumbramiento, pero muy raramente otras pasiones más humanas. Y es que Marlene Dietrich, para la mayoría de sus contemporáneos, no fue una criatura carnal, o si lo fue, no llegaron a percibirla como tal, pues se había protegido con una coraza de lejanías. Muchos hombres -y también algunas mujeres- trataron de vencer ese hechizo, pero sólo obtuvieron a cambio la amargura, el cansancio o ser destruidos como Von Sternberg. Otros más prevenidos o vitalistas, como Ernest Hemingway o Jean Gabin, prefirieron tras unos primeros tanteos, amarla en la distancia.
Y es que Marlene Dietrich estaba predestinada, como todas las criaturas que han bebido de la fuente de Narciso, a amarse a sí misma. Cuando la muerte la visitó en su apartamento de París sólo la encontró acompañada de sus espejos. Jean Cocteau, que perterneció a la secta de sus adoradores, dijo que su nombre se iniciaba con una caricia, para rematarse con el chasquido de un latigazo.
La leyenda que abrumó sus días -y que hoy abruma su memoria- recuerda los episodios de dorada excentricidad que protagonizó en Hollywood; y suele olvidar, en cambio, que estuvo a punto de perder las manos y los pies, congelados en su peregrinaje por las Ardenas, adonde había viajado para espantar con sus canciones el carnívoro invierno que diezmaba a las tropas aliadas. Todo ese fervor altruista que caracterizó una porción nada desdeñable de su existencia la humaniza y redime.
En 1937 se había nacionalizado estadounidense. En 1941 fue una de las primeras estrellas en recaudar bonos de guerra. Fue una firme anti-nazi que despreció las políticas antisemitas de su tiempo. Incluso grabó varios discos anti-nazis en alemán incluyendo “Lili Marleen”, un ejemplo curioso de una canción transcendiendo los odios de la guerra. Cuando cantaba para las tropas tocaba un instrumento: la sierra. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho a pesar del evidente peligro, contestó en alemán: “aus Anstand” (por decencia).
En un afán desesperado por sobrevivir al estereotipo, que la perseguía como una maldición, Marlene Dietrich participó en otras muchas películas y multiplicó su voz por teatros de medio mundo. Los estragos de la edad ni siquiera la rozaban, o la rozaban de un modo muy discreto. En España se recuerda su actuación en Palma de Mallorca en 1972, en la sala de fiestas Tito´s.
Quizás su composición más meritoria fuese la que incorporó en “Testigo de cargo”, la película de Billy Wilder, pero para hacer olvidar su personaje tuvo que negarse a sí misma, disfrazándose de una vulgaridad chirriante.
Frente al mito de la mujer que estimula la ternura (personificado sobre todo en Marilyn Monroe) nos ha llegado el mito de Marlene Dietrich, la esfinge habitada de misterios que no osamos desvelar. Sus hermosas piernas y su voz ronca han quedado como iconos (visuales y sonoros). Su vida privada fue como era ella, transgresora, la vida de una diva llena de excesos que a ella le parecían normales. La de una mujer que lucho ante todo por sus ideales y combatió al nazismo. De su matrimonio con Rudolf Sieber, del que nunca se divorció, nació su única hija, María Riva, también actriz, productora y escritora. La relación madre hija no finalizó bien, escribió un libro demoledor sobre la vida de su madre.
Murió en París, pero su cuerpo cubierto con una bandera de los Estados Unidos fue enviado a Berlín y está enterrada en el cementerio municipal de Berlín-Schöneberg, su lugar de nacimiento. En su tumba reza el epitafio “Aquí estoy, en el último escalón de mi vida”.
A lo largo de su vida le concedieron varias distinciones y condecoraciones:
- Medalla de la libertad (1947)
- Caballero de la orden de Leopoldo
- Oficial de la legión de honor
- Caballero de las artes y las letras
- Comendador de la legión de honor
- Honorary citizen of Berlín
- Medalla israelí al valor (1965)
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