viernes, 28 de agosto de 2020

Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960)


Título original: Les Yeux sans visage. Dirección: Georges Franju. País: Francia. Año: 1960. Duración: 88 min. Género: Terror.
Guión: Claude Sautet, Pierre Boileau, Thomas Narcejac, basado en la novela de Jean Redon. Fotografía: Eugen Schüfftan. Música: Maurice Jarre. Producción: Champs - Élysées Productions - Lux Film.
Estreno en España: 23 septiembre 1963.

Reparto:
Pierre Brasseur, Alida Valli, Juliette Mayniel, Edith Scob, François Guérin, Alexandre Rignault, Béatrice Altariba, Claude Brasseur.
      
Sinopsis:
En París, un brillante y desquiciado cirujano rapta chicas con el fin de utilizar su piel para reconstruir la belleza de su hija, destrozada por un trágico accidente del que él se siente culpable.

Comentarios:
A Pedro Almodóvar hay que agradecerle muchas cosas. Una de ellas es su alusión directa al film de Franju, vehiculada a través de La piel que habito. Dada la resonancia de los trabajos del genio manchego, consiguió rescatar del olvido a un film imprescindible del cine fantástico, una película que quedaba reservada solo en el ámbito de expertos aficionados del género, sibaritas rastreadores de obras enterradas por modas y tendencias superfluas. El Festival de San Sebastián dignifica la figura de su director, George Franju, dedicándole una retrospectiva en la edición nº 60, motivo que empuja a reivindicar un film que, insistimos, debe ocupar un lugar destacado dentro del Olimpo de las obras maestras de la historia del cine.

A diferencia de otros países europeos, la cinematografía francesa no se caracteriza por su incursión en el cine de terror, hecho que finalmente parece quebrarse en los últimos años, gracias a un interés de nuevos realizadores por el género. Podría decirse que Alexandre Aja abrió la veda con Alta tensión (Haute tension, 2003), dando pingües resultados y notables alegrías para el aficionado. En este contexto, parece mediar un profundo agujero negro entre La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928) y Los ojos sin rostro, por dirimir dos puntos que a mí me parecen claves. Así, su carácter de excepcionalidad se acentúa cuando además se realiza en plena eclosión de la Nouvelle Vague, movimiento con el que guarda escasa o nula relación, si bien Georges Franju demuestra una querencia por el género, similar a la que profesaban sus contemporáneos en lo que respecta los grandes géneros norteamericanos, amén de una influencia o admiración por el cine de Alfred Hitchcock.

Este carácter de rara avis, de isla en medio de un yermo océano, enfatiza su carácter de tesoro enterrado en la bruma del legado histórico. Porque Los ojos sin rostro es un zafiro azul al que merece quitarle el polvo.


Permítanme que siga insistiendo en sus datos contextuales, ya que su ubicación en el tiempo también la sitúa en un punto de intersección clave.

Como esa otra obra maestra realizada poco después, Suspense (The Innocents, Jack Clayton, 1961), a la que se me antoja hermanarla, Los ojos sin rostro es un film bisagra entre el terror clásico y el que estaba por venir. Será el mismo intersticio que años después, una excelente película bastante olvidada, El héroe anda suelto (Targets, 1968) testimoniaba explícitamente in situ, a partir de un Boris Karloff, casi auto interpretándose a sí mismo como figura legendaria del terror. En ella su personaje consideraba el retiro definitivo ya que se sentía como un anacronismo viviente. Bogdanovich muy sabiamente narraba en paralelo una línea de un francotirador psicópata que sembraba el pánico en un drive-in, personaje que encarna el nuevo modelo del cine de terror que se estaba imponiendo en aquella época. La unión de ambas concepciones del género y el enfrentamiento final de ambos caracteres era el resultado de una fructífera reflexión sobre la plasmación del miedo en el cine, tomando partido por una reivindicación nostálgica de aquellas imágenes que estaban condenadas a fosilizarse.

Lo que se explicita en El héroe anda suelto creo que ya puede detectarse semánticamente en el trabajo de Georges Franju, por lo que presumo que Georges Franju ya manejaba un estado autoconsciente del enclavamiento de su film (algo que no sería de extrañar dada la proclividad del cine francés por los estados metareflexivos). Quizás por ello, la poesía de lo malsano que logra articular magistralmente, se distancia exponencialmente de la resurrección del cine gótico que se estaba llevando a cabo en las mismas fechas, bajo la batuta de la Hammer en el Reino Unido, de Roger Corman en EUA, o de Mario Bava en Italia. Visión historicista aparte, lo cierto es que el fascinante aspecto tétrico y mortuorio de Los ojos sin rostro, responde más a una escenografía y ambientación que a una esencia siniestra en stricto sensu.


Ampliemos un poco más el campo de visión para comprobar cómo Georges Franju estudia de forma magistral la obra de Hitchcock. Eso nos lleva a considerar Los ojos sin rostro como un film que puede responder perfectamente a la denominación de cine manierista acuñada por Jesús González Requena y seguida por otros grandes pensadores como Carlos Losilla. Su tesis parte tanto de una feroz crítica a la teoría cognitiva de David Bordwell, como del cuestionamiento del concepto de cine clásico, entelequia que ha servido para homogeneizar el cine de Hollywood desde los inicios del sonoro hasta los años 60.

Veamos a continuación con detenimiento cómo la ruptura del cine manierista opera en Los ojos sin rostro, que no se deslinda del canon clásico, sino que ejecuta desde su interior digresiones y quiebros que anticipan ya el cine de las nuevas olas y el cine de la posmodernidad.

El pétreo Docteur Génessier (un hierático y acertadísimo Pierre Brasseur) trata denodadamente de restablecer el rostro a su hija, Christine, (una lánguida y no menos excepcional Edith Scob), fatalmente desfigurada a consecuencia de un accidente de coche provocado por su propio padre. Para ello, con la ayuda perversa de su secretaria, personaje ambivalente en cuanto se muestra torturada por su conciencia cuando comete actos viles, Louise (una Aida Valli que se reapropia del mítico personaje de la pérfida señora Danvers de Rebeca) captura a bellas jóvenes rubias y de ojos azules para tratar de restituir la cara de su hija. El doctor nos explica cómo hacerlo en la conferencia que imparte al principio del film. Para ello, promulga un método revolucionario: el heteroinjerto. Cree que es posible realizar el trasplante de tejidos vivos de un ser a otro. Lo que pretende, ni más ni menos, es traspasar el tejido facial completo de una chica a su hija. El problema es que el resultado no es el que se esperaba.


Desde el mismo trazado de nuestro mad doctor, un claro descendiente del doctor Frankenstein, la película de Franju se distancia de su larga tradición en la que se adscribe. La película rehúye constantemente de la pirotecnia lúdica y del espectáculo de lo macabro. En consecuencia, el personaje no posee ningún rasgo delirante e hiperbólico. No trata de jugar a ser Dios y su final no viene desembocado por su megalomanía de forma ruidosa y alucinada. Está recogido fríamente por el impulso de la Ilustración, en cuanto confía ciegamente en la ciencia. Pero su gesto es grave, seco, impertérrito. Muestra una excesiva confianza en sí mismo y una absoluta firmeza, además de una inquietante sangre fría. Pero solo es frente a los demás. Una secuencia donde le vemos sentado en su despacho, después de una agotadora jornada de trabajo, nos permite comprobar su alma apesumbrada, ya que él sabe en su fuero interno que no conseguirá lograrlo. Incluso la imagen-impacto de mostrarnos por primera vez al monstruo sin cara, recordando al mítico El fantasma de la Ópera, es mostrada de forma desenfocada, borrosa y bajo un manto negro, que nos impide visualizar con detalle el aspecto de la cara en carne viva de Christine. El monstruo tampoco se muestra repulsivo y amenazante para el espectador, aunque sí lo sea para la chica secuestrada.


La dualidad del engendro creado por el doctor Frankenstein, víctima y amenaza al mismo tiempo, está plasmada bajo un perenne aspecto de indefensión. La caracterización de Christine, con la máscara de porcelana y con un largo vestido blanco que recalca su esbeltez y su indolente perfil, la emparenta con esas palomas blancas que se encuentran en una jaula, lejos de la impureza primigenia imaginada por Mary Shelley. La potencia visual de esta esfinge desvalida y quebradiza, que recuerda poderosamente en sus movimientos etéreos a una actriz del teatro kabuki, puede recordarnos a la inquietante belleza de las damas revividas de la literatura de Poe, pero está desprovista de un aspecto maligno. No es casualidad que nunca le veamos los pies, para destacar ese aspecto irreal que Hitchcock impuso a la señora Danvers de Rebeca. Es una criatura de la noche, carente de identidad (su padre la hace pasar por muerta para evitar que la gente husmee), pero es un cervatillo condenado a vivir en la penumbra. Su tormento es similar al que sufre el vampiro contemporáneo, que no soporta la carga de ser un no-muerto, de la misma manera que ella no tolera el confinamiento y la pérdida de la hermosura. Es la inversión del retrato de Dorian Gray, siendo el cuadro el que mantiene encapsulado la eterna armonía y perfección. Así Christine mirará su propio lienzo, y de la misma manera, Franju, como si fuese la exposición de un caso clínico, nos insertará varias fotografías de la degeneración de la cara de Christiane, cuando el primer trasplante fracasa al rechazar su organismo el nuevo tejido implantado.


Comentábamos que Los ojos sin rostro limita los golpes de efecto, pero en cambio potencia el desasosiego, ejemplificado en la operación quirúrgica que tiene lugar en el film, mediante esa dilatación poco habitual en el género. La prolongación de esa secuencia, que habitualmente hubiese sido eludida o hubiese sido vista con un aspecto más teatral, adquiere visos puramente escalofriantes por querer apegarse a una verosimilitud poco amiga de lo gótico. No faltará una tétrica y pavorosa mansión, con sus excelsos contrapicados para filmar a Christine en la escalera. Como tampoco faltará un sótano lúgubre donde se llevan a cabo los desquiciados experimentos del doctor. Tampoco nos olvidamos de esos parajes desérticos gobernados por una densa neblina, junto con ese aspecto intimidatorio de los árboles. Por ejemplo, la secuencia de la primera víctima que espera entrar en la mansión, cuando se vuelve hacia atrás para comprobar la frondosa y espesa vegetación que la rodea, siente instintivamente esa visión como una señal que le hace percibir que no es tan buena idea la invitación de Louise (Edna Grüber). Pero esta ambientación está cercada por una puesta en escena de perfil clásico que evidencia una preocupación constante por la composición visual. Tenemos que leer la imagen pero desde un exquisito tacto, con tal de que nunca pierda su función fática sin perderse en vericuetos excesivamente artificiosos. Por lo que la metonimia terrorífica se mantiene, pero acota los excesos cuando el cine gótico pone el acento en la recreación de la atmósfera y se ensimisma en su goce estético. Así pues, parece que los planos están cortados con la misma precisión que el escalpelo del doctor y presentan una evidente interrogación constante en su voluntad pictórica. Es lo que media entre La caída de la casa Usher de Epstein (una adaptación de Poe)  y Los ojos sin rostro.


Por ello decimos que actúa como vaso comunicante entre un tiempo pasado y el que estaba por venir. Esa es la gran diferencia respecto a largometrajes como Psicosis (Psycho) o El fotógrafo del pánico (Peeping Tom), ambas del mismo año, 1960, las cuales sí marcaron de forma determinante la nueva orientación que correría el cine de terror. No obstante, su anclaje manierista que efectúa una fricción en el seno del engranaje clásico, ¿no parece ya aventurar una visión posmoderna con ese ideal inalcanzable y con esa crisis de lo visible? ¿No explota a placer una indeterminación con esos ojos vacíos sin rostro, o con esa irrealidad un tanto fantasmagórica, desde la misma máscara de Christine, en un entorno realista? La sutilidad de lo fantástico se canaliza a través de los senderos fastuosos del derroche gótico (las enseñanzas de Hitchcock son bien aprendidas por Franju, en su uso de similares elementos iconográficos). Pero Franju siempre destila el fantástico por el filtro de la depuración realista y el savoir faire francés, sin anular un ápice de la textura aterradora. Un delicioso y distinguido manjar para aficionados con alma oscura. (Manu Argüelles)
Recomendada.


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