Título original: Les Yeux sans visage. Dirección: Georges Franju. País: Francia. Año: 1960. Duración: 88
min. Género: Terror.
Guión: Claude Sautet, Pierre
Boileau, Thomas Narcejac, basado en la novela de Jean Redon. Fotografía: Eugen Schüfftan. Música: Maurice Jarre. Producción: Champs - Élysées
Productions - Lux Film.
Estreno en España: 23 septiembre 1963.
Reparto:
Pierre Brasseur, Alida
Valli, Juliette Mayniel, Edith Scob, François Guérin, Alexandre Rignault,
Béatrice Altariba, Claude Brasseur.
Sinopsis:
En París, un brillante y
desquiciado cirujano rapta chicas con el fin de utilizar su piel para
reconstruir la belleza de su hija, destrozada por un trágico accidente del que
él se siente culpable.
Comentarios:
A Pedro Almodóvar hay que
agradecerle muchas cosas. Una de ellas es su alusión directa al film de Franju,
vehiculada a través de La piel que habito.
Dada la resonancia de los trabajos del genio manchego, consiguió rescatar del
olvido a un film imprescindible del cine fantástico, una película que quedaba
reservada solo en el ámbito de expertos aficionados del género, sibaritas
rastreadores de obras enterradas por modas y tendencias superfluas. El Festival
de San Sebastián dignifica la figura de su director, George Franju, dedicándole
una retrospectiva en la edición nº 60, motivo que empuja a reivindicar un film
que, insistimos, debe ocupar un lugar destacado dentro del Olimpo de las obras
maestras de la historia del cine.
A diferencia de otros
países europeos, la cinematografía francesa no se caracteriza por su incursión
en el cine de terror, hecho que finalmente parece quebrarse en los últimos
años, gracias a un interés de nuevos realizadores por el género. Podría decirse
que Alexandre Aja abrió la veda con Alta
tensión (Haute tension, 2003), dando pingües resultados y notables alegrías
para el aficionado. En este contexto, parece mediar un profundo agujero negro
entre La caída de la casa Usher (La chute
de la maison Usher, Jean Epstein, 1928) y Los ojos sin rostro, por dirimir dos puntos que a mí me parecen
claves. Así, su carácter de excepcionalidad se acentúa cuando además se realiza
en plena eclosión de la Nouvelle Vague, movimiento con el que guarda escasa o
nula relación, si bien Georges Franju demuestra una querencia por el género,
similar a la que profesaban sus contemporáneos en lo que respecta los grandes
géneros norteamericanos, amén de una influencia o admiración por el cine de
Alfred Hitchcock.
Este carácter de rara
avis, de isla en medio de un yermo océano, enfatiza su carácter de tesoro
enterrado en la bruma del legado histórico. Porque Los ojos sin rostro es un zafiro azul al que merece quitarle el
polvo.
Permítanme que siga
insistiendo en sus datos contextuales, ya que su ubicación en el tiempo también
la sitúa en un punto de intersección clave.
Como esa otra obra
maestra realizada poco después, Suspense
(The Innocents, Jack Clayton, 1961), a la que se me antoja hermanarla, Los ojos sin rostro es un film bisagra
entre el terror clásico y el que estaba por venir. Será el mismo intersticio
que años después, una excelente película bastante olvidada, El héroe anda suelto (Targets, 1968)
testimoniaba explícitamente in situ, a partir de un Boris Karloff, casi auto
interpretándose a sí mismo como figura legendaria del terror. En ella su
personaje consideraba el retiro definitivo ya que se sentía como un anacronismo
viviente. Bogdanovich muy sabiamente narraba en paralelo una línea de un
francotirador psicópata que sembraba el pánico en un drive-in, personaje que
encarna el nuevo modelo del cine de terror que se estaba imponiendo en aquella
época. La unión de ambas concepciones del género y el enfrentamiento final de
ambos caracteres era el resultado de una fructífera reflexión sobre la
plasmación del miedo en el cine, tomando partido por una reivindicación
nostálgica de aquellas imágenes que estaban condenadas a fosilizarse.
Lo que se explicita en El héroe anda suelto creo que ya puede
detectarse semánticamente en el trabajo de Georges Franju, por lo que presumo
que Georges Franju ya manejaba un estado autoconsciente del enclavamiento de su
film (algo que no sería de extrañar dada la proclividad del cine francés por
los estados metareflexivos). Quizás por ello, la poesía de lo malsano que logra
articular magistralmente, se distancia exponencialmente de la resurrección del
cine gótico que se estaba llevando a cabo en las mismas fechas, bajo la batuta
de la Hammer en el Reino Unido, de Roger Corman en EUA, o de Mario Bava en
Italia. Visión historicista aparte, lo cierto es que el fascinante aspecto
tétrico y mortuorio de Los ojos sin
rostro, responde más a una escenografía y ambientación que a una esencia
siniestra en stricto sensu.
Ampliemos un poco más el
campo de visión para comprobar cómo Georges Franju estudia de forma magistral
la obra de Hitchcock. Eso nos lleva a considerar Los ojos sin rostro como un film que puede responder perfectamente
a la denominación de cine manierista acuñada por Jesús González Requena y
seguida por otros grandes pensadores como Carlos Losilla. Su tesis parte tanto
de una feroz crítica a la teoría cognitiva de David Bordwell, como del
cuestionamiento del concepto de cine clásico, entelequia que ha servido para
homogeneizar el cine de Hollywood desde los inicios del sonoro hasta los años
60.
Veamos a continuación con
detenimiento cómo la ruptura del cine manierista opera en Los ojos sin rostro, que no se deslinda del canon clásico, sino que
ejecuta desde su interior digresiones y quiebros que anticipan ya el cine de
las nuevas olas y el cine de la posmodernidad.
El pétreo Docteur
Génessier (un hierático y acertadísimo Pierre Brasseur) trata denodadamente de
restablecer el rostro a su hija, Christine, (una lánguida y no menos
excepcional Edith Scob), fatalmente desfigurada a consecuencia de un accidente
de coche provocado por su propio padre. Para ello, con la ayuda perversa de su
secretaria, personaje ambivalente en cuanto se muestra torturada por su
conciencia cuando comete actos viles, Louise (una Aida Valli que se reapropia
del mítico personaje de la pérfida señora Danvers de Rebeca) captura a bellas jóvenes rubias y de ojos azules para
tratar de restituir la cara de su hija. El doctor nos explica cómo hacerlo en
la conferencia que imparte al principio del film. Para ello, promulga un método
revolucionario: el heteroinjerto. Cree que es posible realizar el trasplante de
tejidos vivos de un ser a otro. Lo que pretende, ni más ni menos, es traspasar
el tejido facial completo de una chica a su hija. El problema es que el
resultado no es el que se esperaba.
Desde el mismo trazado de
nuestro mad doctor, un claro descendiente del doctor Frankenstein, la película de
Franju se distancia de su larga tradición en la que se adscribe. La película
rehúye constantemente de la pirotecnia lúdica y del espectáculo de lo macabro.
En consecuencia, el personaje no posee ningún rasgo delirante e hiperbólico. No
trata de jugar a ser Dios y su final no viene desembocado por su megalomanía de
forma ruidosa y alucinada. Está recogido fríamente por el impulso de la
Ilustración, en cuanto confía ciegamente en la ciencia. Pero su gesto es grave,
seco, impertérrito. Muestra una excesiva confianza en sí mismo y una absoluta
firmeza, además de una inquietante sangre fría. Pero solo es frente a los
demás. Una secuencia donde le vemos sentado en su despacho, después de una
agotadora jornada de trabajo, nos permite comprobar su alma apesumbrada, ya que
él sabe en su fuero interno que no conseguirá lograrlo. Incluso la
imagen-impacto de mostrarnos por primera vez al monstruo sin cara, recordando
al mítico El fantasma de la Ópera, es
mostrada de forma desenfocada, borrosa y bajo un manto negro, que nos impide
visualizar con detalle el aspecto de la cara en carne viva de Christine. El
monstruo tampoco se muestra repulsivo y amenazante para el espectador, aunque
sí lo sea para la chica secuestrada.
La dualidad del engendro
creado por el doctor Frankenstein, víctima y amenaza al mismo tiempo, está
plasmada bajo un perenne aspecto de indefensión. La caracterización de
Christine, con la máscara de porcelana y con un largo vestido blanco que
recalca su esbeltez y su indolente perfil, la emparenta con esas palomas
blancas que se encuentran en una jaula, lejos de la impureza primigenia
imaginada por Mary Shelley. La potencia visual de esta esfinge desvalida y
quebradiza, que recuerda poderosamente en sus movimientos etéreos a una actriz
del teatro kabuki, puede recordarnos a la inquietante belleza de las damas
revividas de la literatura de Poe, pero está desprovista de un aspecto maligno.
No es casualidad que nunca le veamos los pies, para destacar ese aspecto irreal
que Hitchcock impuso a la señora Danvers de Rebeca. Es una criatura de la
noche, carente de identidad (su padre la hace pasar por muerta para evitar que
la gente husmee), pero es un cervatillo condenado a vivir en la penumbra. Su
tormento es similar al que sufre el vampiro contemporáneo, que no soporta la
carga de ser un no-muerto, de la misma manera que ella no tolera el
confinamiento y la pérdida de la hermosura. Es la inversión del retrato de
Dorian Gray, siendo el cuadro el que mantiene encapsulado la eterna armonía y
perfección. Así Christine mirará su propio lienzo, y de la misma manera,
Franju, como si fuese la exposición de un caso clínico, nos insertará varias
fotografías de la degeneración de la cara de Christiane, cuando el primer
trasplante fracasa al rechazar su organismo el nuevo tejido implantado.
Comentábamos que Los ojos sin rostro limita los golpes de
efecto, pero en cambio potencia el desasosiego, ejemplificado en la operación
quirúrgica que tiene lugar en el film, mediante esa dilatación poco habitual en
el género. La prolongación de esa secuencia, que habitualmente hubiese sido
eludida o hubiese sido vista con un aspecto más teatral, adquiere visos
puramente escalofriantes por querer apegarse a una verosimilitud poco amiga de
lo gótico. No faltará una tétrica y pavorosa mansión, con sus excelsos
contrapicados para filmar a Christine en la escalera. Como tampoco faltará un
sótano lúgubre donde se llevan a cabo los desquiciados experimentos del doctor.
Tampoco nos olvidamos de esos parajes desérticos gobernados por una densa neblina,
junto con ese aspecto intimidatorio de los árboles. Por ejemplo, la secuencia
de la primera víctima que espera entrar en la mansión, cuando se vuelve hacia
atrás para comprobar la frondosa y espesa vegetación que la rodea, siente
instintivamente esa visión como una señal que le hace percibir que no es tan
buena idea la invitación de Louise (Edna Grüber). Pero esta ambientación está
cercada por una puesta en escena de perfil clásico que evidencia una
preocupación constante por la composición visual. Tenemos que leer la imagen
pero desde un exquisito tacto, con tal de que nunca pierda su función fática
sin perderse en vericuetos excesivamente artificiosos. Por lo que la metonimia
terrorífica se mantiene, pero acota los excesos cuando el cine gótico pone el
acento en la recreación de la atmósfera y se ensimisma en su goce estético. Así
pues, parece que los planos están cortados con la misma precisión que el
escalpelo del doctor y presentan una evidente interrogación constante en su
voluntad pictórica. Es lo que media entre La
caída de la casa Usher de Epstein (una adaptación de Poe) y Los
ojos sin rostro.
Por ello decimos que
actúa como vaso comunicante entre un tiempo pasado y el que estaba por venir.
Esa es la gran diferencia respecto a largometrajes como Psicosis (Psycho) o El
fotógrafo del pánico (Peeping Tom), ambas del mismo año, 1960, las cuales
sí marcaron de forma determinante la nueva orientación que correría el cine de
terror. No obstante, su anclaje manierista que efectúa una fricción en el seno
del engranaje clásico, ¿no parece ya aventurar una visión posmoderna con ese
ideal inalcanzable y con esa crisis de lo visible? ¿No explota a placer una
indeterminación con esos ojos vacíos sin rostro, o con esa irrealidad un tanto
fantasmagórica, desde la misma máscara de Christine, en un entorno realista? La
sutilidad de lo fantástico se canaliza a través de los senderos fastuosos del
derroche gótico (las enseñanzas de Hitchcock son bien aprendidas por Franju, en
su uso de similares elementos iconográficos). Pero Franju siempre destila el
fantástico por el filtro de la depuración realista y el savoir faire francés,
sin anular un ápice de la textura aterradora. Un delicioso y distinguido manjar
para aficionados con alma oscura. (Manu Argüelles)
Recomendada.
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