“¡No
puedes hablar normal! ¡Tienes que llamar la atención!”. Esta es una de las
frases que encontramos en el guion de Yo maté a mi madre (2009), la
primera (y muy precoz) película de Xavier Dolan, quien contaba con 16 años
cuando la escribió y 19 cuando la dirigió e interpretó. Premonitoria y
explicativa, esa sentencia describe, a grandes rasgos, el cine del canadiense,
quien, a día de hoy, sigue manteniendo para algunos la figura de joven promesa
del cine (¡solo tiene 31 años!) y quien, para otros, es ya casi un veterano y
encasillado artista amante del griterío y de los espejos donde verse reflejado.
Sin duda, mucho amor y mucho odio es lo que ha recibido este director que, malgré tout, ha ideado grandes escenas
del cine reciente y siente la pasión del séptimo arte desde tantos ángulos de
la industria que nuestro interés se antepone a la indiferencia por su obra.
Desde
sus primeros films, el polivalente Dolan ha sido capaz de encargarse de la
dirección, el guion, el vestuario o la ambientación mientras también actuaba.
Empezó tanteando encuadres de cámara distintos, como el desplazamiento a los
lados contrarios de la imagen de los personajes en los diálogos, que pronto
abandonó, y aparecen ya sus primeras muecas como intérprete (su sonrisa forzada
es uno de sus gestos más característicos). Destaca su gusto por la música,
enfatizada en las imágenes, y su predilección por los diálogos intensos,
cargados de salidas de tono y situaciones exasperantes como si en la vida lo
más normal fuera gritar a pleno pulmón a nuestros familiares, quienes,
casualmente, también nos gritan a nosotros. Pronto se hace latente su
inclinación por retratar las relaciones materno-filiales, teniendo estas
siempre cabida en sus films en mayor o menor medida: desde ser la base de la
narración en Yo maté a mi madre o Mommy, a pasar de refilón, pero con
secuencias memorables, en Los amores imaginarios o Laurence
anyways. Por otro lado, se aprecia también en el canadiense un gusto
por la estética costumbrista con un toque kitsch donde los pendientes
llamativos, los estampados y los ambientes cargados y coloridos predominan en
las algo frías estancias canadienses. Algunos relacionan esta peculiaridad con
Pedro Almodóvar, pero lo cierto es que, aun teniendo algo en común, el manchego
tiene un gusto más entrañable y, quizás, una cultura que le permite explotar
ese rasgo mucho más. Después de ver toda su filmografía, Canadá y sus gentes
son aún algo desconocido para el espectador ya que no da la impresión de que
Dolan esté interesado en desgranar a sus compatriotas o sus tradiciones.
Aunque,
desde un inicio, Dolan parece criticar el histrionismo, más bien nos inclinamos
por pensar que está interesado en esa reacción del ser humano ante la riña y el
conflicto y que siempre centra sus diálogos y pugnas en esa manera de
expresión: gritar más alto que los demás y hablar sin escuchar. En Yo
maté a mi madre (2009), este ejercicio es más que bienvenido y nos
quedamos con la fantástica escena de Anne Dorval, su mommy predilecta, quien al
ser señalada como una mala madre, explosiona en un fantástico diálogo que pone
de manifiesto lo duro que es, para una mujer soltera, criar a un hijo debiendo
levantarse cada día a las 6 de la mañana. Esa inclinación por la verbosidad
excesiva es parte de lo que algunos reconocerían como “no dejarse nada para la
vuelta”. Así como Milan Kundera querría otra vida para poder ensayar lo que
hace en esta, los personajes de Dolan hablan y escupen las verdades porque
pueden sentir que no tienen otra oportunidad para hacerlo.
Su
primer film le llevó a Cannes, donde dicen que recibió una ovación de ocho
minutos en la Quincena de Realizadores. Había nacido una prematura estrella,
cómo no, titilante. Algo falto de ese brillo que viene y va está Los
amores imaginarios (2010), su segundo (y más superfluo) largo que, sin
embargo, también fue acogido en Cannes y le hizo merecedor del premio a Joven
Promesa. La historia trata de dos amigos, uno es el propio Dolan con una
compostura muy parecida a la de su anterior obra, que comparten enamoramiento
por Nico, un enigmático y helénico joven que acaban de conocer. Con la premisa
de que la única verdad es el amor irracional, el canadiense abusa de un estilo
altamente superficial y videoclipero que se preocupa más de la forma que del
contenido mientras su interés por la moda sigue en aumento, la charla decae y
la maravillosa Bang Bang se adueña del recuerdo cinéfilo del público.
Laurence
anyways, su tercera obra, llegó
en 2012 y volvió a presentarse en el festival galo. Por aquel entonces, Dolan
era apodado el enfant terrible del cine (aún hoy en día lo recuerdan así
aunque nos parece una expresión algo manida) y es que con apenas 22 años, todas
sus películas parecían disfrutar de un pase directo a los mejores festivales
del mundo. Esta vez, el film nos habla de la historia de amor entre Laurence,
un hombre transgénero y Fred, su chica, que debe asumir el cambio de sexo de su
pareja. Con un metraje bastante más extenso que los anteriores y un trabajo más
maduro en el desarrollo de los personajes, quien destaca sobremanera en la
cinta es la actriz Suzanne Clément, la novia de Laurence, que es quien
verdaderamente marca el ritmo de la trama. Con este largo, los más escépticos
pudieron presenciar algunas genialidades, como la anunciadora escena de las
uñas hechas con clips o la construcción de una historia que, poco a poco, va
dejando todo el protagonismo a otra: la de un amor incombustible. Laurence
anyways permite también apreciar un rasgo distintivo del ADN de las
relaciones que crea Dolan: estas son efusivas y pasionales, sí, pero a la vez
frías, complejas y poco amables entre los personajes, como si siempre existiera
alguna barrera que los separase.
Después
de dar un respiro a la interpretación, Dolan volvió a dirigirse por tercera vez
en Tom
en la granja (2013), donde fue también el montador. Para este film, el
director usa un look que parece mimetizarse con el maizal del campo y que le
ayuda a construir un personaje perturbado, casi marginal y parco en palabras y
en hechos. Xavier Dolan se mete en la piel de Tom, un joven que asiste al
pueblo de su pareja para ir al funeral de este. Allí, conoce a su suegra (otra
madre bastante compleja), quien no sabe que su hijo era gay, y a su cuñado,
quien piensa hacerle la vida imposible por este motivo. Una historia mucho más
austera y siniestra basada en la obra de teatro de Michel Marc Bouchard. Para
esta vez, no fue Cannes quien la presentó, sino Venecia, donde ganó un nuevo
premio: el de la federación de periodistas y críticos. Aun así, la película
parece estar hecha entre películas o con las sobras de otras: no sabemos
exactamente qué preguntas se hace el director o qué nivel de reflexión hay en
su discurso para un film donde el protagonista parece vivir su particular
síndrome de Estocolmo algo falto de sentido.
Dolan
volvió a visitar Cannes con Mommy (2014), creación que le llevó
a conquistar el Premio del Jurado en el festival francés. Rodada en formato
cuadrado, Mommy es, posiblemente, la película más redonda del canadiense
a la vez que resulta bastante convencional en términos de narrativa. Para el
film, Dolan se rodeó de nuevo de sus musas: Anne Dorval y Suzanne Clément,
increíbles ambas; solo hace falta verlas caminar, charlar o enfurecerse para
darse cuenta de que sus personajes son tan reales como ficticios. Para el
protagonista, un adolescente con problemas, el director apostó por
Antoine-Olivier Pilon, quien junto a las actrices fue galardonado por su
interpretación en los premios de cine de Canadá. Después de Yo
maté a mi madre, Mommy vuelve a centrarse
completamente en una historia nada pedagógica entre madre e hijo, quienes
retoman la convivencia después de que a éste le expulsen del centro de menores
donde reside. Pero la historia no seguirá solamente a la pareja, sino que se
convertirá en un trío con Kyla, la tímida y balbuciente vecina de enfrente. La
relación que construyen los tres es uno de los grandes hitos de la carrera de
Dolan: todos, aunque estén en jerarquía, consiguen tener protagonismo y ser el
centro de atención de escenas muy poderosas. Quien recuerde el film puede que
aun sienta la necesidad de decirle a Steve, el joven, que le creemos cuando dice
que sí le ha comprado el collar a su madre o de gritarle a Kyla que se de prisa
por avisar a alguien en el supermercado (¡por Dios!). Junto a esto, destaca una
fotografía libertadora y una música ideal que demuestran una cierta elevación y
diferenciación en el cine del canadiense sin que este olvide sus manías.
Después
de un éxito, todos esperan otro. Pero llegó Solo el fin del mundo
(2016), su sexta película. Un año después de la importante Mommy, el director rodaba
en Canadá un nuevo film (adaptado de una obra teatral de Jean-Luc Lagarce)
junto a un reparto de lujo importado de Francia: Nathalie Baye, Gaspard Ulliel,
Vincent Cassel, Marion Cotillard y Léa Seydoux. Entre todos, acumulan una decena
de premios César y algún que otro Óscar, pero su combinación en la cinta de
Dolan es de indigesto resultado. No es solo su culpa; el guion, un despropósito
hermético lleno de conflictos vacuos, consigue algo complejo: no tener nada
interesante que decir. La dirección de actores también es dudosa y parece
obligar a los intérpretes a sobreactuar como en el teatro del colegio;
posiblemente, Cassel y Seydoux nunca estuvieron peor. El film narra la vuelta
de un autor a su casa después de 12 años para decirle a su familia que pronto
morirá. El que debía ser un reencuentro familiar sustancioso resulta una riña
sinsentido entre sus miembros, quienes no son conscientes de las convenciones
sociales que se presuponen y que, debido al ambiente teatral y caluroso de la cinta,
transporta al espectador a un encierro agotador de 100 minutos.
Luego
del que algunos hubieran querido que fuera un fin del mundo real, el artista ha
rodado dos films más. The death and life of John F Donovan
(2018), que nunca llegó a distribuirse en España a pesar de contar con actores
tan conocidos como Natalie Portman, Susan Sarandon, Kit Harington, Kathy Bates
o Jacob Tremblay, protagonista de La
habitación (2015), fue su siguiente obra. Basada en la experiencia real de
Dolan, quien con 8 años le escribió una entusiasta carta a Leonardo DiCaprio
tras ver Titanic (1997) en bucle, The
death and life of… narra la historia de un chico de 11 años que se
cartea con un famoso actor con problemas de identidad sexual y de conciliación
con la fama.
Con
una acogida bastante fría en el festival de Toronto, la cinta, por lo que
parece, pasó por varios procesos de montaje en el que la actriz Jessica Chastain
vio su parte omitida. El fruto de todo este proceso dio como resultado dos
horas de una historia algo desdibujada, falta de emoción y bastante
convencional estructuralmente con una nueva madre verborreica (Sarandon) y un
protagonista que no se siente cómodo en su propia piel. A caballo entre TV
movie y superproducción, la única chispa de gracia que parece tener su séptima
película es el llanto y las palabras ponzoñosas que el joven Trembley le suelta
a su madre, interpretada por Portman. Estas experiencias cinéfilas (claramente
más internacionales que sus largos anteriores), hacen que nos cuestionemos si
el de Dolan es un cine de producciones más pequeñas, encerrado en las propias
rarezas y con un sistema de autogestión que con grandes proyectos es imposible
llevar a cabo.
En
2019 llega Matthias & Maxime y Dolan vuelve a visitar Cannes en sección
oficial. Para esta historia, el director usa como premisa un beso entre dos
amigos que desencadena en una desordenada atracción entre los dos, quienes, a
priori, nunca han sentido interés por alguien del mismo sexo. Aunque parezca
eclipsado por la temática de las relaciones familiares, el tema de la
homosexualidad y los problemas que esto ocasiona a sus personajes (rechazo,
desconocimiento, confusión…) es algo muy frecuente en su obra. Aquí, el
canadiense decide omitir las imágenes de ese beso para dejar que el espectador
más entregado pueda recurrir a ese recuerdo inexistente mientras sigue la
no-historia entre Matt y Max, encarnados por Gabriel D’Almeida y el propio
Dolan, quien no contento con sus característicos gestos, añade a su expresión
una gran mancha que le cubre parte del rostro y que, para muchos, es un
excedente más de su personalidad. Y, como en casi todos sus films, tampoco
podía faltar una madre. De nuevo recurre Dolan a Anne Dorval, quien toma
posesión de un personaje intenso y adicto que no duda en maltratar a su propio
hijo verbal y físicamente. Aunque bien le sobran unos minutos de recreación y
charlas intelectuales entre amigos banales que no acaban de parecer amigos, Matthias & Maxime consigue dar
protagonismo al deseo clandestino y a los tormentos e incertidumbres que ello
conlleva de manera bastante notoria.
La
última película de Xavier Dolan vuelve a un cine en francés rodado en unas localizaciones
discretas que denotan una producción menor, como si el director volviera a sus
comienzos o simplemente se cerciorase de no abandonarlos. A pesar de sus
altibajos (¿a qué director/a no se los achacamos?), Dolan es un mal necesario,
un exceso fílmico cuyas novedades siguen creando expectativa y colas en los
festivales que proyectan las películas de este joven genio en todo el mundo.
(Claudia Guillén)
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