La directora Agnès Varda,
figura mítica de la Nouvelle Vague y una de las cineastas más influyentes de
todos los tiempos, murió el 29 de marzo de 2019 en su casa en París. Varda
falleció a los 90 años a causa de un cáncer de mama, según confirmó su familia,
enfermedad que ha puesto fin a una dilatada trayectoria guiada por una
curiosidad inagotable por las vidas ajenas y por la voluntad de renovar los
anquilosados códigos del cine, que la llevó a difuminar la frontera entre
ficción y documental.
Pese a su edad avanzada,
Varda había exhibido hasta el último día una energía desbordante. En febrero,
la directora visitó el Festival de Berlín, donde recibió un premio honorífico y
presentó el que será su testamento cinematográfico, “Varda par Agnès”, un
documental en forma de masterclass humilde –la directora prefería llamarlas
causeries, “charlas informales”–, en el que pasaba revista a sus películas y
resolvía los equívocos sobre su obra. Varda sentaba cátedra sin levantar la
voz, demostrando otras maneras de ser un autor o incluso un genio. En los
últimos años, ya había recibido otros homenajes, como la Palma de Honor del
Festival de Cannes en 2015, el Donostia de San Sebastián en 2017 o el Oscar a
toda su trayectoria en 2017, una señal de que el tiempo se le acababa.
La directora nació en
1928 en Ixelles, en las afueras de Bruselas, hija de un padre griego y una
madre francesa. Durante la Segunda Guerra Mundial, la familia se refugió en
Sète, en el sur de Francia, donde la joven Varda ya demostró interés por el
arte, la fotografía y la literatura. Su amistad con Jean Vilar, oriundo de esa
ciudad pesquera y gran renovador del teatro francés, provocó que fuera
contratada como fotógrafa oficial del Festival de Aviñón y del Teatro Nacional
Popular, que aspiraban a acercar el arte a la clase trabajadora con obras donde
la calidad y la accesibilidad no estuvieran reñidas. Varda solía decir que esa
experiencia resultó fundamental a la hora de definir su registro como cineasta.
Su primera película fue “La
Pointe Courte” (1954), rodada en escenarios naturales de Sète, de forma
artesana y con un presupuesto ínfimo. Esa cinta modesta, que alternaba relatos
locales con el diálogo de una pareja en crisis, prefiguró la Nouvelle Vague, al
ser filmada cinco años antes que “Los cuatrocientos golpes” o “Al final de la
escapada”, mientras Truffaut y Godard todavía se dedicaban a la crítica de
cine. Con esa película “libre y pura”, como la definió André Bazin, la joven
directora aspiraba a adaptar al cine “las revoluciones literarias” de Brecht o
de Faulkner, fracturando el relato clásico y persiguiendo un tono “objetivo y
subjetivo” que dejaba al espectador “la libertad de juzgar y participar”. Su
película más exitosa y conocida, “Cleo de 5 a 7” (1962), fue un paso más allá
en esa misma dirección. Narraba en tiempo real la tensa espera de una cantante
que aguarda el resultado de la prueba médica que le comunicará si tiene cáncer,
un perturbador presagio de la enfermedad que ha acabado con la vida de su
responsable.
La lucha feminista y el
interés por los asuntos sociales constituyeron otra línea directriz de su
filmografía. Lo demostró en películas como “Una canta, la otra no” (1977),
crónica de la emancipación de las mujeres en los setenta; sus documentales
sobre los Panteras Negras o sobre el muralismo en Los Ángeles, donde vivió
junto a su marido, el director Jacques Demy; o “Sin techo ni ley” (1985), una
vibrante semblanza de una joven sin hogar con la que conquistó el León de Oro
en Venecia. Más adelante, Varda se interesó también por el combate ecologista
en “Los espigadores y la espigadora” (2000), crítica al consumismo desaforado
de nuestro tiempo con la que defendió el reciclaje y la frugalidad como posible
salvación. En “Las playas de Agnès” (2008), analizó su trayectoria en paralelo
a su biografía, demostrando que el cine y el vida eran, para ella, una misma
entidad. No por casualidad, su productora, Ciné-Tamaris, regentada por su hija
Rosalie, estaba instalada en el mismo callejón que su casa. Allí fue donde
acogió, en plenos cincuenta, a Bienvenida, una emigrante española que llegó
“con un fardo a cuestas, sin marido y con un bebé”. Le enseñó a revelar y
ampliar negativos. Durante años fue su técnica de laboratorio oficial. A
cambio, ella le enseñó a hablar castellano.
Su penúltimo proyecto fue
“Caras y lugares” (2017), radiografía de la Francia profunda y nuevo testimonio
de su amor al prójimo, que codirigió con el fotógrafo JR, uno de esos jóvenes
que solían rodear a esta mujer eternamente moderna. En cualquier inauguración
parisina no costaba reconocerla entre la multitud, pese a su escasa estatura,
gracias a su inimitable corte de pelo, un tocado bicolor tan original como todo
lo que hacía. Y a una sonrisa indeleble que, muchas veces, resultaba de un
exotismo radical en el país que Varda escogió como patria. Aunque ese carácter
afable no impedía que fuera implacable y autoritaria en sus rodajes, como
demuestran algunas imágenes de archivo. En un momento conmovedor de su última
película, la directora pide disculpas a una de sus actrices, Sandrine Bonnaire,
por haberla tratado con injusta aspereza treinta años atrás.
Varda fue una
personalidad solar, aunque también tuvo sus eclipses. En 2005, su instalación “Las
viudas de Noirmoutier” reflejaba las vidas de mujeres de marineros que hablaban
de la soledad y del luto. “Nadie quiere escuchar a las viudas, son una
categoría social incómoda”, decía esta directora que siempre estuvo “del lado
de los marginados y los forajidos”. En los últimos segundos de metraje, Varda
se sentaba frente a la cámara y lloraba desconsolada, destapando sin pudor lo
que se escondía detrás de ese disfraz colorista que se hizo a medida. Era una
imagen terrible e imborrable, que ni siquiera su muerte conseguirá llevarse. (Álex Vicente)
No hay comentarios:
Publicar un comentario