“Esta es una historia contada por un idiota,
lleno de ruido y furia, que no tiene ninguna importancia”, recita Antonio
Mayans, uno de los actores fetiche de Jesús Franco, en pleno arrebato políglota
de variantes de la cita shakespeariana, al final de Al Pereira vs. Alligator
Ladies, el testamento cinematográfico del cineasta, que llegó a los cines, en
distribución limitada, el pasado 22 de marzo. Al fondo de la escena, un grupo
baila caóticamente. Sigue bailando incluso después de que se apague el fondo
musical y la voz del director haya pronunciado un casi inaudible “¡corten!”. La
cámara se mueve hasta mostrar a un Jesús Franco a la izquierda del plano, que,
tras disculparse con sus actrices, suelta un “Bueno… ya está” antes de un corte
a negro que ya va a resultar definitivo. Al Pereira vs. Alligator Ladies es una
obra capaz de lograr que lo que hoy se entiende por una película low cost
parezca, por comparación, un trabajo sobre-producido: también es el testimonio
de que Franco, fallecido recientemente en Málaga a los 82 años debido a un
ictus, ha seguido jugando y divirtiéndose hasta el final, logrando una síntesis
crepuscular de su mitología, hecha de apropiaciones (los ecos residuales de
Fu-Manchú), autoconciencia (el efecto Meninas de determinadas escenas y ese Al
Pereira —personaje que encarnó el propio cineasta en Dowtown (1975)—
reconvertido en carcamal moralista), erotismo deconstruido y, sobre todo, un
placer entendido como principio rector. Y, también, Al Pereira vs. Alligator
Ladies demuestra que, en la vida de Jesús Franco, ha habido ruido y furia hasta
el final, aunque, de idiotez, más bien poca.
Jesús Franco falleció en la clínica Pascual
de Málaga, donde fue ingresado tras sufrir un ictus. Jesús Franco, fragmentos
de una filmografía imposible fue el elocuente título del completo homenaje que
le dedicó la Cinemateca Francesa en 2008, meses antes de que nuestra Academia
de Cine reconociera su laberíntica e inabarcable trayectoria con un Goya de
Honor. Etiquetas como la de rey de la serie B o inventor del cine casposo jamás
podrán hacer justicia a la letra pequeña de una filmografía que, entre dobles
versiones y montajes diversos para distintos mercados, rebasa los doscientos
títulos.
Su opera prima, Tenemos 18 años (1959), fue
un film manifiesto en el que ya se encontraba en potencia toda su poética: el
gusto por la promiscuidad multigenérica y un irreverente espíritu pop que
recorría por primera vez el cine español. Heredero local de esa mirada
surrealista que detectaba en los géneros populares la fuerza transgresora de la
libertad y el deseo —y, por tanto, directo ancestro de la cinefagia
antijerárquica de un Quentin Tarantino que siempre ha confesado admirarle—,
Franco fue capaz de citar a Louis Feuillade en una película con Lina Morgan
—Vampiresas 1930 (1962)—, de sentar las bases del erotizado fantástico europeo
de los años 60 y 70 —Gritos en la noche (1962)—, de remezclar escenas en blanco
y negro de La última noche del Titanic (1958) de Roy Ward Baker con tomas a
color de un orientalizado Christopher Lee, operando en su base secreta, en la
inolvidable El castillo de Fu Manchú (1969) –donde el mentado castillo era, por
cierto, el Parque Güell de Barcelona- y, con la complicidad de Jean-Claude
Carrière, de convertir a Eddie Constantine, tan sólo un año después de que
Godard reformulara su imagen en Alphaville (1965), en eco de Anacleto —el
agente secreto creado por su querido Manuel Vázquez— en Cartas boca arriba
(1966).
El trágico fallecimiento de Soledad Miranda
en accidente automovilístico reforzó la aureola de culto de Las vampiras
(1971), película que contiene la esencia del Franco más arrebatador, capaz de
transformar una película de género en un hipnótico poema de amor fou. De la
mano de la que fuera su gran musa, Lina Romay, el director siguió indagando por
esos territorios en trabajos tan inclasificables como La Comtesse Noire (1973),
que reivindicaban un territorio de ambigüedad entre el juego con los arquetipos
del cine de horror y una poesía atmosférica, progresivamente desligada de lo
narrativo.
La reciente edición en DVD de Vampir Cuadecuc
(1971), el poema/ensayo en imágenes que rodó Pere Portabella durante la
realización de El conde Drácula (1970) de Jesús Franco, da buena fe de la
condición fronteriza de un creador cuya profunda cultura cinéfila no le impidió
comprometerse con los géneros más desamparados de prestigio. Memorias del tío
Jess, su libro autobiográfico publicado en 2004, dejaba claro que el fulgor de
este niño eterno que decidió ser el Coyote, que aprendió a sacar ideas de las
piedras de la mano de Orson Welles y que nunca se libró de ser tratado con
condescendencia por sucesivas formas de papanatismo cinéfilo, no hubiese cabido
ni en dos millares de páginas…
Os dejamos con el tráiler de “Las vampiras”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario