El 11 de octubre se ha
cumplido cincuenta años de la muerte de Jean Cocteau. Su vida y su obra se
desplegaron por múltiples caminos a lo largo del siglo XX desde que hizo su
entrada en el mundillo artístico parisino en 1908. A partir de ese momento,
Cocteau puso tanto cuidado en su imagen como en su actividad artística. París
era la capital del arte mundial y allí el joven poeta conoció a gente como
Stravinsky, Picasso, Proust o Satie. Diaghilev, el empresario de los ballets
rusos donde triunfó Nijinsky, le lanzó una propuesta a modo de desafío:
"Sorpréndame".
Fue la divisa de Cocteau a
partir de entonces. En 1917 montó un atrevido ballet vanguardista, Parade.
Contaba con dos compañeros de altos vuelos, el pintor Picasso y el músico
Satie. El escándalo que levantó el provocador espectáculo convirtió a Cocteau
en una celebridad.
A lo largo de los años 20
su actividad es incesante y en los más diversos campos. Escribe poesía, teatro
y novela, pinta y al final de la década dará el salto al cine con Le sang d’un poete, uno de los films de
vanguardia más radicales. En él, Cocteau refleja todas sus obsesiones: el poeta
como ser capaz de viajar a otros mundos, el dolor y la dificultad de la tarea
creadora, amén de la inclusión de aspectos biográficos.
El film es un auténtico
poema visual, porque la poesía era el arte esencial para Cocteau y eso se
reflejaba en todas sus actividades. El impresionante ritmo de producción de
Cocteau en terrenos como la escritura, el teatro y la pintura fue algo menor en
el terreno cinematográfico. Firmó seis películas en treinta años. Pero con tan
corta filmografía Cocteau dejó su marca inconfundible.
Es cierto que el grueso de
filmografía se realiza en muy pocos años. Entre 1946 y 1950 dirige cuatro de
sus seis películas. Dos de ellas son, sin duda, obras mayores: La bella y la bestia (1946) y Orfeo (1950). En la primera Cocteau hace
de un cuento clásico una experiencia visual fascinante y la segunda es la
plasmación en imágenes de su particular mitología. Ambos films reflejan la
forma en que Cocteau adopta y adapta temas clásicos.
Jean Marais es el
protagonista de ambas como también lo es de Los
padres terribles, una obra de teatro que constituyó una de los grandes
éxitos de Cocteau y que él mismo llevó a la pantalla. Este film forma un
díptico muy interesante con Los chicos
terribles, una obra maestra dirigida por Jean-Pierre Melville a instancias
de Cocteau sobre su novela de 1929.
El testamento de Orfeo es su despedida
del cine y una especie de acta de su obra. Realizada en 1960, el propio
Cocteau, con más de setenta años, es el protagonista absoluto de la película,
que sería su versión personal personal de La divina Comedia. El poeta se mueve
a lo largo del espacio y del tiempo, se reencuentra con sus personajes y da
pequeños papeles a amigos y conocidos, como Yul Bryner, Jean Pierre Leaud o
Picasso.
A pesar de que en el
ingente caudal de la producción de Jean Cocteau el cine no sea una de las
actividades más caudalosas, sus trabajos cinematográficos son la suma de todas
sus inquietudes, desde las plásticas a las dramáticas, sin olvidar en ningún
momento la más importante de todas, la poesía.
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