En
la edad dorada de Hollywood –desde los años 20 hasta finales de los 40; antes
de la irrupción de Saul Bass– los títulos de crédito de las películas solo
servían para demostrar quién la tenía más larga en California. El logo del
estudio, bien grande. El nombre de los protagonistas, bien grande. El nombre
del director, bien grande. Y el del productor, más aún. El tamaño de la
tipografía reflejaba el caché de los equipos técnicos y artísticos y su estatus
dentro del star system americano.
Esta sucesión de caracteres no tenía nada de excepcional, más bien todo lo
contrario: solo eran unos rótulos impresos en la pantalla que se mostraban
antes y después de cada filme. Blanco sobre negro y poco más. Como cabría
esperar, esto a los espectadores les importaba bien poco.
La
historia cambió en los 50 con el advenimiento de la televisión como medio de
masas: para distinguirse de este invento del demonio que prometía conducirles a
la bancarrota, los estudios de cine decidieron horizontalizar aún más su
formato –sistema Cinemascope como contrapunto del aspecto cuadrado de la
pantalla del televisor– e impulsar el diseño gráfico en carteles y créditos
como valor añadido y diferenciador. Pues bien, este es el momento en el que
Saul Bass (Nueva York, 1920 - Los Ángeles, 1996) entra en escena: "Para el
público normal los créditos son la señal de que quedan solo tres minutos para
comer palomitas. Yo aprovecho ese lapso de tiempo muerto e intento hacer algo
más que simplemente listar unos nombres en los que la audiencia no está
interesada. Pretendo preparar al público para lo que viene a continuación.
Dejarlos expectantes".
Mentiríamos
si escribiésemos que fue Saul Bass el primero en querer añadir la incógnita del
diseño a la ecuación que los estudios se traían entre manos –antes de su
llegada ya había rotulistas, ilustradores y artistas gráficos en Hollywood,
pero su trabajo se quedaba por el camino con mucha pena y nada de gloria–, pero
sí debemos recordar que él fue la persona que mejor supo anticipar la
importancia de estas piezas (ya fuera en pósteres o en secuencias de créditos)
como elementos artísticos, expresivos e introductorios de lo que estaba por
venir en la gran pantalla. Es decir, sí sería justo catalogarle como el padre
de un subgénero que se mueve con soltura en la estrecha frontera que separa el
cine del arte contemporáneo.
Introducido por György Kepes en el estilo de la escuela Bauhaus y en el constructivismo ruso, Saul Bass sustentó su personalísima puesta en escena sobre un puñado de pilares que le acompañarían durante toda su carrera: marcos de colores sólidos, contrastes entre blancos y negros, formas geométricas sencillas, animación minimalista o a base de recortes, austeridad ornamental y tipografías caligráficas.
En
1950 trasladó esta percepción a su propia empresa, Bass & Associates Inc.,
y logró hacerse un nombre en el sector del diseño publicitario (no cuesta
imaginarle trabajando en un sitio como Sterling Cooper Draper Pryce) y llamar
la atención de un tal Otto Preminger, quien se convertiría en su primer cliente
en Hollywood, encargándole en 1954 el diseño del cartel de su siguiente
película: Carmen Jones. Quedó tan
impresionado con el resultado que le pidió que le realizará también la
secuencia de los títulos de la película.
En
este encargo, Saul Bass ya logró aportar ese modo de entender el arte que le
hizo grande: el diseño resalta la importancia de los símbolos y tiene la
capacidad de representar con unos cuantos trazos lo que se va a proyectar en la
pantalla durante las siguientes dos horas. Es decir, en apenas un minuto, Bass
identificaba el género y lograba establecer el tono y la esencia de la película.
El hombre del brazo de oro (1955) o Anatomía de un asesinato (1959), ambas
también de Preminger, ejemplifican como pocas esta simbiosis entre diseño y
trama.
Estos
primeros trabajos le colocaron en el disparadero y en poco tiempo ya estaba
poniendo su talento al servicio de cineastas de la talla de Billy Wilder (La
tentación vive arriba; 1955), Robert Aldrich (¡Ataque!; 1956), Stanley Kramer
(Orgullo y pasión; 1957) o William Wyler (Horizontes de grandeza; 1958), para
cuyos proyectos daría rienda suelta a su creatividad utilizando tanto grafismos
como imágenes reales. Sería también en 1958 cuando llamase a su puerta la
persona con la que tocaría el cielo estético y creativo: Alfred Hitchcock.
Vértigo, la primera colaboración entre ambos talentos, mandó
el listón a la estratosfera. El póster y la secuencia de los títulos de crédito
–animada por John Whitney– lograban la difícil tarea de transmitir el trasfondo
psicológico de la cinta y el perfil obsesionado del personaje al que daba vida
James Stewart. Si en las facultades de Periodismo se estudian los apuntes de
Kapuscinski, en las de Bellas Artes se analiza el cartel de Vértigo.
Después
llegarían Con la muerte en los talones
(1959) y Psicosis (1960), que
cuadrarían el círculo del buen gusto que había unido al diseñador con el
cineasta. De hecho, en los mentideros de Hollywood se llegó a decir que fue
Bass y no Hitchcock el responsable de dar forma –mediante su storyboard– a la
famosa escena de la ducha de Psicosis. El director inglés no reconocería jamás
esta teoría, pero tampoco se atrevió a negar la influencia y el peso que tanto
Bass como Bernard Herrmann (el autor de la inolvidable y aterradora banda sonora)
habían tenido en la composición visual y sonora de este filme de culto.
Fotogramas de "Psicosis" |
Aunque
nunca dejó de trabajar en esta parcela de la industria del cine, durante la
década de los 60 Saul Bass redujo su actividad como cartelista (todavía dejaría
unas cuantas joyas indiscutibles como son los pósteres de Uno, dos, tres y West Side
Story, ambas de 1961, o el de Grand
Prix, de 1966) para centrarse en el diseño industrial (suyos son los logos
de AT&T, United Airlines, Bell, Warner Communications, Geffen Records,
Kleenex, Minolta y de los JJ. OO. de Los Ángeles'84), en la realización de
cortometrajes (uno de ellos, Why Man
Creates, de 1968, se llevó un Oscar al Mejor cortometraje documental) y en
la dirección de su primer y único largo, un thriller bastante loco de ciencia
ficción titulado Sucesos en la cuarta
fase (ya en 1974).
Durante
los últimos años de su vida, como una suerte de epílogo genial para cerrar su
propia carrera, Saul Bass desempolvó su estuche de trabajo y realizó los
títulos de crédito de algunos de los mejores trabajos de otro gran cineasta: Martin
Scorsese. Si de por sí ya son cintas magníficas, el toque saulbassista de Uno de los nuestros (1990), El cabo del miedo (1991) y Casino (1995) las hizo todavía mejores.
Qué duda cabe.
Estilo
de capa. Galería de filtros. Tamaño de lienzo. Pinceles preestablecidos. Hoy, a
poco que manejes Photoshop, conoces estos conceptos y otros muchos con nombres
un tanto rocambolescos. A mediados del siglo pasado la herramienta más
sofisticada de la que disponía un diseñador gráfico era una mesa de luz.
Mirando con perspectiva, es ahí donde podemos hallar el inmenso valor del
legado que nos dejó el aventajado Saul Bass.
Porque
que hoy disfrutemos de secuencias de créditos geniales como pueden ser las de
–y enumeramos las primeras que nos vienen a la cabeza– Juno, Watchmen, Napoleon Dynamite, Snatch, cerdos y diamantes o las que Juan Gatti le ha hecho a Pedro
Almodóvar se lo debemos en parte al tipo con la mirada ojerosa y los dedos
curtidos que desafió los preceptos del Hollywood clásico y se atrevió a darle
otro sentido a esos tres minutos en los que los espectadores acostumbraban a
comer palomitas.
Y
qué bien que le salió el envite al bueno de Bass, la verdad. (Jesús Merino)
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