Muchos años después, la
Italia de Alfredo Berlinghieri y la de Olmo Dalcò siguieron cruzándose en las
calles de cada ciudad y cada pueblo. La Italia del fascismo y el marxismo
revolucionario, la de la lucha de clases; la de la Democracia Cristiana y el
Partido Comunista; mucho más tarde, también habrían de verse las caras la del
cierre de puertos y las llamaradas en Twitter con esa otra que, hasta la fecha,
permanece en su casa en silencio. Bernardo Bertolucci, en una silla de ruedas y
en plena pelea contra la enfermedad, ya no quiso hablar de aquella política que
impregnó su colosal crónica histórica en Novecento. Todo se había vuelto algo
más melancólico, incluso en el testamento de su poderosa obra: Soñadores
(2003), una azucarada visión del mayo del 68, y su último filme, Tú y
yo, de 2012, basado en una breve novela de Niccolò Ammaniti. Última
frontera de una generación de descomunales cineastas italianos, Bertolucci
apagó la luz el lunes a los 77 años en su casa del Trastevere romano.
Autor de El
último tango en París, la propia Novecento o El último emperador, que
obtuvo nueve Oscar en 1988, nació en Parma en 1940, en la Emilia Romania roja y
partisana. Hijo del gran poeta Attilio Bertolucci y de la profesora Ninetta
Giovanardi, fue íntimo amigo de Pier Paolo Pasolini, defensor a ultranza del
Partido Comunista y ávido lector de los fundamentos del marxismo y el
psicoanálisis. Un cocktail biográfico del que bebió toda su obra: una quincena
de películas, entre producciones colosales y minúsculas, obras experimentales y
más tradicionales. Fue guionista, productor, poeta y polemista. Y sobre todo,
retrató con nitidez extraordinaria a los desheredados de este mundo —como la
prostituta de la Cosecha estéril, su primer filme—, a seres en descomposición y
a un cierto tipo de burguesía en pleno descubrimiento del fuego.
Bertolucci conoció casi
por casualidad a la persona que más influencia tuvo en los inicios. Su padre
había editado Ragazzi di vita a un joven autor llamado Pier Paolo Pasolini,
que se había mudado al mismo edificio de Monteverde Vecchio donde vivían. El
cineasta lo explicaba así en una entrevista con el actor James Franco en Il
Corriere della Sera: “Con 21 años me lo encontré delante de la puerta y
me dijo: ‘Eh, te gustan las películas, ¿verdad? Porque voy a rodar una y quiero
seas mi asistente de dirección. Se llamará Accattone’. Le dije que nunca había
hecho ese trabajo, y me respondió que él tampoco había dirigido ninguna
película”. La cosecha estéril, luego, partió de una historia del propio
Pasolini.
Bertolucci supo impregnar
su cine del aroma de las innovaciones de la Nouvelle Vague francesa, que
destripó atornillado durante horas en las butacas de Cinémathèque parisina en
los años sesenta. Ahí vio de cerca el mayo del 68, que vivió también
intensamente en Italia y retrató en Soñadores. No hubo en su cine
estudios ni aprendizaje técnico. Al principio, como vio hacer a Pasolini,
renunció incluso a actores profesionales y flirteó con las corrientes
experimentales.
El pasaporte al cielo lo
expidió El último tango en París, su sexta película. La más cruda y
polémica. Todavía más cuando se supo que había pactado con Marlon Brando la
famosa escena de los abusos sin que Maria Schneider lo supiese. Sus lágrimas
eran tan reales e imprevistas como la mantequilla con la que Brando la sodomizaría
en la película. Lo reconoció el mismo Bertolucci, pero su director de
fotografía, el gran Vittorio Storaro, lo negó después ante el escándalo
suscitado.
La película, estrenada en
1972, se prohibió en España hasta el 16 de enero de 1978. En una entrevista en
el diario EL PAÍS de 1985 el cineasta explicó otra casualidad que marcó el
filme: “Es un monstruo prehistórico del cine del pasado. En principio, no lo
iba a interpretar él. Los actores elegidos eran Jean-Louis Trintignant y
Dominique Sanda, pero Trintignant era un tímido y no se atrevía a hacer las
escenas de la casa abandonada y ella estaba preñada, así que tuve que renunciar
a los dos”.
El último tango...
le sirvió a Bertolucci todo el crédito para rodar Novecento, un viaje a su
tierra natal para narrar la lucha de clases. Una descomunal crónica de las
primeras cinco décadas de la Italia del siglo XX que parte del 27 de enero de
1901, día en que murió a orillas del río Po Giuseppe Verdi. Muy cerca de ahí,
nacieron también los dos amigos —uno hijo de terrateniente y el otro de
labriegos— que protagonizan el filme y que representarán durante tanto tiempo
después esas dos Italias.
Una epopeya (314 minutos
y originalmente concebida en tres partes), producida por Alberto Grimaldi y
surtida de grandes estrellas de Hollywood como Burt Lancaster, Robert De Niro o
un Donald Sutherland que ponía rostro a un fascismo con algunos tics no tan
lejanos. Su influencia recorrió los dormitorios de media Italia, donde colgó
durante años el cuadro Il quarto stato, de Giuseppe Pellizza da Volpedo, que
ilustraba el inicio del filme y su cartel. También los mostradores del registro
civil, donde toda una generación de padres de la progresía inscribió a su
vástago como Olmo, el personaje con el que Gerard Depardieu dio vida al
revolucionario hijo de campesinos.
Novecento
fue la afirmación definitiva de la transversalidad de Bertolucci, también a un
lado y otro del Atlántico. Pero el reconocimiento en Hollywood llegó con El
último emperador (1987), la trágica y novelesca historia de Pu Yi, el
último representante de la dinastía manchú, quizá una de sus obras menos
profundas, pero la única que le ha valido a un director italiano el Oscar. El
cielo protector (1989) o El pequeño Buda (1993) fueron la
continuación de aquella manera de ver el cine que fue volviendo cada vez más la
vista atrás con filmes como Belleza robada (1997). El lunes ante
su muerte solo hubo una Italia. La de políticos, como el propio presidente de
la República, Sergio Mattarella, artistas y cineastas que lloraron la pérdida
del último emperador del cine europeo. (Daniel Verdú)
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