Muchos historiadores
sostienen que en 1893, dos años antes de que lo hicieran los Lumière, se rodó
en Estados Unidos la primera película
de la historia
del cine. Duraba diecinueve segundos y mostraba algo tan simple y tan
humano como un estornudo. Su autor era el famoso inventor Thomas Alva Edison,
que pocos años
antes había diseñado una caja llamada kinetoscopio, en la
que el espectador, aplicando su ojo a un ocular, veía una sucesión de
fotografías que, al pasar rápidamente, parecían moverse. El invento fue
presentado en la Exposición
Universal de Chicago
de 1893 y pronto se hizo muy popular. Edison construyó un estudio en New
Jersey y comenzó a rodar películas. La mayoría de ellas consistían en pequeños
números físicos protagonizados por acróbatas, forzudos o bailarinas.
Un día, en 1896,
contrató a dos actores de teatro y filmó algo que, a partir de entonces, iba a
repetirse en miles y miles de películas: el primer beso de la historia del
cine.
Edison era ambicioso.
Basándose en la patente de su invento y en la de otro sistema de proyección
llamado vitascope, que también diseñó él, quiso desembarazarse del
cinematógrafo y asegurarse el monopolio de las películas en el territorio de
los Estados Unidos. Gracias a su influencia consiguió el apoyo del Gobierno y
del fabricante de celuloide George Eastman e impuso a los distribuidores de filmes
la obligación de contar con un certificado entregado por su empresa. Si la
película no tenía ese sello era confiscada.
Muchas veces a punta de pistola. Esta «guerra de patentes» duró hasta 1908 y
tuvo dos importantes consecuencias: fue el germen de nuevas empresas que
lucharon tenazmente contra Edison
para continuar con su actividad y, a la vez, algunas de aquellas pequeñas
empresas huyeron del Este y se marcharon a trabajar a California, una tierra
soleada y alejada de la influencia de los pistoleros de Edison.
Fuente: “El
cine contado con sencillez”,
Juan Zavala,
Elio Castro-Villacañas y Antonio C. Martínez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario