¡Esa bestia no tiene derecho a la vida, hay que suprimirla!
¡Tiene que ser ajusticiada sin piedad, sin misericordia de ninguna clase!
La ciudad en estado de excepción: unos muchachos fornidos llevan a rastras a un afable viejo a la policía; una esquina más allá, una multitud de transeúntes furiosos se lanza sobre un hombre a quien el revisor ha echado del autobús por no llevar billete. ¿Qué ocurre? Un infanticida está haciendo de las suyas desde hace ocho meses , pero no hay pistas del criminal. El ambiente es de extrema tensión. Todos son sospechosos. El asesino acaba de golpear de nuevo; llevó a un descampado a la pequeña Elsie Beckmann (Inge Landgut) atrayéndola con un globo de colores. Y en una carta abierta publicada en la prensa, anuncia que aún no ha acabado…
En esa situación, el inspector de policía Lohmann (Otto Wernicke) convoca a sus colegas para tratar el tema. La idea es investigar a todos los pacientes dados de alta después de recibir tratamiento psiquiátrico en los últimos años pondrá a los agentes sobre la pista de Hans Beckert (Peter Lorre): un subarrendatario discreto que cada día pasea por la ciudad hasta que encuentra a una niña lo bastante confiada como para seguirlo a cambio de una golosina o de un juguete. Pero los policías no son los únicos que persiguen al asesino. A la organización criminal “Ring” también le interesa que las cosas vuelvan a la normalidad lo más deprisa posible para que cesen las constantes redadas. Así, además de los criminólogos, también Schranker (Gustav Grundgens), “el mejor hombre entre Berlín y San Francisco” ha convocado un gabinete de crisis. Todos los mendigos y los rateros deberán observar cada uno de los rincones de la ciudad. Al final, Beckert se delata por una tonada que silba inevitablemente siempre que los instintos asesinos despiertan en él. Un vendedor de globos ciego (Georg John) lo reconoce por esa melodía. Y señalado con una “M” escrita con tiza en su hombro, el asesino no puede sacudirse de encima a sus perseguidores. Lo encuentran en el desván de un edificio de oficinas en el que se ha refugiado, y lo trasladan a su cuartel general para procesarlo.
En “Metrópolis” (1926) Fritz Lang ya había plasmado la imagen de una sociedad y su cultura urbana, en que las capas superiores y las inferiores están rigurosamente separadas: en tanto que una minoría privilegiada se entrega a los placeres en las azoteas ajardinadas de unos rascacielos enormes, las legiones anónimas de los obreros pasan su triste existencia en bloque de alquiler situados bajo tierra. En “M, el vampiro de Dusseldorf” (1931) esa coyuntura aparece en cierto modo vinculada a un marco contemporáneo social. La ciudad ya no es la imagen futurista , sino la urbe de nuestros días, con todas las manifestaciones típicas de la modernidad, bloques de pisos de alquiler, industrias , el tráfico de la gran ciudad y bulevares llenos de escaparates. Asimismo, en esta película también hay algo así como un mundo subterráneo: en el reverso de la superficie visible se encuentran las organizaciones criminales que tienen el mismo interés que las instituciones públicas en atrapar al psicópata. Lang estaba tan entusiasmado con la idea de que los delincuentes buscaran por su cuenta al asesino, para que de este modo la policía redujera su actividad , que le angustiaba que alguien pudiera quitársela. Así pues, igual que en “Metrópolis”, en este caso también se trataba de crear una situación en la que el mundo “subterráneo” y el mundo “superior”llegaran a un acuerdo.
Para realizar esta película opresiva, el director optó por un lenguaje visual que dejaba bien claro el carácter de modelo de su concepción social. La cámara muestra a toda pantalla una y otra vez planos de la ciudad y de diversos edificios , huellas digitales o incluso textos escritos a mano por el asesino; con estos “planos” , la sociedad se crea imágenes de su mundo y luego busca en ellas pistas para encontrar al asesino. ¿Dónde está escondido? ¿Qué trazo de su letra manuscrita delata el trastorno mental? ¿Qué sinuosidad destaca en sus huellas dactilares?. Seguramente , el hecho de que Lang determine que el demente criminal busque refugio en el desván no es una casualidad. Aunque reprima sus instintos asesinos es real y forma parte del todo, igual que los trastos olvidados en la buhardilla. En este sentido, el cuerpo del asesino y la arquitectura de la ciudad muestran rasgos análogos.
Cuando “el juez”, que no es otro que el hampa reunida, acusa a Beckert,éste se abre por fín: en un monólogo conmovedor, habla de la voz interior que le obliga a matar. Más de uno de los que escuchan se reconoce en la descripción que el perturbado hace de su propia persona. Así, su “abogado defensor” (Rudolf Blumner) exige que se reconozca la enajenación mental del acusado y que sea entregado a las autoridades. Pero la jauría enfurecida, encabezada por Schranker, acalla a la defensa con su griterío. En el vacío de valores de la República de Weimar, sacudida por la crisis económica y los disturbios políticos, un brazo fuerte y una voz atronadora que prometen mano dura suponen una alternativa atractiva para la sociedad anónima de la gran ciudad, que precisamente encierra el peligro de que un asesino desequilibrado actúe al amparo de ese anonimato. En este sentido, “M, el vampiro de Düsseldorf” es asimismo un retrato de la situación alemana en vísperas de la toma del poder por parte de los nacionalsocialistas. El final, en el que unos policías llegan a tiempo de salvar a Beckert del linchamiento para que comparezca ante un tribunal civil, es prueba del voto de Lang por el orden constitucional.
Quiero reflexionar sobre estas imágenes de 1931, las cuales todavía me impresionan. Quizás sea una de las imágenes más tristes de la historia del cine: un globo queda atrapado en unos cables telefónicos. Su forma humana se distingue perfectamente. Brazos y piernas de papel parecen querer aferrarse a los cables, pero el viento mueve al hombrecillo de un lado a otro hasta que, se desgarra. El juguete pertenecía a Elsie Beckmann, una niña que ha sido asesinada. Aunque no hemos sido testigos del crimen, la cámara nos ha permitido estar en el lugar de los hechos. De repente, una pelota entra en el campo de visión y se detiene. La objetividad de este lenguaje cinematográfico ha marcado un antes y un después en la historia del cine. La crítica no se cansa de destacar que, partiendo del expresionismo, con esta película Fritz Lang dió un paso hacia la Nueva objetividad. Hoy en día estas imágenes siguen siendo intensas en nuestra psique.
“M, el vampiro de Düsseldorf” narra la horrible historia de un asesino de niñas que siembra el pánico en Berlín. Ya se ha cobrado 8 víctimas y la novena ha desaparecido: Se desencadena la histeria e incertidumbre. Una y otra vez vemos niños solos y, en cada ocasión, nos sentimos aliviados cuando de repente aparece un policía o un padre y resuelve la situación peligrosa. Es fascinante la primera escena: un grupo de niños juega en el patio de una finca. En el centro vemos a una chiquilla que recita una cantinela sobre un criminal que hace picadillo el cuerpo de sus víctimas, referencia directa a Haarmann. Lang soluciona esta secuencia con una composición circular propia de su estilo. Justo al terminar la canción se descubre que una de las niñas no regresó de la escuela. La madre de la niña es puro nervio, grita desesperada ¡Elsie!, con la mesa puesta, la escalera vacía…. El terror que se refleja en el rostro de la madre encuentra correspondencia en la crueldad del asesino, cuyo origen se intenta explicar en la cinta como consecuencia de la estructura social de la ciudad. Los niños viven bajo una amenaza constante, no se han integrado todavía en el engranaje. Fritz Lang hace una denuncia política: por ejemplo, nadie va a recoger a los niños de clase baja cuando salen de la escuela, sufren un peligro latente.
La cámara se mueve de un modo extrañamente libre. Cuando se produce una aglomeración en la calle, busca con curiosidad a los responsables. Si hay una pelea, lo observa todo a corta distancia. Es un símbolo del voyerismo del que todos somos partícipes. Está al acecho. Al igual que la cámara, los personajes están irritables y siempre a punto de caer en la histeria y la agresión. ¿Quién es el asesino?, esta pregunta es el hilo conductor del film. Fritz Lang pone en escena la persecución del asesino de una manera sutil: el espectador sigue sus pasos, así crea un ambiente cargado de suspense. Una vez que vemos su rostro, nos hacemos cómplices del monstruo. En una impresionante escena, observa ensimismado el escaparate de una cuchillería. De repente, ve a una niña en un espejo y siente un deseo irrefrenable de llevársela consigo. En la metrópoli, la percepción gira en torno a un principio: es posible mirar sin ser visto. Observar es un acto anónimo , pero también una amenaza latente. Nadie sabe si somos el punto de mira de un asesino. Éste se siente seguro en su anonimato, en la oscuridad del cine.
El filme no es una película policíaca en el sentido clásico del término. Fritz Lang escenifica los últimos tiempos de la República de Weimar para mostrar su profunda crisis ideológica reflejándola en las vicisitudes de la época moderna. La crisis económica de los años veinte trae un periodo de liberalización, reina el caos y la inmoralidad. Lang retrató el ambiente criminal con gran precisión y detalle. La policía y el hampa siguen caminos paralelos: los primeros pretenden instaurar la ley y el bienestar; por otro lado, el hampa pretende que no haya más interferencias en sus “negocios”. Los mendigos peinan la zona hasta que lo localizan. Precisamente un mendigo ciego identifica el silbido del criminal. Sólo un ciego no se deja engañar por las apariencias. El hecho de que sea siempre la misma melodía revela su personalidad obsesiva. La incapacidad de ser dueño de sus actos lo delatará al fin. La organización mafiosa lo atrapa y juzga culpable. Aquí escuchamos el monólogo del asesino, magnífico Peter Lorre, como víctima de sus males. Pero el jurado no busca justicia, sino venganza.
“M, el vampiro de Dusseldorf” es una de las primeras grandes películas del cine hablado alemán. Su minimalismo acaba siendo desgarrador. Sin el amortiguamiento de la música y el ruido, la brutalidad del film se nos presenta más cruda y nos golpea más. A pesar de no poder ver al asesino, la melodía lo anuncia. Lang utiliza la cámara subjetiva para que podamos ver el mundo del asesino psicópata, quién silba siempre Peer Gynt, de Edvard Grieg.
Peter Lorre (Ladislav Loewenstein, nacido en Hungría en 1904) empezó a estudiar banca al terminar la escuela, pero interrumpió su formación para convertirse en actor con el nombre artístico de Peter Lorre (una pequeña modificación de la palabra “Rolle”, que significa “papel”). Después de unos años difíciles consiguió algún contrato en teatros de Viena y Zurich, e interpretó su primer pequeño papel cinematográfico en “Die verschwundene Frau” (1929). Con su personaje del infanticida Hans Beckert en “M, el vampiro de Düsserdorf” consiguió triunfar como actor de cine. No pudo proseguir por mucho tiempo su carrera artística en Alemania y emigró a EE.UU en 1935, después de pasar temporadas en Austria, Francia e Inglaterra, donde interpretó algunos papeles importantes en películas como “El hombre que sabía demasiado” (1934) de Alfred Hitchcock. En Hollywood se consolidó su perfil para encarnar personajes de personalidad patológica, a lo que parecía predestinado por su pequeña complexión, su cara aniñada y sus ojos saltones. Marcó pautas impresionantes con pequeños trabajos en muchos clásicos como “El halcón maltés” (1941), “Arsénico por compasión” (1944) o “Casablanca” (1942). Incluso tuvo su propia serie de películas de serie “B” interpretando al agente secreto Mr. Moto. Sin embargo, insatisfecho con el desarrollo de su carrera, en 1949 regresó a Alemania, donde realizó el drama “Der verlorene” (El hombre perdido, 1951), del que fue autor, director y protagonista. Al no conseguir el reconocimiento esperado por ese análisis del nacionalsocialismo, Lorre regresó a EE.UU., donde trabajó en cine y televisión hasta que le alcanzó la muerte en 1964.
Os dejo dos breves críticas de “M, el vampiro de Düsseldorf” de los periódicos de la época:
“En esta película aparece todo lo que la censura, aún en su variante más inofensiva, acostumbra a cortar: el asesino se mete la mano en el bolsillo y afila el cuchillo; una escena no puede ser más sádica. Se hace burla del Estado y se trata de heroicas a las organizaciones criminales” (Die Welbbuhne).
“Sólo era cuestión de tiempo que alguien llevara a la gran pantalla la problemática surgida de los grandes procesos contra los asesinos en serie como Haarmamm, Grobmann o Kurten. Es, si se quiere, una suerte de que fuera precisamente Fritz Lang quien se atreviera a tocar el tema, puesto que así quedó garantizado que un asunto tan difícil se trataría con la delicadeza y el tacto imprescindible” (Filmwelt).
VIRGINIA RIVAS ROSA
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