lunes, 19 de octubre de 2020

Centenario de Caligari

 

Este 2020 se cumple el centenario del estreno de una de las películas más significativas de la Historia del Cine: el mítico film de Robert Wiene convertido rápidamente, y por derecho propio, en uno de los máximos exponentes fílmicos del expresionismo alemán.

 


Resulta imposible escindir “El gabinete del doctor Caligari” del momento histórico en que fue realizada, ya que este se vuelve trascendental para comprender en toda su dimensión una propuesta tan compleja como la que plantea este film. Realizada un año después del final de la Primera Guerra Mundial, la película de Robert Wiene materializa la crispación de todo un país humillado hasta el límite en el Tratado de Versalles, el cual hacía recaer en Alemania la responsabilidad íntegra en el inicio del conflicto, así como ceder buena parte de sus colonias y pagar importantes compensaciones a los Países Aliados. Toda la convulsión reinante en el primer año de la dificultosa República de Weimar (agravada por una fuerte crisis económica y una frenética agitación política y social), adquiere su completa manifestación artística en esta obra que, desde un inicio, muestra una realidad distorsionada, alterada, constantemente situada al borde mismo del caos.

 


El ambiente mostrado en “El gabinete del doctor Caligari” es la perfecta materialización de la locura. En él no existe la menor escisión entre cordura y demencia, sencillamente, porque la racionalidad ha dejado de existir de la manera más violenta y extrema posible. La historia que cuenta Francis en el banco de un manicomio es la exteriorización catártica de miedos y angustias. Un estado anímico luctuoso y enfermizo que nos abre las puertas a un universo deformado, compuesto por luces y sombras donde los seres humanos no son más que espectros que se mueven desprovistos de su propia condición primigenia. No es nada gratuito, ante ello, que las bases estéticas de “El gabinete del doctor Caligari” se basen en la concepción irreal de los objetos y en la absoluta destrucción geométrica concibiendo un todo al que el hombre se ha ido aclimatando de manera tan forzada como, en el fondo, necesaria, ya que todos los estadios sensoriales por los que discurre se encuentran proyectados en los decorados del film como una siniestra transfiguración de sus aspectos más latentes y oscuros. La omnipresencia de la muerte, asimismo, adquiere un significado, en ocasiones, cercano a lo místico. Hay un horror desmedido ante la constante presencia de los elementos aciagos (el miedo que siente Alan ante la profecía de Cesare), aunque estos acaben siendo inevitables y se acepten como parte indeleble del ciclo vital. En efecto, en la secuencia final todos los seres que pululan por el jardín son, en el fondo, personajes muertos en vida, alienados de su estado y encerrados en un mundo interior plasmado como último recurso para poder escapar del terror cotidiano, aunque la ficción creada no deje de poseer tenebrosas reminiscencias del día a día.

 


Sin embargo, existe otro elemento que hace de “El gabinete del doctor Caligari” una pieza de asombrosa y turbadora dimensión: un halo profético que se halla más que presente en varios factores de la película y que anuncia, con una contundencia estremecedora, los hechos que acaecerían en Alemania una década después. En efecto, el doctor Caligari se presenta como la personificación de un mal atávico y absoluto. Alguien que utiliza a un ser vivo en constante estado de trance para culminar sus abominables designios y que al final no será otro que el director del manicomio donde se hallan encerrados los personajes protagonistas. No es difícil ver en la figura del doctor las formas del nacionalsocialismo: un Leviatán que controla y manipula a un país perdido en sus propios fantasmas interiores (Cesare) y que le conducirá a cometer toda clase de barbaridades sin que este pueda tener la más mínima oportunidad de rebelarse. De nuevo el concepto de puesta en escena complementa estas líneas temáticas incrementando el significado interno de las mismas: Cesare es un ser filiforme y de aspecto inquietante (magníficamente incorporado, dicho sea de paso, por el extraordinario actor Conrad Veidt), alguien que se ve perfectamente integrado en los recovecos de unos decorados amenazantes en su estatismo, aunque, en su interior al igual que Cesare, clamen por una total liberación. No está de más señalar, a este respecto, la influencia conceptual de una pieza determinante del expresionismo pictórico, “El grito” de Edvard Munch. El sonámbulo Cesare no solo posee rasgos físicos parejos con la figura concebida por el genial artista noruego, sino que el grito que esta emite y cuyas ondas sirven para romper cualquier tipo de linealidad responde al deseo interno de varios de los elementos que componen “El gabinete del doctor Caligari”, por un lado, la vinculación con Cesare, quien parece que guarda celosamente la avidez de estallar en un grito que pueda liberarle de la perpetua angustia en la que se halla; y, por otro, los escenarios del film que, al igual que en el cuadro de Munch, exteriorizan y muestran visualmente dicha necesidad.

 


Posiblemente, “El gabinete del doctor Caligari” sea, por todo ello, una de las pocas películas enteramente expresionistas que el cine haya ofrecido (la gran mayoría de piezas consideradas como tales –Nosferatu, el vampiro, 1922; Metrópolis, 1927– no son sino ejemplos de la capacidad sincrética de sus autores a la hora de combinar estilos y tendencias en un mismo corpus unitario). Pero, sobre todo, es una obra única cuyo nivel de excepcionalidad queda corroborado en la extrema singularidad del film y en el hecho de que todos sus planteamientos conceptuales no hayan tenido una plena correspondencia, ni siquiera dentro de la filmografía de su autor (por mucho que en Genuine, rodada un año después, intentara mantener un cierto seguimiento hacia todo lo diseñado en esta película). Algo que convierte El gabinete del doctor Caligari en uno de esos raros y sublimes milagros que el cine nos da muy de tarde en tarde.

 

Texto: Joaquín Vallet Rodrigo

Dibujos: Eduardo González Toledo

 

 


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