Director y productor estadounidense,
nacido en Filadelfia, Pensilvania, el 27 de septiembre de 1922.
No es de extrañar que
este director, de ascendencia ruso-judía, haya dado al cine tantos magníficos
retratos de personajes memorables. El teatro interesó a Penn desde el
Instituto, y llevaría su inclinación por la escena hasta Fort Jackson, donde
estuvo destinado durante la Segunda Guerra Mundial. Más tarde se uniría a la
compañía teatral de Joshua Logan y completaría sus estudios en Italia, en el Actor’s
Studio, bajo las directrices de Michael Chekhov. Penn fue, primero y, ante
todo, actor. Después pasaría a la televisión. Para la NBC trabajó como regidor
en la Colgate Comedy Hour, y antes de dos años ya había empezado a escribir y
dirigir dramas para Philco Playhouse, un espacio televisivo que adaptaba
dramas, novelas, teatro, historias originales e incluso musicales de Broadway.
Otros directores como Delbert Mann o Robert Mulligan también iniciaron allí sus
carreras. En 1951 comenzó también a participar en la serie Goodyear Television
Playhouse, considerada uno de los mejores shows de televisión, que duró más o
menos hasta 1957. Pero el año decisivo para Penn fue 1958. Broadway le
aplaudía: Two for the Seesaw sólo sería el primero de muchos éxitos teatrales.
Además, ese mismo año dirigía su primera película.
Las leyendas americanas,
o más exactamente, los personajes legendarios, han conocido un tratamiento
privilegiado en el cine de Penn. La forma en cómo los forajidos se vuelven
héroes a los ojos del público es la que le valió sus éxitos comerciales, pero
también fue la causa de una polémica encendida por parte de los practicantes de
la doble moral.
El zurdo
(1958) y Bonnie y Clyde (1967), están separadas por más de diez años,
pero ambas llevan impreso el mismo sello. La primera, que supuso el debut
cinematográfico del director, se salta las reglas del western tradicional para
desarrollar un estudio psicológico sobre el personaje de la novela de Gore
Vidal, al que Paul Newman infiere una actitud provocativa con su mera
presencia. La segunda también sigue una serie de pautas atípicas que involucran
en el género del western a otros factores. Bonnie y Clyde no estaba destinada a
Arthur Penn, sino a François Truffaut, escogido por los dos guionistas, Robert
Benton y David Newman, que querían ver la historia trazada al estilo europeo.
Pero Truffaut estaba dirigiendo Farenheit 451, y el proyecto pasó a
Jean-Luc Godard, quien no congenió con los guionistas. Fue Warren Beatty, que
se enamoró del personaje, quien decidió producir la película y contratar a
Penn, con quien ya había trabajado en Acosado (1965), para dirigirla.
Penn trata a la pareja de forajidos no sólo a través de sus actuaciones, sino
también entre bambalinas, lo que le permite conectar con sus problemas más
personales, asistir a su muerte recreándose en los más pequeños detalles y
prepararlos como esos “héroes ilegales” con los que el espectador puede
identificarse en ocasiones.
Ese tratamiento de los
héroes, aunque de otra catadura, ya había tenido lugar en La jauría humana
(1966), que se alza paradójicamente como una de las películas corales con los
personajes más individualistas que ha dado el cine. La jauría humana es
quizá el ejemplo de la historia que se crece ante las dificultades (muchos jefes
y un productor asfixiante: Sam Spiegel), y cuyo rodaje tormentoso da lugar a un
perfecto engranaje, a pesar también de la supuestamente difícil convivencia de
tanta estrella.
No siempre la
experimentación o la narrativa atípica le ha propiciado a Penn el mismo
resultado. Acosado (1965) creó lazos entre Beatty y el director, pero el
público no se identificó con ellos. Las incursiones surrealistas que Penn hace
en un personaje paranoico a causa de la persecución de que se siente objeto,
fue uno de los momentos más bajos del director. Quizá a causa de su excesiva
involucración en la historia, dejaba de lado al espectador; la clave podía
estar en las palabras del personaje: “soy culpable de no ser inocente”. Pero ni
siquiera la excelente banda sonora de jazz ayudó.
El restaurante de Alicia
(1969) también corría el riesgo de patinar, pero disfrutó de una suerte
distinta, proporcionándole a Penn una nominación al Oscar como mejor director.
El hecho de que fuese una comedia musical era un arma de doble filo en
Hollywood, aunque Penn, al igual que la canción de Arlo Guthrie que da título a
la película, conectó con el espíritu de los sesenta, algo que volvería a hacer
con Georgia (1981), a través de un grupo de estudiantes universitarios.
Un año después de El
restaurante de Alicia, Penn asumió otro riesgo: Pequeño Gran Hombre
(1970) fue quizá una de las primeras películas en retratar al pueblo indio como
algo más que eternos y sanguinarios enemigos. Los esfuerzos de Dustin Hoffman
-de quien se dice que gritó durante más de una hora para conseguir la voz de un
hombre de más de cien años- también contribuyeron al éxito. Aún así fue otro,
Chief Dan George, quien se llevó sendas nominaciones (al Oscar y a los Globos
de Oro) al mejor actor secundario. Era la forma que tenía la Academia de decir
que también respetaba al pueblo indio.
Penn no sólo demuestra el
dominio del oficio en la mezcla de géneros, sino en formatos clásicos. Missouri
(1976) es un western en donde vuelve a dirigir a Brando, el indómito sheriff de
La jauría humana. El milagro de Anna Sullivan (1962) adapta un
drama de William Gibson superando a la versión anterior, Deliverance
(1919), y sentando las bases para una posterior versión televisiva en 1979.
Penn elige el blanco y negro para quedarse a solas con sus dos personajes
femeninos y hacerles a ambas, Anne Bancroft y Patty Duke, ganar sendos Oscars.
Y aún tendrá lugar en su filmografía una comedia: Penn & Teller Get
Killed (1989), otro de sus fracasos comerciales, que además hizo levantar
la ceja de los críticos.
Pero es quizá el thriller
el género al que recurre con más soltura. En 1975 dirige La noche se mueve,
con Gene Hackman, una historia pesimista que evalúa la América posterior al
escándalo Watergate. Diez años después repite género y actor. Agente doble en
Berlín (1985) es comercial y sin pretensiones, un trabajo de paso donde sin
embargo el director muestra el dominio que ya ha conseguido, a través de los
años, de la acción. En 1987 Muerte en el invierno vuelve a tentar el
recurso del “remake”, esta vez de My Name is Julia Ross, que en 1945
había dirigido Joseph H. Lewis y protagonizado Nina Foch. Muerte en el
invierno cuenta con Mary Steenburgen para interpretar a una actriz que
aparentemente es contratada para protagonizar una película, pero que en realidad
ha de suplir a una mujer secuestrada y asesinada. Penn se sirve en esta ocasión
del decorado para dotar de un fondo inquietante a la historia. Con una
intención expresionista, la arquitectura de la casa, sus espejos, sus
escaleras, se convierte en el mejor apoyo de una historia claustrofóbica.
En sus últimos trabajos,
Penn recurre de nuevo a autores literarios. The Portrait (1993), un
trabajo para televisión basado en la obra de teatro de Tina Howe, recupera
nostálgicamente a Gregory Peck y Lauren Bacall, asumiendo el riesgo, no sólo de
resucitar a viejas glorias, sino de sumergirse en un relato profundo, alejado
de los cánones comerciales, que le devuelve a una de sus actividades favoritas:
el estudio de personajes. Su último trabajo, un esfuerzo notable por adaptarse
a los tiempos e involucrarse políticamente, le sitúa frente a las experiencias
que Bima Stagg recoge en su novela sobre la historia de un oficial que bajo el
merco del Apartheid tortura a un prisionero político Sudafricano, para verse, diez
años después, en el lugar del prisionero.
Falleció en Nueva York,
el 28 de septiembre de 2010, a los 88 años, un año más tarde que su hermano
mayor, el fotógrafo Irving Penn. En los últimos tiempos viajó recibiendo
homenajes en festivales como el de San Sebastián, donde se le dedicó un ciclo
en 1998.
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