Enrique, Quique para la posteridad, San Francisco nació en 1955 en Madrid, ciudad en la que falleció e pasado 1 de marzo de 2021, nueve días antes de cumplir 66 años, a causa de una neumonía. Su infancia, sin embargo, transcurrió en Barcelona. El oficio de actor lo llevaba en la sangre: su padre era el actor Vicente Haro, secundario en muchas películas y series de televisión entre principios de los años sesenta y el 2010, año de su fallecimiento, y su madre, la actriz Queta Ariel, en una de cuyas películas, la emblemática Diferente (1961), de Luis María Delgado y Alfredo Alaria, debutó Quique con seis añitos de edad.
Fibra de niño prodigio la tenía, pues por aquellas fechas también hizo publicidad, televisión y otras películas en breves papeles, hasta que la fama le sonrió en 1967 al interpretar El aprendiz de clown, de Manuel Esteba, donde compartió protagonismo nada menos que con Charlie Rivel. Era un melodrama rancio y ternurista de circo y payasos en la línea de Zampo y yo, rodado dos años antes y que habían protagonizado la niña Ana Belén y Fernando Rey, pero su éxito puso a Quique San Francisco en los mapas y enfocó su carrera.
Que, diez años más tarde, ya iría muy, pero que muy en serio: sus papeles en ¡Arriba Hazaña! (1977), de José María Gutiérrez, y Maravillas (1977), de Manuel Gutiérrez Aragón, son de los que dejan huella. En la segunda, la escena en la que Quique, en una tienda de ropa, quema con la colilla del cigarrillo una prenda sin aparente motivo, perfilaba admirablemente su singularísimo talante: un ser desvalido y extraño, como de otro planeta, cuya personalidad emana básicamente de su físico peculiar, sobre todo de esos ojos tan grandes, tan azules, tan abiertos y tan insondablemente tristes.
Quien mejor explotó esos rasgos fue el cineasta vasco Eloy de la Iglesia en La mujer del ministro (1981) y en sus crónicas de quinquis Navajeros (1980), Colegas (1982) y El pico (1983). Pero también el alicantino Manuel Iborra en El baile del pato (1988) y Orquesta Club Virginia (1992), dos de las mejores composiciones de Quique. Y José Luis Cuerda: Amanece, que no es poco (1988), obra de culto del cine español por excelencia, y Así en el cielo como en la Tierra (1995). Su último papel destacado, aunque secundario como era habitual, fue en la reciente 4 latas (2019), de Gerardo Olivares; aparecía al final del relato, pero era el personaje, el enfermo terminal, que sustentaba la trama: a su encuentro, o reencuentro o despedida, iban los protagonistas atravesando kilómetros y más kilómetros de desierto africano.
Quique
San Francisco, junto a Juan Molina, Polo Aledo, Enrique Viciano y Oscar
Ladoire, en 1978.
Pero, tal vez más que en la gran pantalla, y más que en el teatro, donde desarrolló igualmente una importante labor, la enorme popularidad de Quique San Francisco se forjó en televisión, ya fuera en series como Cuéntame cómo pasó o Gym Tony, o como participante, como monologuista, de ese circo (otro tipo de circo) que es El club de la comedia, donde esa tristeza de la que antes hablábamos propiciaba un humor realmente personal: contaba los chistes como si le extrajeran una muela, contemplaba el mundo con una mezcla de dolor y melancolía y con un aura de poesía extraterrestre. Ya en tiempos de pandemia, encarnó a la mismísima Muerte, cruel presagio, en los anuncios de Campofrío de la pasada Navidad.
Tanto en los escenarios como en las pantallas, Quique era siempre Quique, tan único e irremplazable como lo fueran José Orjas, Luis Ciges o Manolo Gómez Bur, entre tantos otros: la quintaesencia del actor característico ibérico. Descanse en paz en su nuevo limbo. (Jordi Batlle)
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