Las
historias que relatan el retorno del héroe al hogar –tras la guerra, el exilio,
el extravío o la aventura– suelen tratar en un segundo plano la situación de la
mujer que lo espera. La esposa del héroe
triunfante soporta con dignidad una ausencia de años y su fidelidad, probada a
fuego, es la recompensa que aguarda al guerrero que regresa a su patria. En el mito por antonomasia de todos los
retornos, el de Ulises, la esposa fiel es Penélope, la hija de Icario que
soporta durante veinte años la ausencia de su marido y burla las intentonas de
sus pretendientes destejiendo por la noche lo tejido durante el día del sudario
–dicen– de su suegro Laertes.
Tras la muerte de los pretendientes
a manos de su esposo y el reconocimiento de éste, Penélope se realiza
definitivamente como esposa de Ulises y como madre de Telémaco en un hogar
reconstruido que ha soportado todas las pruebas enviadas por los dioses. Sin embargo, según otras leyendas locales
ajenas a Homero, Penélope no fue muy diferente de las demás esposas –infieles–
de los caudillos griegos, como la de Diomedes o la propia Clitemnestra, que se
unió a Egisto y dio muerte a su esposo Agamenón cuando descendía de la nave sobre
una alfombra de púrpura, como cuenta Esquilo en La Orestíada. Penélope no
llegó hasta el asesinato, pero según algunas versiones que rayan en lo
humorístico, mantuvo relaciones con los más de cien pretendientes, de los que
tuvo prolija descendencia.
Si bien no tanto en las versiones clásicas
de la leyenda de Ulises (como el “Ulises” de Mario Camerini, de 1954, con Silvana
Mangano y Kirk Douglas), que es bastante ortodoxa, el cine ha sabido
reflexionar sobre el ambiguo papel de la mujer que aguarda el regreso del héroe. En “El séptimo sello” (1957), de Bergman, el
cruzado perseguido por la Muerte se encuentra con su esposa, mustia por la
soledad y el paso de los años, atendiendo el fuego del hogar y dispuesta a
afrontar con él el último trance: hay fidelidad y reencuentro, pero también un
sentimiento de desdicha por los años desperdiciados en una guerra inútil.
Tan arduo como el propio viaje de
regreso es el proceso de reintegración en la patria, en la familia, y en este punto es esencial el papel que desempeña la esposa. De las diversas caras de Penélope se han
ocupado grandes películas que están en la mente de todos. Una de ellas, la oscarizada “Los mejores años
de nuestra vida” (1946), de William Wyler, juega con tres de estas facetas: la
esposa devota (Mirna Loy), que encaja con su madura inteligencia el retorno del
soldado, junto a la “otra” Penélope, frívola, prendada de los galones y del
dinero más que de la persona y abiertamente infiel (Virginia Mayo), y la novia
inexperta, pero enamorada, que acepta la minusvalía del héroe que retorna (Cathy
O´Donnell). En esta visión,
relativamente amable del retorno del soldado (compárese por ejemplo, con el
dramatismo de “El cazador” –1978– de Cimino–), la Penélope fracasada es
reemplazada de inmediato por otra mujer que está a la altura del retornado: Teresa
Wright en la película de William Wyler, o, en un clásico del cine negro, “La dalia azul” (1946), la
rubia Veronica Lake, que se convierte en confidente e interlocutora del
traicionado Alan Ladd. La femme fatale se convierte en estos casos
en un ángel protector que incluso es capaz de conjurar, con su amor, las ansias
de venganza del retornado, como Susan Hayward en “Odio entre hermanos” (1949),
de J.L. Mankiewicz –en este caso, de la cárcel, no de la guerra–.
Hay ocasiones en que Penélope
pertenece a un mundo al que el retornado ya no tiene acceso, una Penélope que
ha optado, por así decirlo, por comprometerse con uno de los pretendientes o,
por decirlo en términos modernos, por “rehacer su vida”. En estos casos el regresado adquiere la
dimensión de un revenant, de un
muerto que regresa a una vida que ya no le pertenece. Es lo que le ocurre a Tom Hanks con su esposa
en “Náufrago” (2000), o a los exiliados que regresan a un mundo radicalmente
transformado, como a tantos protagonistas de filmes sobre la caída del Muro de
Berlín y la desaparición de la RDA: “La promesa” (1995) de Margarette von
Trotta y “Berlin is Germany” (2001) de Hannes Stöhr. El
abismo entre el pasado y el presente, entre Ulises y Penélope, quizá no ha sido
expresado con tanta intensidad poética como en “Paris-Texas” (1984) de Wim
Wenders: el cristal, transparente pero infranqueable, que en el “peep-show”
separa a Harry Dean Stanton de Nastassja
Kinski.
Uno de los momentos críticos en todo
retorno es el del reconocimiento. A
través de una prueba (como la del arco en Ulises), de una prenda o de una
información secreta la esposa ha de asegurarse de que el retornado no es un
impostor. Por ello la Penélope más
fascinante, y más moderna quizá, no es ni la que espera ni la que traiciona sin más,
sino que la que reviste de fidelidad su traición y encuentra su felicidad en el
impostor, que es capaz de un generosidad y de una entrega superior a la del marido
ausente. Varios filmes se han ocupado de
este motivo, pero el mejor fue el primero de ellos: la magnífica “El regreso de Martin
Guerre” (1982), de Daniel Vigne, protagonizada por Gerard Depardieu. La ambigüedad de esta Penélope, fiel y
adúltera, se beneficia de la prodigiosa interpretación de Nathalie Baye, contenida
en palabras, rica en gestos sutiles y con una mirada capaz de conmover al
propio juez, que se convierte en el narrador, en el Homero, de esta singular
historia de retornados y de esposas que esperan.
Magnífica la descripción de Penélope en las distintas películas. Penélopes con otras caracteristicas, ambientes y épocas pero en el fondo la misma mujer
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