En estas fechas tan saturadas de “banquetes” os presento una reflexión cinematográfica de corte «surrealista»: «surrealista» en el sentido más exacto del término, que es como lo define André Breton en su «Primer Manifiesto», de 1924:
“[El surrealismo] es automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos expresar, sea verbalmente, sea por escrito o de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.”
Lo cierto es que este espontáneo fluir del pensamiento, sin concesiones a la estética o a la moral burguesa, no se plasmó cinematográficamente en ningún autor francés, quizá porque la verdadera «patria» del surrealismo, a pesar de Breton y de todos los demás, se encuentra al sur de los Pirineos. «Surrealismo» en el cine es decir «Luis Buñuel» y, en su pureza más extrema, es decir «Un perro andaluz» (Un chien andalou, 1929). Luis Buñuel supo hacerlo brotar de sus propias raíces hispánicas, y curiosamente, cuando el surrealismo como grupo era ya historia y se había convertido, en todo caso, en una actitud estética, él se mantuvo fiel a sus postulados «corrosivos» hasta la última de sus películas: «Ese oscuro objeto del deseo» (Cet obscur object du désir, 1977), rodada en buena parte, por cierto, en Sevilla, ciudad no poco «surrealista».
No hay película de Buñuel, incluso alguna de las que él denominó «alimenticias» –esto es, las que le dieron de comer durante su etapa mejicana– en las que no aflore el subconsciente para «desmontar» normas e instituciones socialmente aceptadas –y no sólo, por cierto, las burguesas–. Pero yo quiero detenerme ahora en uno de los blancos favoritos de don Luis: el banquete como verdadero sumidero de convenciones sociales y de falsedad institucionalizada.
El Buñuel de la madurez ha aprendido de Engels –sí, el compañero de Marx– que para desenmascarar un ritual social el mejor método es el del «extrañamiento», esto es, en palabras de Engels, «hacer extrañas las cosas cotidianas y cotidianas las extrañas». Con la aplicación de este principio, los banquetes de Buñuel se convierten en verdaderos ejercicios de disección inmisericorde de convenciones humanas, de auténticas «carnicerías» de los rituales al uso. El director nos sitúa a la distancia necesaria para que contemplemos con frialdad usos cotidianos que, en la lejanía, se nos revelan absurdos, al mismo tiempo que la propia distancia nos hace aceptar como «normales» hechos insólitos, terribles incluso, que jamás aceptaríamos en un banquete de la vida real.
Unos ejemplos. En «La Edad de Oro» (L’Âge d’Or, 1930), mientras los invitados departen sobre banalidades, un carro con dos campesinos que beben atraviesa por mitad del salón sin que nadie se inmute y, poco después, el protagonista abofetea a la anfitriona, la madre de su amada, por derramarle el vino cuando iba a servirle una copa. ¿Qué significa todo esto? Pues léase la definición de Breton citada al principio: no significa nada, no simboliza nada; nos enfrenta a imágenes que nacen de nuestra imaginación o a impulsos primarios que en el arte –no en la vida real– podemos dejar que fluyan, con la consiguiente carga crítica y revolucionaria. No os atreváis a llevarlo a la práctica.
Muchos años después, en la que para mí es una de sus grandes obras maestras, «El ángel exterminador» (1962), el incomprensible encierro de los burgueses en la mansión de la calle Providencia parte de una cena «surrealista». No fue desde luego Polanski el primero que se propuso examinar la degeneración del comportamiento humano en un recinto hermético. ¿Recordáis esos brindis vacíos a los que nadie presta atención o esa risotada artificial cuando el sirviente, tal como estaba previsto, se tropieza y derrama la comida? El banquete anuncia el desplome de los burgueses en su encierro y la peripecia final de los feligreses en su iglesia… ¿Qué significa esto? Léase la respuesta en el párrafo anterior: nada. Dejad volar el subconsciente y todo vendrá “de suyo”.
No nos olvidemos, por cierto, de «Viridiana», rodada –increíblemente– en España en el año anterior. Allí la cena burguesa se transforma en una parodia interpretada por pordioseros, que antes de que la situación degenere por completo, posan como «La Última Cena» de Leonardo delante de la «cámara» que Lola Gaos lleva “desde pequeña”.
En su último período «francés», cuando Buñuel disponía del dinero de Serge Silberman para hacer lo que le venía en gana, encontramos banquetes memorables, como el de «El fantasma de la libertad» (Le fantôme de la liberté, 1974), en el que las sillas han sido sustituidas por retretes (no os cuento más, pues muchos no habéis visto –casi seguro– la película, de poca difusión en España).
Pero hay un filme en concreto cuyo argumento gira en torno a un banquete que nunca llega a celebrarse por las dificultades que sobrevienen a lo largo de toda la narración. Se trata de «El discreto encanto de la burguesía» (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972), por el que Buñuel recibió el Óscar a la mejor película extranjera. Con él concluyo este recorrido por el banquete surrealista.
Os invito a ver un momento de uno de los varios «pseudobanquetes» frustrados de la película. A aquellos que conozcáis «El ángel exterminador» o «La Edad de Oro» muchos detalles os resultarán familiares, incluido el sirviente que tropieza «adrede». Pero creo que en esta ocasión Buñuel resalta como nunca los rasgos «teatrales» de todo banquete, su carácter de «representación», la vaciedad que se esconde tras sus rituales, hasta el punto de que cuando a un comensal «se le olvida su papel», a pesar de la ayuda del «apuntador», padece una angustia «existencial» de primer orden: «Dios mío, ¿qué estoy haciendo aquí?». Nosotros, el público, que lo vemos todo desde fuera, «extrañados» ante el desenmascaramiento como pedía Engels, podemos aplaudir o silbar ante el espectáculo.
“[El surrealismo] es automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos expresar, sea verbalmente, sea por escrito o de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.”
El grupo surrealista. André Breton se sienta a la derecha de Dalí. |
Lo cierto es que este espontáneo fluir del pensamiento, sin concesiones a la estética o a la moral burguesa, no se plasmó cinematográficamente en ningún autor francés, quizá porque la verdadera «patria» del surrealismo, a pesar de Breton y de todos los demás, se encuentra al sur de los Pirineos. «Surrealismo» en el cine es decir «Luis Buñuel» y, en su pureza más extrema, es decir «Un perro andaluz» (Un chien andalou, 1929). Luis Buñuel supo hacerlo brotar de sus propias raíces hispánicas, y curiosamente, cuando el surrealismo como grupo era ya historia y se había convertido, en todo caso, en una actitud estética, él se mantuvo fiel a sus postulados «corrosivos» hasta la última de sus películas: «Ese oscuro objeto del deseo» (Cet obscur object du désir, 1977), rodada en buena parte, por cierto, en Sevilla, ciudad no poco «surrealista».
Luis Buñuel en «Un perro andaluz» |
No hay película de Buñuel, incluso alguna de las que él denominó «alimenticias» –esto es, las que le dieron de comer durante su etapa mejicana– en las que no aflore el subconsciente para «desmontar» normas e instituciones socialmente aceptadas –y no sólo, por cierto, las burguesas–. Pero yo quiero detenerme ahora en uno de los blancos favoritos de don Luis: el banquete como verdadero sumidero de convenciones sociales y de falsedad institucionalizada.
El Buñuel de la madurez ha aprendido de Engels –sí, el compañero de Marx– que para desenmascarar un ritual social el mejor método es el del «extrañamiento», esto es, en palabras de Engels, «hacer extrañas las cosas cotidianas y cotidianas las extrañas». Con la aplicación de este principio, los banquetes de Buñuel se convierten en verdaderos ejercicios de disección inmisericorde de convenciones humanas, de auténticas «carnicerías» de los rituales al uso. El director nos sitúa a la distancia necesaria para que contemplemos con frialdad usos cotidianos que, en la lejanía, se nos revelan absurdos, al mismo tiempo que la propia distancia nos hace aceptar como «normales» hechos insólitos, terribles incluso, que jamás aceptaríamos en un banquete de la vida real.
Unos ejemplos. En «La Edad de Oro» (L’Âge d’Or, 1930), mientras los invitados departen sobre banalidades, un carro con dos campesinos que beben atraviesa por mitad del salón sin que nadie se inmute y, poco después, el protagonista abofetea a la anfitriona, la madre de su amada, por derramarle el vino cuando iba a servirle una copa. ¿Qué significa todo esto? Pues léase la definición de Breton citada al principio: no significa nada, no simboliza nada; nos enfrenta a imágenes que nacen de nuestra imaginación o a impulsos primarios que en el arte –no en la vida real– podemos dejar que fluyan, con la consiguiente carga crítica y revolucionaria. No os atreváis a llevarlo a la práctica.
«La Edad de Oro», quizá la película más iconoclasta de Buñuel |
Muchos años después, en la que para mí es una de sus grandes obras maestras, «El ángel exterminador» (1962), el incomprensible encierro de los burgueses en la mansión de la calle Providencia parte de una cena «surrealista». No fue desde luego Polanski el primero que se propuso examinar la degeneración del comportamiento humano en un recinto hermético. ¿Recordáis esos brindis vacíos a los que nadie presta atención o esa risotada artificial cuando el sirviente, tal como estaba previsto, se tropieza y derrama la comida? El banquete anuncia el desplome de los burgueses en su encierro y la peripecia final de los feligreses en su iglesia… ¿Qué significa esto? Léase la respuesta en el párrafo anterior: nada. Dejad volar el subconsciente y todo vendrá “de suyo”.
El banquete de «El ángel exterminador» |
No nos olvidemos, por cierto, de «Viridiana», rodada –increíblemente– en España en el año anterior. Allí la cena burguesa se transforma en una parodia interpretada por pordioseros, que antes de que la situación degenere por completo, posan como «La Última Cena» de Leonardo delante de la «cámara» que Lola Gaos lleva “desde pequeña”.
La «Última Cena» de «Viridiana» |
En su último período «francés», cuando Buñuel disponía del dinero de Serge Silberman para hacer lo que le venía en gana, encontramos banquetes memorables, como el de «El fantasma de la libertad» (Le fantôme de la liberté, 1974), en el que las sillas han sido sustituidas por retretes (no os cuento más, pues muchos no habéis visto –casi seguro– la película, de poca difusión en España).
La comida «escatológica» de «El fantasma de la libertad» |
Pero hay un filme en concreto cuyo argumento gira en torno a un banquete que nunca llega a celebrarse por las dificultades que sobrevienen a lo largo de toda la narración. Se trata de «El discreto encanto de la burguesía» (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972), por el que Buñuel recibió el Óscar a la mejor película extranjera. Con él concluyo este recorrido por el banquete surrealista.
Os invito a ver un momento de uno de los varios «pseudobanquetes» frustrados de la película. A aquellos que conozcáis «El ángel exterminador» o «La Edad de Oro» muchos detalles os resultarán familiares, incluido el sirviente que tropieza «adrede». Pero creo que en esta ocasión Buñuel resalta como nunca los rasgos «teatrales» de todo banquete, su carácter de «representación», la vaciedad que se esconde tras sus rituales, hasta el punto de que cuando a un comensal «se le olvida su papel», a pesar de la ayuda del «apuntador», padece una angustia «existencial» de primer orden: «Dios mío, ¿qué estoy haciendo aquí?». Nosotros, el público, que lo vemos todo desde fuera, «extrañados» ante el desenmascaramiento como pedía Engels, podemos aplaudir o silbar ante el espectáculo.
¡UN ABRAZO, FELIZ 2012 A PESAR DE LAS CUENTAS DEL REINO Y QUE VUESTRAS COMIDAS DE ESTAS FIESTAS TENGAN MÁS DE JAMÓN Y BUENA COMPAÑÍA QUE DE SURREALISMO!
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