6 películas se estrenan
el 27 de abril de 2018 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Dos producciones
son estadounidenses, una británica, una francesa, una palestina y una española.
Esta semana se queda sin editar en Sevilla la película alemana “Lou
Andreas-Salomé” (Cordula Kablitz-Post, 2016), biopic de la escritora rusa Lou
Andreas-Salomé (1861-1937), una mujer adelantada a su tiempo que departió con
Nietzsche, fue analizada por Sigmund Freud y se rodeó de grandes de artistas y
escritores de finales de la época como el poeta Rainer Maria Rilke, de la que
fue amante. Tampoco se estrena en Sevilla “Fortunata” (Sergio Castellitto,
2017), comedia italiana presente en el Festival de Cannes 2017 en la sección “Una
cierta mirada”, donde consiguió el premio a Mejor Actriz (Jasmine Trinca). Y vamos
con nuestro repaso semanal de lo estrenado en Sevilla.
Invitación de boda. (Palestina, 2017).
Dir. Annemarie Jacir.
Representante de Palestina en los Oscars 2018.
Presentada en el Festival de Locarno 2017 y el Festival
de Mar del Plata 2017. En este último fue ganadora del Premio a Mejor Película y
Mejor Actor (Mohammed Bakri).
Drama familiar interpretado por Saleh Bakri, Mohammed
Bakri y Maria Zreik.
Nazaret, la ciudad de Israel con mayor población árabe,
es el escenario perfecto para una película de carretera en la que los
personajes avanzan en lo moral mientras no dejan de dar vueltas en lo físico.
Los conflictos internos, de familia, entre un padre y un hijo que reparten
invitaciones de boda, entregadas en mano, sin mediación, como manda la
tradición palestina, ejercen de metonimia ideal de los conflictos externos, los
que surgen entre las diferentes tradiciones de la ciudad, en lo político, en lo
religioso, en lo social.
En su tercer largometraje, Annemarie Jacir, palestina de
Belén, ha compuesto con “Invitación de boda” una road movie clásica en la que
no es necesario salir de la ciudad para que se cumplan sus esencias. Como
mandan los cánones del subgénero, cada encuentro, cada visita a amigos y
familiares, muestra una microhistoria personal, un modelo de relación entre
iguales y entre diferentes, un prototipo de los conflictivos vínculos en una
ciudad diversa, trascendiendo de este modo desde lo particular hasta lo
universal.
Jacir, que ha dado un gran salto de calidad desde su
ópera prima, “La sal de este mar” (2008), también estrenada en España, logra
una película fascinante ambientada durante buena parte de su metraje en el
interior de un coche. Un reducto donde padre e hijo reflexionan sobre la
oportunidad de marcharse y la necesidad de quedarse en una ciudad que nunca los
acogió, pero que también es suya. Tradición y modernidad, en continua pugna,
aunque entrelazadas como los dedos de dos personas que se aman, que saben
mirarse a los ojos y comprender lo que hay dentro. Una fuerza del cariño
comandada por dos actores excelentes, Mohammad y Saleh Bakri, padre e hijo en
la vida real, forjadores de una bella calma entre el nervio de una ciudad
(im)posible.
Sin las desorientaciones de verosimilitud de “La sal de
este mar”, historia de amor que ya se centraba en el mismo subtexto —la
colisión entre el que aspira a respirar fuera del conflicto palestino-israelí y
el que aún cree que se pueden cambiar las cosas desde dentro—, “Invitación de
boda”, drama con apuntes de comedia presentada en Locarno y Mar del Plata, es
una de esas películas para vivir, aprender y soñar. De apariencia sencilla y
mensaje complejo, que se escucha y se huele, y que se mantiene firme sobre una
línea de corte humanista, tan necesaria en estos tiempos de constante
desequilibrio. Recomendada.
El león duerme esta noche (Francia, 2017).
Dir. Nobuhiro Suwa.
Presentada en la sección oficial del Festival de Cine de
San Sebastián 2017.
Película dramática donde se aborda el cine dentro del
cine, interpretada por Jean-Pierre Léaud, Pauline Etienne, Arthur Harari, Maud
Wyler y Jules Langlade.
El score está compuesto por Olivier Marguerit.
En la película se escucha un diálogo “Tengo un problema:
no sé cómo representar mi muerte” a lo que se le contesta “La muerte no se
representa”.
Este diálogo entre un actor cansado e inseguro, teórico y
sentimental, y una ayudante de dirección práctica y directa, cine dentro del
cine, podría definir la doble dicotomía en la que se mueve la preciosa película
de Nobuhiro Suwa “El león duerme esta noche”. ¿La muerte tiene más que ver con
el sosiego o con la desdicha, con el encuentro o con el combate? ¿Y el cine?
¿Está hecho de gravedad o de espontaneidad, de impostura o de libertad?
A través de la imponente figura de Jean-Pierre Leaud, que
hace tiempo que dejó de ser un simple actor para configurarse como el reflejo
de un modo de hacer cine en continuo peligro de extinción, Suwa ha compuesto
una película que, aun siendo una impagable reflexión sobre la creación
artística, nunca pontifica, nunca sube el volumen, encontrando siempre el tono
justo, incluso en su melancólica banda sonora, para abordar la trascendencia
del crepúsculo desde el recreo infantil. Y, como en “Yuki y Nina” (2009), su
anterior obra, coloca como protagonistas a un puñado de niños que juegan a ser
mayores mientras reparten naturalismo en una película mágica.
El rey se muere. Como en la obra homónima de Eugene
Ionesco. Como en la excelente “Vuelvo a casa” (Manoel de Oliveira, 2001), que
partía de la pieza del dramaturgo del absurdo, y con la que tanto tiene que ver
“El león duerme esta noche”. Y el monarca Leaud retrotrae su mirada hasta la
experiencia de vivir y, sobre todo, hasta el consuelo de haber amado, en una
suerte de “Fresas salvajes” que no es sino el sueño de la razón. La razón de un
niño de 7 años.
Hasta el fin, quizá irrepresentable, quizá puro lenguaje
cinematográfico. Porque Suwa, que articula su película por medio de continuos
fundidos a negro que convierten los últimos días en algo paulatino e
incontenible, como la vida misma, bien sabe que la muerte, citando a David
Chase, puede ser un simple corte a negro. Recomendada.
7 días en Entebbe. (Reino Unido, 2018).
Dir. José Padilha.
Presentada en la sección oficial (fuera de competición) del
Festival de Berlín 2018.
Thriller, basado en hechos reales, sobre temas de
terrorimo, interpretado por Rosamund Pike, Daniel Brühl, Eddie Marsan, Ben
Schnetzer y Kamil Lemieszewski.
El score está compuesto por Rodrigo Amarante.
A propósito de “RAF Facción del Ejército Rojo” (2008) de
Uli Edel, Nick James, director de la revista “Sight & Sound”, elaboró una
interesante reflexión en torno al estado del cine político en la era del
mercado cinematográfico global: el imperativo de contentar a todo al mundo
acababa determinando una calculada ambigüedad de discurso que fomentaba que esa
película pudiese ser leída en términos de nostalgia activista chic y de
aproximación, superficial y poco problemática, a un oscuro episodio de la
reciente historia europea. La reflexión podría aplicarse punto por punto a “7
días en Entebbe” de José Padilha.
Bastaron seis meses desde que el Frente Popular para la
Liberación de Palestina secuestrase a los pasajeros y tripulantes de un vuelo
de Air France e intentase negociar la liberación de sus 102 rehenes desde el
aeropuerto de Uganda para que tan delicado suceso se convirtiese en material
para el espectáculo. La televisiva “Victoria en Entebbe” (1976) –estrenada en
salas en nuestro país- abrió el fuego, pero no tardarían en sumarse otros dos
trabajos en menos de un año: “Brigada antisecuestro” y “Operation Thunderbolt”
(ambas de 1977). En todas ellas el cantar de gesta en torno a la eficacia
heroica del ejército israelí se daba la mano con las lógicas de producción (y
del star-system) propias del vigente fenómeno de las películas de catástrofes,
variante “Aeropuerto” (1970) y sus derivados.
Deprime bastante que la distancia temporal con los hechos
no haya insuflado más lucidez a “7 días en Entebbe” más allá de esos rótulos
finales en torno a la necesidad de diálogo y los porvenires de Isaac Rabin y
Simón Peres. La gran aportación de Padilha, aparte de un cierto buen pulso
narrativo, es un alto porcentaje de kitsch en el uso alegórico de una pieza de
danza contemporánea que propicia, en el clímax, un montaje paralelo que se
diría la peor idea en la historia de la representación del terrorismo en el
cine desde que Spielberg mezclara sexo y cuerpos acribillados en el desenlace
de “Múnich” (2005). El resultado es una película ideológicamente inútil, pero
ejecutada con una fútil competencia. No Recomendada.
Noche de juegos. (USA, 2018). Dir. John Francis Daley y
Jonathan Goldstein.
Comedia del absurdo con desapariciones y secuestros de
por medio. Interpretada por Jason Bateman, Rachel McAdams, Kyle Chandler,
Sharon Horgan y Jesse Plemons.
El componente lúdico del cine tiene en el crimen uno de
sus más paradójicos exponentes. Y casi desde siempre los directores y, sobre
todo, los guionistas han jugado con los espectadores a la sorpresa, el poder de
adivinación, las falsas pistas, el retruécano visual y el chiste
autorreferencial en películas normalmente ambientadas en espacios cerrados, de
reunión de amigos (o enemigos), en las que se lanzan unos cuantos fuegos
artificiales de pronto olvido, pero de máxima satisfacción fugaz.
Un lugar al que pretende llegar la estadounidense “Noche
de juegos”, segunda película de John Francis Daley y Jonathan Goldstein,
pasajero divertimento que puede entroncar tanto con clásicos como “La cena de
los acusados” y “Un cadáver a los postres”, como con las comedias para
adultescentes pergeñadas por Judd Apatow. Una fusión alrededor de los juegos en
familia entre el whodunit a lo Agatha Christie y la risa loca contemporánea,
que, a pesar de contener puntuales estallidos de gracia, sobre todo en diálogos
esporádicos sacados de contexto, casi digresiones (in)necesarias, no acaba de
persuadir en su totalidad por la absoluta inanidad de su conjunto.
A Daley y Goldstein, como ya demostraron en la felizmente
cafre “Vacaciones” (2015), se les nota cierta mano para el gag esporádico,
tanto en lo visual como en lo vocal pero, frente a estupendos hallazgos, como
el personaje del vecino policía, el devenir de la historia principal importa
poco más que un pimiento, y la irregularidad de sus situaciones acaba ganando
la partida de Cluedo. De modo que finalmente sus rostros estrella son tanto su
mejor reclamo como su tumba. Y acabamos preguntándonos qué hacen Rachel McAdams
y Jason Bateman en este The game de baratillo. No Recomendada.
Vengadores: Infinity War. (USA, 2018). Dir. Anthony Russo
y Joe Russo.
Película de superhéroes enclavada en el Universo
Marvel, interpretada por Robert Downey Jr., Chris Hemsworth,
Benedict Cumberbatch, Chris Evans, Mark Ruffalo, Scarlett Johansson, Chris
Pratt, Tom Holland, Josh Brolin, Gwyneth Paltrow, Tom Hiddleston, Peter
Dinklage, Paul Bettany, Samuel L. Jackson, Benicio del Toro y William Hurt.
El score está compuesto por Alan Silvestri.
Todo mal. Según la ciencia, la inexacta, el máximo que
aguanta una vejiga sin vaciarse es el resultado de un no necesariamente
complejo algoritmo donde intervienen variables como la cantidad de café
ingerido, el tamaño de la próstata (en ellos), el estado del suelo pélvico (en
ellas), la capacidad para la concentración de cualquiera (ellos y ellas), y
hasta las ganas de irse del cine cuanto antes de todos. Independientemente del
sexo y del estado civil. Digamos que “Vengadores: Infinity War” es toda ella
una provocación diurética; una invitación a huir camino del mingitorio a la
primera presión; una gran, por decirlo en corto, micción. El problema no es que
dure dos horas y media que, la verdad, ya es bastante. No, lo grave es la
incontinente inanidad de 156 minutos soltados a chorro con la emotividad y
tensión de un dolor de vientre. Suena exagerado, quizá algo sucio, y, en
efecto, lo es.
Se entiende mal que lo que debería ser el cierre épico,
triste y hasta tierno de una saga que, con sus altibajos, nos ha mantenido en
vilo desde hace una década se precipite por los territorios más vulgares de la
absoluta falta de ideas. Los hermanos Russo, que nos sorprendieron con la más
adulta, divertida y bien tramada entrega de todas las superseries superheoricas
(eso fue “Capitán América: Civil War”), se dejan ahora llevar por el tráfago. O
mejor por el tráfico. Muy denso.
En su descargo quizá habría que apuntar que toda la
película es una hora punta desde el primer segundo. La cantidad de personajes y
abdominales traumatizados por algún episodio de la infancia o la primera
juventud es sencillamente ingobernable. Por allí circulan, los siempre
ocurrentes Guardianes de la Galaxia, el histrionismo del Doctor Strange, el
encanto natural de Iron Man, el irresponsable descaro de Spiderman, la
pomposidad colorista de Black Panther y, por supuesto, el buen tono muscular de
Thor. Es decir, la mayor concentración de gente con poderes desde la aplicación
del 155. El reto consiste, por tanto, en hacer coincidir todas las
sensibilidades y hasta géneros en algo con sentido. Pues no, no les sale a los
directores. Ni a uno ni a otro.
Puesto que desde el principio se anuncia como fin de una
era (se van los que acaban contrato, ni más ni menos), no adelantamos nada si
decimos que toda la película está plagada de bajas. Y aquí nos paramos. El
indomesticable Thanos, enamorado hasta la médula de la muerte, ha llegado para
completar el ERE más radical visto en toda la crisis. Pues bien, desconsuela la
nula capacidad de la película para provocar algo parecido a una lágrima, un
puchero, si quiera un gesto de descontento. Se mueren nuestros héroes y, quién lo
iba a decir, da exactamente igual. Es triste, sí, pero por los motivos
equivocados.
Lo demás son ya errores de bulto. Y muy abultados. La
caracterización de Josh Brolin como el villano devora planetas no supera a la
del anuncio de Mister Proper. Cada uno de los intentos por dotar de profundidad
a su drama interior -el hombre está más preocupado por la superpoblación del
universo que Malthus- se antoja sólo ridículo. Quizá también desproporcionado,
pero más ridículo. Como risible es la monotonía con las que se trenzan las
historias en un alarde tan anticlimático como muy aburrido. Sólo a la altura de
chupar un clavo o, en el mejor de los casos, mirar fijamente a la pared. Eso
por no citar lo feo y anodinos que resultan cada uno de los escenarios
interestelares. Y luego está la pregunta sin respuesta de siempre: ¿Hasta
cuándo vamos a tener que soportar bromas, chistes o lo que sea sobre la década
de los 80? Sí, también aquí.
Para el final queda la constancia de que ya está bien. Da
la impresión de que el gesto abusivo de intentar convertir la pantalla en un
circo de cinco pistas donde todo sucede a la mayor gloria del escapismo en la
más burda de sus versiones ha tocado techo. O fondo. “Vengadores: Infinity War”
discurre por la pantalla con el único beneficio del atolondramiento. Los cuatro
chistes bien colocados, que los hay, así como la despampanante intervención de
Peter Dinklage, que lo es, no salvan ni de lejos el todo o, mejor, el
supertodo. Todo mal.
Y otro día hablamos del GUANTELETE (así, en mayúsculas).
De la VEJIGA (también en mayúsculas) ya hemos dicho lo que tocaba. No Recomendada.
Hacerse mayor y otros problemas. (España,
2018). Dir. Clara Martínez-Lázaro.
Combina la comedia y el drama este film español.
Interpretado por Silvia Alonso, Bárbara Goenaga, Antonio
Resines, Vito Sanz, Mariona Terés, Javivi, María Esteve, Francesco Carril,
Lucía Delgado y Usun Yoon.
El título es explícito, convencional, por reiterado, y
malo. Y la película es igual. “Hacerse mayor y otros problemas”, segundo
trabajo de Clara Martínez-Lázaro, que dirige y escribe en solitario, es un
conjunto de ideas alrededor del paso de la juventud a la madurez, ese camino
recorrido cada vez con menos euforia y más parsimonia, que nunca logra escapar
de la condición de tópico superficial, banal ejercicio de autorreflexión y
comedia sin ritmo ni gracia.
La inestabilidad de las relaciones sentimentales, la
necesidad (o no) de tener hijos, la calidad del sexo, el valor de la amistad...
Buena parte de las primeras películas de los nuevos directores van de eso, algo
comprensible si se tiene en cuenta que se intenta hablar de lo que se sabe, y
que se busca el poder de la identificación con algo que se está viviendo o se
ha experimentado hasta bien poco antes. Y, sin embargo, en la película de
Martínez-Lázaro todo está muy por debajo de la media; incluso en las
actuaciones, donde una parte de los intérpretes roza la sobreactuación gestual y
vocal, quizá para remediar la poca calidad de los diálogos.
“Cuatro semanas llevo sin dormir. Yo pensé que iba a ser feliz. ¡Ni se
os ocurra!”. No es que sean las tres frases esenciales de la historia sobre el
hecho de ser madre: es que son casi las únicas. Y poco más allá llega esa
vertiente de la reflexión —cierta o no, eso es lo de menos— en el relato de
Martínez-Lázaro, que debutó en 2015 con “Mirabilis”, película que no llegó a
las salas comerciales, y que en “Hacerse mayor y otros problemas” acusa unas
demasiado visibles carencias para el tempo cómico, el dinamismo secuencial y la
escritura de situaciones que lleven a la risa. No Recomendada.
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