Cuando se afirma que el cine es un
reflejo de la historia, suelen acudir a la memoria películas que se centran en
los grandes acontecimientos del pasado y en los personajes –reyes, generales,
líderes religiosos y políticos– que los protagonizaron. Otras veces –es cierto– los protagonistas no
son los grandes nombres de la historia sino personajes, reales o de ficción,
que vivieron esos hechos históricos en sus vidas particulares. En ambos casos, sin embargo, se suele
utilizar, con matices, la etiqueta de “cine histórico” por importar la Historia,
con mayúsculas, más que la peripecia individual, y ser aquella, en definitiva,
la que se pretende llevar a la pantalla: una guerra, una revolución, un reinado
o cualquier clase de acontecimiento político.
Sin embargo, y aunque parezca
paradójico, este “cine histórico” no tiene por qué ser el mejor espejo de la
historia. Hay un cine estrictamente
contemporáneo de lo que narra, más interesado en el hombre que en sus
circunstancias, que, precisamente por su verdad, refleja con mayor exacitud,
con mayor lucidez e incluso con mayor dramatismo, un proceso histórico de
transformación. El cine de Yasujiro Ozu
es un ejemplo sobresaliente.
Fotograma de "El hijo único" (1936) |
La única incursión de Ozu en el género
histórico “en sentido estricto” –conocido por los japoneses como jidai-jeki– fue curiosamente su primera
película, hoy perdida, “La espada de la penitencia” (1927). Después de aquella experiencia, se consagró
por entero al cine de tema contemporáneo o gendai-jeki,
al que pertenecen sus cincuenta y tres películas restantes (treinta y una
conservadas completas). En sus comedias,
en sus dramas (comedias que son dramas y dramas que son comedias, como la vida
real que reflejan), Ozu se consagró como retratista de la vida cotidiana de la
gente corriente, a lo que desde Unamuno hemos venido en llamar la “intrahistoria”. Sus argumentos, aparentemente
insignificantes, se centran en los problemas esenciales de la vida humana –de
ahí su universalidad–, y abarcan entornos sociales que van desde los ambientes
estudiantiles de los trabajos de juventud (Me
he graduado pero…, 1929) y los humildes e incluso marginales de las
películas anteriores a la guerra (La
esposa de la noche, He nacido pero…,
Un albergue en Tokio) hasta la burguesía
y la clase media de Hermanos y hermanas
de la familia Toda y la serie completa de sus obras maestras de la
posguerra desde Primavera tardía
(1949).
Justo por esa atención a lo cotidiano,
por esa capacidad para captar en lo irrelevante el paso del tiempo, de intuir
en lo minúsculo el universo entero –de acuerdo con el espíritu del zen– y por
hacerlo con un estilo depurado hasta el límite –sobre todo en su etapa final– y
con argumentos que se suceden una y otra vez como variaciones sobre un tema
principal, Ozu es tenido desde hace tiempo por la crítica como el gran cronista
del Japón de la primera mitad del siglo XX.
Su etapa silente (que abarca hasta El
hijo único, su primer sonoro, de 1936), incluso desde los primeros filmes –muy
dependientes aún de sus modelos americanos–, plasma los sueños rotos del Japón
Meiji y la miseria social que acarreó la crisis del 29. Sin embargo, aparte de un par de películas
centradas sobre los desastres de la guerra, Ozu es universalmente conocido por
los trabajos que siguieron durante los años cincuenta a Primavera tardía, que son el testimonio más completo y profundo de la brusca evolución de los
viejos modelos feudales de Japón a la tecnificación y el individualismo del
mundo desarrollado.
"Cuentos de Tokio" (1953) |
Pero el relato de los acontecimientos, la
historia factual, en el sentido tradicional, en las películas de Ozu no pasa de
ser una simple alusión, un marco que envuelve a los personajes y le da sentido
a sus dramas pero que jamás se aborda de manera explícita, sino que se insinúa
a través de detalles y referencias oblicuas.
Y más allá de todos los símbolos que anuncian el paso del tiempo, como
los trenes que atraviesan sus paisajes o las chimeneas de las fábricas de
Tokio, el microcosmos que ocupa el lugar central en el Ozu maduro, en el que
adivinamos todo el universo de Japón, es la familia tradicional, a cuya
desintegración asistimos desde una mirada tan melacólica –el pertinaz mono no aware del alma japonesa, el
mismo que impregna las maravilloss estampas de los siglos XVIII y XIX– como
casi ajena a todo juicio de valor.
Cuentos
de Tokio, Primavera
tardía, Comienzos del verano, El otoño de los Kohayagawa, El sabor del sake…, los ancianos se
quedan solos, los hijos –voluntaria o involuntariamente– se desvinculan de los
padres, las mujeres se emancipan, las empresas familiares son absorbidas por
las grandes corporaciones, y, en general, el viejo mundo de lentitudes y
rituales cede su espacio a las urgencias de la sociedad desarrollada, con su
libertad y sus nuevas servidumbres. Sin embargo, Ozu nunca opina; es testigo mudo de la verdadera historia, la
que se revela en la vida de los hombres, y ante ello, a su lado, no nos queda sino contemplar el paso del tiempo mientras apuramos en la penumbra nuestro vaso de
sake.
Estupendo el artículo. A mi me gusta sobre todas Cuentos de Tokio, Hay una película más antigua con ese tema del trato de los hijo a los padres en la vejez de Leo McCarey, "Make way for tomorow". Aquí se tituló "Dejad paso al mañana".
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