Título original: Dolor y gloria. Dirección: Pedro Almodóvar. País: España. Año: 2019. Duración: 108
min. Género: Drama.
Teresa Font (Montaje), José Luis Alcaine (Fotografía), Pedro Almodóvar (Guión), Alberto Iglesias (Música), Agustín Almodóvar, Esther
Garcia (Producción), Ana Lozano,
Adriana Robles (Maquillaje), María
Clara Notari (Dirección Artística),
Eva Leira, Yolanda Serrano (Casting),
Adriana Robles (Peluquería).
Estreno en Sevilla: 22 Marzo 2019.
Reparto:
Antonio Banderas
(Salvador Mallo), Asier Etxeandia (Alberto Crespo), Penélope Cruz (Jacinta),
Leonardo Sbaraglia (Federico), Raúl Arévalo (Padre), Julieta Serrano (Madre),
Nora Navas (Mercedes), Neus Alborch, Rosalia, Cecilia Roth, Susi Sánchez, Eva
Martin (Radióloga), Julián Lopez, Paqui Horcajo, Cesar Vicente (Albañil), Asier
Flores (Salvador niño).
Sinopsis:
Narra una serie de
reencuentros en la vida de Salvador Mallo, un director de cine en su ocaso.
Algunos de ellos físicos, y otros recordados, como su infancia en los años 60,
cuando emigró con sus padres a Paterna, un pueblo de Valencia, en busca de
prosperidad, así como el primer deseo, su primer amor adulto ya en el Madrid de
los 80, el dolor de la ruptura de este amor cuando todavía estaba vivo y
palpitante, la escritura como única terapia para olvidar lo inolvidable, el
temprano descubrimiento del cine, y el vacío, el inconmensurable vacío ante la
imposibilidad de seguir rodando. "Dolor y Gloria" habla de la
creación, de la dificultad de separarla de la propia vida y de las pasiones que
le dan sentido y esperanza. En la recuperación de su pasado, Salvador encuentra
la necesidad urgente de volver a escribir.
Fotograma de "Dolor y gloria" |
Comentarios:
Cada nueva película de
nuestro director más reconocido es todo un acontecimiento. Quien contribuyó
decisivamente a que el cine español moderno tuviera una clara identificación en
el panorama internacional, desde los años 80, lleva décadas detrás de la cámara
contándonos historias tan imposibles como cercanas, ganándose al público y
cosechando premios por ello. Cada estreno llega entonces con una larga campaña
previa, el consiguiente rendimiento en taquilla y los posteriores galardones de
la temporada, si proceden. Pero este continuo éxito no ha impedido que su
filmografía fuera evolucionando, aun respetando sus señas. Si en esa década
fundadora se trataba sobre todo de romper con los esquemas establecidos,
haciéndose eco de una nueva situación social y política, en los años 90 llegaría
una etapa de consolidación y la subsiguiente de maduración, marcada
esencialmente por “Todo sobre mi madre” (1999) y “Hable con ella” (2002). Estas
serían las dos obras más representativas del citado reconocimiento, por lo que
desde entonces Almodóvar se ha dedicado a depurar su estilo, buscando un mayor
refinamiento en el mismo teniendo en cuenta el contraste que podría tener con
sus bases transgresoras, podríamos decir casi que disparatadas. Se ha
introducido en otras palabras un cierto contraste en su cine más reciente,
entre su temática y su plasmación, aunque en cierta medida ambas no son sino la
culminación estilística de una senda cinematográfica previa, la de Douglas Sirk
especialmente, en la que empezaría a su vez a transitar este cineasta. Por
tanto se antoja también como un inevitable punto de llegada.
Lo que quizá le faltaba a
Almodóvar era perfeccionar ese equilibrio, digámoslo de otra manera, entre la
espontaneidad y el control. A veces este podía tomar en exceso la delantera y
entorpecer la verosimilitud dramática, algo en particular patente en unos
diálogos que se volvían poco naturales, como si estuvieran siendo recitados
desde el subconsciente de su guionista más que en correspondencia con las
acciones de sus interlocutores. Ha sido en efecto el control el que ha ido
imponiéndose sobre la espontaneidad en las últimas cintas de este director,
algo que no sería necesariamente negativo si no fuera porque, en este punto sí,
traicionaría los elementos básicos de su cine, o al menos lo que su tipo de historias
pretenden. Pues bien, en “Dolor y gloria” asistimos a un reajuste en este
sentido, partiendo de su propia estructura narrativa. Y es que estamos ante un
trabajo en gran medida autobiográfico, sobre un director de cine (Antonio
Banderas), que en el ocaso de su carrera se ve aquejado por varios problemas
físicos y psicológicos que le impiden seguir rodando. Al tiempo va recordando
escenas de su infancia, en concreto con la presencia de su madre (entonces
Penélope Cruz, posteriormente Julieta Serrano), y es este último personaje el
que introduce la verbosidad más coloquial y genuina, de la que acaban
contagiándose, sin trastocar sus respectivos rasgos, los demás personajes. En
suma, cada uno tiene su forma de hablar, y aunque las palabras y frases reflejan
las constantes preocupaciones del director, en este caso muy relacionadas con
la nostalgia cinéfila, el amor materno o las relaciones tormentosas, nos las
creemos siempre en boca de quienes las pronuncian.
Esta armonización se
extiende a los demás componentes del metraje, asegurando su unidad a través de
un montaje muy bien pensado entre esos dos tiempos, pasado y presente, por los
que discurre el melodrama. Un buen ejemplo lo encontramos desde los créditos
iniciales, de una bella estética abstracta, mezclando colores y formas, que
luego en parte se reproduce en la secuencia de montaje donde, mediante
composiciones gráficas, efectos añadidos e imágenes de archivo, el protagonista
nos da un repaso por sus muchas dolencias, como si de una exposición médica se
tratara. Ambos momentos abren y cierran una especie de prólogo que nos sitúa ya
más claramente en el meollo del relato, el cual podría parecer desequilibrado
desde su arranque, debido a esa secuencia, si no se estableciera su
correspondencia con la inicial. Además esta secuencia de montaje va precedida
de otro fragmento donde se nos ofrece no ya una clase de anatomía sino una más
corta de geografía, de la que se ha instruido el protagonista por los viajes
que ha realizado, que al fin y al cabo no son sino viajes para encontrarse a sí
mismo. El que a ello suceda la mencionada explicación clínica no es sino una
prolongación del descubrimiento a fondo de esta persona, dando fe de la esencia
intimista de una historia que solo en apariencia desvía la atención por otros
derroteros. Estas y otras transiciones son entonces muy fluidas porque se ven
apoyadas por motivos que se repiten, como el agua o la música, sin entrar en
más detalles, aunque a este nivel hay que añadir aquí que la continuidad es
intachable tanto en general como en el corte de cada escena (incluso con el
ocasional jump cut), revelando así el control máximo al que nos referíamos.
Este se manifiesta
entonces en todos los elementos de la película, pero una vez asentados estos
dejan a sus actores componer unos personajes con voz propia, como
adelantábamos. Ello no sería posible sin las memorables interpretaciones de
todos ellos, empezando por un gran Antonio Banderas, secundado en emotivos
intercambios por Asier Etxeandia, Julieta Serrano o Leonardo Sbaraglia, al
margen de Penélope Cruz. Esta es la que aporta más chispa y energía, pues en
otros momentos esta quizá se echa un poco en falta, así como cierta capacidad
de sorpresa, más allá de algunas coincidencias forzadas, precisamente por lo
calculado de todo el ejercicio. Pero en cualquier caso, y en este sentido,
deben reconocerse la dificultad y el mérito de conceder importancia a cada gran
secuencia, como por ejemplo el encuentro entre los personajes de Banderas y
Sbaraglia, de forma que cada una de ellas funcione con introducción, desarrollo
y conclusión propias, y a la vez se inserte con carácter orgánico en un
desarrollo más amplio cuyo desenlace no depende necesariamente de la secuencia
en cuestión. Esta observación parece simple pero no suele cumplirse en el cine,
sobre todo cuando se persigue con conocimiento de causa, casi de forma
explícita, como comprobamos en “Dolor y gloria”. En suma, en ella Almodóvar nos
vuelve a hacer partícipes de su mundo tan característico, aquí incluso con
varios guiños autorreferenciales y metalingüísticos, tan elegantemente
fotografiado por José Luis Alcaine y amenizado por la música de Alberto Iglesias,
como siempre, de tal manera que tenemos el privilegio de asistir a algo
familiar y a la vez novedoso, por personal e intransferible. (Ignacio Navarro)
Recomendada.
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