jueves, 24 de marzo de 2016

El renacido (Alejandro González Iñárritu, 2015)

 

Título original: The revenant. Dirección: Alejandro González Iñárritu. País: USA. Año: 2015. Duración: 156 min. Género: Aventuras, Western.  

Guión: Mark L. Smith, Alejandro González Iñárritu (basado en la novela de Michael Punke). Diseño de Producción: Jack Fisk. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Montaje: Stephen Mirrione. Música: Carsten Nicolai. Dirección Artística: Laurel Bergman. Vestuario: Jacqueline West. Producción: Steve Golin, Alejandro González Iñárritu, Arnon Milchan, Mary Parent, Keith Redmon, James W. Skotchdopole.

Oscar 2015 al Mejor Director, Mejor Actor (Leonardo DiCaprio) y Mejor Fotografía. Globo de Oro 2015 a la Mejor Película (drama), Mejor Director y Mejor Actor (Leonardo DiCaprio). BAFTA 2015 a la Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor (Leonardo DiCaprio), Mejor Fotografía y Mejor Sonido.

Fecha del estreno: 5 Febrero 2016 (España)

 

Reparto: Leonardo DiCaprio (Hugh Glass), Tom Hardy (John Fitzgerald), Domhnall Gleeson (Capitán Andrew Henry), Will Poulter (Bridger), Forrest Goodluck (Hawk), Paul Anderson (Anderson), Kristoffer Joner (Murphy), Joshua Burge (Stubby Bill), Duane Howard, Melaw Nakehk'o, Fabrice Adde, Arthur RedCloud, Christopher Rosamond, Robert Moloney, Lukas Haas, Brendan Fletcher, Tyson Wood y McCaleb Burnett.

 

Sinopsis:

Año 1823. En las profundidades de la América salvaje, el explorador Hugh Glass participa junto a su hijo mestizo Hawk en una expedición de tramperos que recolecta pieles. Glass resulta gravemente herido por el ataque de un oso y es abandonado a su suerte por un traicionero miembro de su equipo, John Fitzgerald. Con la fuerza de voluntad como su única arma, Glass deberá enfrentarse a un territorio hostil, a un invierno brutal y a la guerra constante entre las tribus de nativos americanos, en una búsqueda implacable para conseguir vengarse.

 

Comentarios:

En El trampero, la novela de Vardis Fisher que Sidney Pollack convirtió en Las aventuras de Jeremiah Johnson se lee: "El Creador les había dado el sueño a sus criaturas para que se despertasen con la mirada de la mañana y descubriesen el mundo de nuevo". De alguna manera, la reflexión del autor que transformó el Oeste americano en la última Odisea posible coincide con el programa mismo del cine en general y, ya que estamos, de Iñárritu en particular: ver las cosas por primera vez, que diría Bresson. Soñar, dormir, no es más que un instrumento para el asombro, el preludio para ese instante fugaz en el que, tras abrir los ojos, todo tiene sentido. Aunque sólo sea un segundo.

El renacido, de Alejandro González Iñárritu, se presenta ante el espectador como una provocación, una anomalía, un ejercicio de lucidez y arrogancia. Quiere ser ese primer momento en el que, en efecto, el mundo se descubre de nuevo. La idea no es tanto contar como inventar el propio universo, capturar el significado más íntimo del término aventura, colocar la mirada en el momento en el que la luz dibuja el perfil de lo que existe, de lo que vive. Se trata, en definitiva, de mantener la retina suspendida, en éxtasis. Sin duda, en tiempos en que las imágenes discurren por las pantallas condenadas a su condición bastarda de mercancía audiovisual, el trabajo del director mexicano se antoja ímprobo. Y lo es.

Estamos al principio del siglo XIX en un lugar definitivamente hostil. Allí, un hombre (Leonardo DiCaprio) sobrevive con su hijo mestizo incrustado en una expedición de tramperos. Juntos, en estado permanente de alerta, recorren un infierno blanco en busca de pieles. Y siempre en la frontera: entre lo conocido y el abismo; entre la civilización y el caos; entre la realidad y el sueño; entre la herida y la nieve; entre la desesperación y la nada. Cuando, por culpa del ataque de un oso, nuestro protagonista sea abandonado a su suerte, lo que queda es el sabor agrio de la sangre en la comisura de las retinas. De otro modo, la venganza como único horizonte.

Cuenta el director, y lo hace con un entusiasmo a la altura de su falta de modestia, que su idea es pintar la pantalla, llegar a algo indefinido que él define como "pintura sónica"; alcanzar el sentido original del cine. Y por ello, la película, toda ella, se coloca en el límite como una experiencia sensorial con el nada oculto propósito de molestar, de herir, de inquietar. Todo en crudo.

Si se quiere, y de ahí probablemente su lugar prominente en los Oscar (con 12 candidaturas), se trata de recuperar el sabor perdido del viejo cine, de lo que no atiende ni a programas ni a presupuestos ni a planes. Las dificultades del rodaje, como los edificios que dejan a la intemperie los andamios que los levantan, están presentes en cada fotograma. Quiere el director que el patio de butacas sufra con cada herida que DiCaprio exhibe como un tatuaje. El celuloide se pega a la piel como tacto pegajoso de la sangre seca.

La idea, en definitiva, es recuperar intacto el asombro ante el primer western, ante el cine como arte primitivo muy anterior incluso a su propia invención. La fotografía firmada por Emmanuel Lubezki (Oscar por Gravity, Birdman y, casi con seguridad, también por ésta) se mantiene en todo momento en vibración, siempre pendiente del éxtasis de los cuerpos, del jadeo del esfuerzo, de la adrenalina de, en efecto, la venganza.

Bien es cierto que, como ya es habitual en el cine de Iñárritu, la epopeya emocional a que somete cada segundo de filmación acaba en simple y ahogada extenuación. La ausencia de progresión narrativa exige un estado alucinado difícil de mantener durante las dos horas y media que dura la cinta. DiCaprio, de hecho, termina por refugiarse en el gesto monocorde y contraído como última arma expresiva. No se puede sufrir tanto y durante tanto tiempo de más maneras distintas. Todo llega a un límite. Tom Hardy, a su lado, se antoja, de nuevo, sencillamente monstruoso. Más descomunal a cada paso que da.

El resultado se presenta así tan irregular, extenuante y excesivo como, por momentos, decididamente irrenunciable. Como si a Terrence Malick le hubiera dado un ataque epiléptico. Si en Birdman, el director había demostrado cierta contención a favor de una historia que acaba por irse de las manos muy al final, aquí vuelve a su versión hardcore siempre empeñado en no negarse nada. Ni a él ni al espectador.

Sea como sea, lo que queda es un ejercicio de cine radical al que es difícil negarle la virtud de la conmoción. Eso y, como decía Vardis Fisher, la primera mirada de la mañana. (Luis Martínez).

Recomendada.




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