Un artículo de Pilar Lebeña Manzanal.
“La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen
para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran entre sí”,
Paul Valéry.
Diego
Carcedo, quien ha cubierto siete guerras a lo largo de una extensa
carrera periodística, se ha preguntado muchas veces para qué sirven. Qué
aportan. Afirma llegar siempre a la misma conclusión: para matar personas,
generar odio, empañar la convivencia, crear terror, y causar enormes daños
materiales.
Seguro que si la pareja de
ancianos encantadoramente rica y expresión beatífica de la película El Triángulo de la Tristeza le escuchara torcería el gesto. ¿Acaso se
inmutan cuando a la pregunta de Carl, el protagonista, de a qué se dedican
contestan impasibles y sonrientes: “A
vender productos para la democracia”? Para quienes no la hayan visto aún, y
con ello no destripo el argumento en absoluto, les informo de que los
productitos en cuestión no son libros de autoayuda, sino granadas de mano. Ya saben, cosas de algunos ricos muy ricos
que se han hecho asquerosamente ricos vendiendo artículos muy democráticos,
pero que solo habitan el universo cinematográfico.
Siempre hay alguien que hasta
de los dramas personales más desgarradores consigue exprimir humor. Ácido.
Surrealista. Pero humor. Miguel Gila
en su autobiografía Nos fusilaron al amanecer, nos fusilaron mal escribe cómo
siendo un chaval de apenas diecisiete años se alistó en la guerra. La civil. La
nuestra, que en todas partes cuecen habas.
Mintiendo sobre su edad, lo
mandaron al Quinto Regimiento, y tras un corto periodo de instrucción, que para
matar o que te maten tampoco hay que ir tan, tan preparado, pasó a luchar en
diferentes frentes de la geografía española, hasta que en diciembre de 1938 es
capturado en el de Extremadura y fusilado. Una forma como otra cualquiera de
dejar de pasar frío y calamidades sin que se te consulte. Mala suerte que los responsables
de cargarse a los prisioneros esa noche se habían tomado unas copitas de más y atinaron
con todos menos con él que se hizo tan bien el muerto que ni les pareció
pertinente rematarlo. De esa guisa y amontonado en la camioneta entre los
cuerpos aún calientes de sus compañeros de paredón pasó la noche muerto, hasta
el día siguiente que, sin ser visto, se deshizo como pudo de los cadáveres que
tenía encima y salió por patas con torniquete incluido, no fueran a enterrarlo vivo
con lo que sus verdugos terminarían saliéndose con la suya. Aún le quedaba por
delante un paseíto por varias cárceles españolas y como guinda del pastel la
orden del régimen franquista de hacer la mili, que las obligaciones son las
obligaciones. El resto ya es historia.
¿Es
el enemigo? ¿Que si es el enemigo? ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?
¿Que si podrían parar la guerra un momento? Ahora sí les escucho. Le quería
preguntar una cosa. Esto, no. ¿Ustedes van a avanzar mañana? ¿A qué hora? ¿El
domingo dice? El domingo, ¿pero a qué hora? ¡Ah! A esas horas estamos todos
acostados ¿Y no podrían avanzar por la tarde después del fútbol? Sí, después
del fútbol si es posible ¿Y van a venir muchos? ¡Hala! ¡Qué bestias! Yo no sé
si habrá balas para tantos. Bueno, nosotros las disparamos y ustedes ya se las
reparten.
Estuvo
ayer aquí el espía de ustedes, Agustín, uno bajito, vestido de lagarterana. Que
devuelva los mapas del polvorín que se llevó, que sólo tenemos esos. Bueno, que
haga una fotocopia y nos los traiga. Sí, porque ahora no encontramos el
polvorón, el polvorín, ¿sabe usted? De acuerdo.
¿Es
la fábrica de armas? ¿Que si es la fábrica de armas? Que estoy en el frente y
con el ruido no le oigo ¿Está el señor Emilio el ingeniero? Que se ponga. De
parte del ejército, sí. Señor Emilio, que de los seis cañones que mandaron
ayer, dos vienen sin agujero. Y le quería preguntar también, ¿a cómo están las
ametralladoras? ¿Y si compramos dos? Estamos usando un fusil corriente y lo
dispara un tartamudo…
Erich
Maria Remarque, seudónimo del escritor alemán Erich Paul
Remark, publica en 1929 la novela Sin
Novedad en el Frente donde sin remilgo alguno muestra los horrores de la
Primera Guerra Mundial. Un éxito espectacular que se traduce ese mismo año a
veintiséis idiomas, convirtiéndose en todo un símbolo pacifista y
antimilitarista si bien su autor, que luchó en el Frente Occidental con apenas
dieciocho años como el protagonista de su novela, la calificó de antipolítica.
El rápido ascenso de
Hitler al poder la censuró, condenó por antipatriótica, y quemó en las hogueras
públicas que en 1933 y en diferentes puntos del país vieron arder obras
consideradas contrarias al ideario nazi de autores tan reconocidos y respetados
como Stefan Zweig, Thomas Mann, o Bertol Brecht, entre otros. No contento con ello, el autor fue condenado
al exilio, partiendo primero a Suiza y emigrando a Estados Unidos después. Sin
embargo, las llamas del nazismo no consiguieron que cayera en el olvido. Considerada
la mejor novela sobre la guerra, actualmente Sin Novedad en el Frente está traducida a más de cincuenta idiomas.
Remarque
escribe en su introducción: “Este libro
no pretende ser una acusación ni una confesión. Sólo intenta informar sobre una
generación destruida por la guerra. Totalmente destruida, aunque se salvase de
las granadas”.
Por su parte, la primera
página es ya en sí misma una declaración de intenciones: “Soy joven, tengo veinte años, pero no conozco de la vida más que la
desesperación, el miedo, la muerte y el tránsito de una existencia llena de la
más absurda superficialidad a un abismo de dolor. Veo a los pueblos lanzarse
unos contra otros y matarse sin rechistar, ignorantes, enloquecidos, dóciles,
inocentes. Veo a los más ilustres cerebros del mundo inventar armas y frases
para hacer posible todo eso durante más tiempo y con mayor rendimiento”.
Sin
novedad en el frente ha marcado a generaciones enteras. Elton John compone en 1983 All quiet in the western front (Todo en
calma en el frente occidental) donde narra la noche en vela de un soldado ante
la barbarie en una trinchera que rezuma humedad y miedo. García Márquez la incorpora en su novela El amor en los tiempos del cólera. El mundo sigue hoy leyéndola.
Paralelamente, la obra ha
sido llevada al cine en tres ocasiones. La primera de ellas en 1930, ganando el
Oscar a mejor película y mejor dirección. La segunda en 1979, y la tercera, estrenada
hace unos pocos meses, ha conseguido siete premios Bafta y cuatro Oscars.
Cabría pensar que después de dos adaptaciones, una tercera, con guión de Lesley Peterson y dirección de Edward Berger, tendría poco más que expresar.
Sin embargo, los medios técnicos empleados consiguen darle una nueva dimensión.
La música alimenta un desasosiego constante. Su fotografía portentosa nos tira
directamente a las trincheras embadurnándonos de barro, desorientación y
muerte. Sus planos secuencia y los efectos especiales de las explosiones en
cada ataque nos llevan de un bando a otro en la contienda como si estuviéramos
corriendo desconcertados y aterrados con los protagonistas. El sonido que habla
por sí solo de la barbarie. Esos planos en los que conviven una naturaleza
intacta donde la vida se empeña en seguir su curso como si nada sucediera, paralelamente
al horror y el desgarro. El plano general del bosque y las montañas al
comienzo, aliñado con una quietud que se rompe con el estruendo al fondo de una
tormenta cargada de relámpagos incendiarios que alumbran un cielo ennegrecido
que no es tormenta ni son relámpagos ni la quietud es quietud, sino la guerra.
La guerra.
Y los actores.
Intachables todos ellos en su papel. Ese Paul
Bäuer, el protagonista, interpretado por Felix Kammerer. Un joven de tan solo dieciocho años que se alista
voluntario con sus amigos de escuela para luchar en el Frente Occidental. Tjaden, Albert Kropp, Katczinsky y Müller. Chicos
imberbes, despertando apenas a la curiosidad de la vida. Alentados por unos
profesores como el que va de excursión y vuelve a casa unos días después sin un
rasguño, con la victoria envuelta en papel de seda y un lazo de colores
alrededor.
“Soy hombre muerto” afirma Paul, pensando en la reprimenda que le va
a caer en casa cuando se enteren sus padres que se ha alistado mintiendo sobre
su edad. Como Gila, pero en versión alemana. Ya saben, cositas de la juventud,
que se siente igual de inmune, intocable, inmortal, en Cuenca que en Papua
Nueva Guinea. Una frase que, sin embargo, en su caso, será una sentencia
premonitoria.
Caminan hacia el frente cantando,
felices, seguros de una aventura que creen conocer cuando lo desconocen todo. La
ligereza de la vida. El fluir del tiempo remando a su favor. Ajenos a los
zarpazos inmisericordes que lanzan las guerras.
Esos uniformes
reutilizados tras la muerte de los soldados que los vistieron antes que ellos,
movidos tal vez por la misma ilusión, la misma inconsciencia, y que ellos creen
estrenar. Metáfora de lo que se es en una guerra. Mero reemplazo de una muerte
por una vida que puede que sea otra muerte que se terminará reemplazando por
una vida nueva en el mismo uniforme tuneado de nuevo y cambiado de nombre en el
cuello de la guerrera. Jóvenes que son simples piezas desechables de una
maquinaria de muerte mucho más grande, con una chapa al cuello que les será
arrancada cuando caigan en el frente. Esa será la primera labor de Paul. Arrancar las chapas del cuello de
los compañeros caídos. La misma labor de otro joven soldado recién llegado en
los últimos minutos de película.
Ver morir a sus amigos
uno a uno hace que Paul Bäumer vaya
perdiendo su inocencia para sustituirla por una dureza insoportable que llega al
punto donde ya nada importa porque siente haberlo perdido todo. Caen también
los compañeros que conoció en el frente. Los enemigos que tras matarlos con una
saña desconocida en él descubre en sus carteras la foto de su mujer y sus hijos.
Humanizándolos cae en la cuenta de que son simplemente personas como él que
luchaban por los mismos ideales que los suyos. La animalidad de la guerra que
te lleva a la desesperación. A la nada. A la locura. Y en medio de todo ello,
los que, desde sus despachos, impolutos, calientes y bien alimentados discuten
con parsimonia si firmar la paz o no. La misma parsimonia y la misma ligereza que
emplean para pedir que se le cambie un croissant
por otro más crujiente. Y esa paz que se haría efectiva a las 11 horas del 11
de noviembre de 1918 que rechaza un general orgulloso que no acepta el final,
enviando a sus soldados a una última batalla para que regresen a sus casas con
honor. Sus casas.
¿Y todo para qué? Cuando
la Primera Guerra Mundial finaliza, el conflicto en las trincheras en el Frente
Occidental apenas se había movido unos pocos metros respecto a 1914 cuando
comienza. Una guerra estática. Como niños jugando al escondite. Un día de la
marmota sin fin con olor a carne quemada, sueños rotos. Muertes inútiles
cubiertas con la bandera de ideales nacionalistas e intereses ajenos. La
confirmación de que las guerras son casi siempre alentadas por quienes no
arriesgan en ellas, pero sí están hambrientos de poder, de venganza. De
insaciable soberbia. Para quienes las vidas de otros, piezas de un tablero de
ajedrez, importan nada.
El guión de Peterson y Berger es una crítica descarnada a la guerra, ya sea desde el punto
de vista de los soldados, como de la situación acomodada del general, Devid Striesow, o la del papel del
político Matthias Erzberger, interpretado por Daniel Brül, figura decisiva para el desenlace del conflicto y quizás
el único que entiende a lo largo de la cinta el sinsentido de la guerra y el
hecho de que las “muertes honrosas” no son sino una despiadada masacre. Para
quien el tiempo es oro en llegar a un acuerdo con las potencias aliadas y
frenar de una vez el inútil derramamiento de sangre.
Al comienzo de la Primera
Guerra Mundial, el 28 de julio de 1914, son movilizados alrededor de 20
millones de hombres, cifra que irá creciendo hasta llegar a los 70. Aun sin
tener cifras exactas, se cree que a lo largo de los cuatro años que duró
murieron alrededor de 10 millones de personas, unos 20 millones resultaron
heridas. Sumemos a esas cifras las hambrunas, los prisioneros (unos 6
millones), los refugiados (unos 10 millones), los 6 millones de huérfanos, los 3
millones de viudas. Se lanzaron 1.300 millones de obuses y se estima que los
cuatro años de guerra costaron 180.000 millones de dólares.
Palestina. Cachemira.
Afganistán. Líbano. Congo. Yugoslavia. Irak. Siria. Sri Lanka. Guerras que no
siempre se llaman guerras, camuflándolas bajo eufemismos como el de “operaciones”.
Parece que viviéramos
como en el mito de Sísifo, condenado
a arrastrar una y otra vez una piedra enorme hasta lo alto de una montaña que rodaba
siempre ladera abajo antes de alcanzar la cima para tener que arrastrarla de
nuevo. Periodos de paz para regresar a la guerra. Como si no hubiera nada más
inteligente que hacer.
“Operaciones” sin sentido común. Y aquí estamos. En 2023. Desayunando, almorzando y cenando con otra guerra indeseable e indeseada a poco más de cinco horas de avión de nuestras casas. Jóvenes ucranianos y ucranianas que no se llaman Paul Bäumer, pero afirman rotundos como él que van al frente a luchar por su patria, convencidos de una victoria pronta. Entrenamientos de poco más de dos semanas que los dejan listos de papeles para enfrentarse muy probablemente a la mutilación, a la muerte o a traumas para el resto de sus vidas. Ciudades masacradas. Vidas rotas. Rutinas violadas. Llantos inconsolables en rostros demudados que lo dicen todo. Hospitales bombardeados que escupen madres malheridas, recién paridas o por parir. Teatros destruidos ocupados por civiles que no encontraron lugar más propicio donde guarecerse. Quizás pensaron que la cultura también los salvaría de las bombas. Niñas y niños agarrados a sus muñecos de peluche en estaciones de tren atiborradas de despedidas e incertidumbre. Refugiados buscando cobijo y consuelo en países extraños cuya lengua y costumbres desconocen.
Y una se pregunta dónde
arañar un poco del humor de Miguel Gila. Agarrar un teléfono para llamar al
general de turno y en ucraniano, ruso o suahili si se tercia, pedirle con
impecables modales, si puede parar la guerra y que se vayan todos directamente a
la mierda de una puñetera vez.
Mientras tanto, vean la
película. El cine es un universo maravilloso que te hace transitar por todos
los estadios entre la risa y el llanto. La esperanza y el desencanto. Lo
tangible y la magia. El mirar hacia adentro y la reflexión. Conocerse a uno
mismo un poquito mejor.
Y si no la exhiben en un
cine cerca, siempre pueden hacerlo en Netflix, que no tiene comparación con la
gran pantalla, pero menos da una piedra.
Magnifico artículo que describe la triste realidad que nos rodea, en nombre de la democracia.
ResponderEliminar