“La cuestión ya no es si Dios ha muerto, la cuestión es si el
hombre ha muerto”
Sueño, recuerdo y presente: en Fresas salvajes (1957) Ingmar Bergman
reúne varios planos de forma tan hábil que la imaginación y la reflexión, lo
ilusorio y lo meditado se entremezclan con fluidez en la ficción. El tema
central de la película se escenifica ya en una escena onírica del principio: el
miedo a la muerte. Un viejo camina por una ciudad desierta a la luz resplandeciente
de la mañana. Relojes sin agujas, rostros sin ojos: los símbolos recuerdan
cuadros surrealistas y surgen de una pesadilla. Un coche fúnebre choca contra
una farola, el ataúd cae y el muerto sale despedido: el director dijo que él lo
había soñado muchas veces, y exhortó a ver la película como autobiográfica.
Fresas salvajes es la historia de un día. Isak Borg (Victor
Sjöström), un profesor de medicina de setenta y seis años, va en coche desde
Estocolmo a Lund, una vieja ciudad universitaria sueca, donde será investido
doctor honoris causa. Le acompaña su
nuera Marianne (Ingrid Thulin) y tres jóvenes turistas. El viaje le lleva por
distintas estaciones de su vida, tanto reales -visita a su madre (Naima
Wifstrand), que saca una muñeca de un baúl lleno de juguetes infantiles-, como
imaginarias (recuerda su matrimonio, su primer amor, a sus padres).
Recoge a una joven autoestopista que se parece a
Sara, su amor de juventud (los dos papeles están interpretados por Bibi
Andersson). En la casa de verano donde siguen creciendo fresas salvajes, igual
que en su infancia y en su época de juventud, los recuerdos le salen al
encuentro. En sueco, el título original de la película, “Smultronstället”, tiene dos significados: el término designa donde
crecen las fresas salvajes, pero también es sinónimo de un lugar más allá de la
vida cotidiana; indica ocio y descanso, reposo y compenetración con la
naturaleza, un jardín “locus amoenus”.
La dulce fruta veraniega aparece en muchos films de Bergman, por ejemplo en Fanny y Alexander (1982), donde
simboliza el paraíso aún recordado, pero perdido hace mucho tiempo: un símbolo
del amor puro, de la juventud y de la felicidad.
En la segunda escena onírica se pasa lista a las
negligencias y defectos del que sueña: egoísmo, frialdad, hosquedad. La escena de
un examen suministra material para analizar un carácter. El maestro lleva a
Isak Borg cogido de la oreja por un paisaje onírico donde se ve obligado a
observar a su esposa Karin (Gertrud Fridh) siéndole infiel. El anciano
despierta atormentado, aunque también purificado de ese sueño.
La película no describe un viaje apropiado para
recoger los “frutos” del trabajo y la vida; se trata más bien de un viaje
interior, de un viaje de conocimiento que ni siquiera retrocede ante las
verdades amargas y que hace balance de una vida sin glorificar el pasado.
“Me
imagino a ese hombre como egocéntrico cansado, que ha roto todos los vínculos… igual
que he hecho yo mismo”. Según el director, en Fresas salvajes reprodujo inconscientemente la difícil relación que
tuvo con sus padres. La escena final - Sara coge a Isak Borg de la mano y le
lleva a un claro del bosque; al otro lado del estrecho, sus padres le saludan-
sería una proyección de sus propios deseos y anhelos. Gracias a Victor
Sjöström, un célebre actor sueco de la época del cine mudo, muchas de las
escenas con un fondo típico de Bergman reciben un carácter auténtico completamente
nuevo, mucho más simpático de lo que el director pretende. Con la perspectiva
temporal de treinta y tres años, Bergman apuntaba: “Hasta hoy no me había dado cuenta de que Victor Sjöström se apropió del
texto de mi vida, lo hizo suyo, introdujo en él sus experiencias: su propio
tormento, misantropía, retraimiento, brutalidad, tristeza, miedo, soledad,
frialdad, calidez, rudeza, desgana”.
Sjöström y Bergman en el set de rodaje |
Con esta película Bergman instauró una nueva
poética cinematográfica, a la que se le llamó merecidamente “segundo
surrealismo”. Cuando observa a su protagonista en los sueños, el director aún
establece señales claras que separan el mundo real y el onírico. La distinción
entre imaginación y representación de la realidad externa preparó a los
espectadores de los años cincuenta para la década siguiente, en la que el mundo
interior y el mundo exterior de los personajes ya no se podrían distinguir con
claridad.
Fresas salvajes está considerada como una de las cintas más
emocionales y “optimistas” del director sueco. Recaudó innumerables premios
internacionales: Oso de Oro a la Mejor película en el Festival de cine de
Berlín; Globo de Oro a la mejor película en lengua de habla no inglesa; Premio
Pasinetti en el Festival de cine de Venecia; dos galardones en el Festival de
cine de Mar del Plata: al mejor largometraje y al mejor actor, Sjöström; Premio
Bodil en Dinamarca al mejor film europeo; nominaciones a la mejor película y
actor extranjero para Sjöström en los BAFTA y una nominación al Oscar al mejor
guión original.
Victor Sjöström nació en Suecia. Actor y
director del cine mudo, pasó los primeros años de su vida en el barrio
neoyorquino de Brooklin: sus padres formaban parte del gran grupo de
inmigrantes escandinavos. Al morir la madre, le enviaron de vuelta a Suecia, a
casa de una tía; dejó Upsala y se hizo actor en una compañía ambulante en
Finlandia. A partir de 1912, actuó en películas de su amigo Mauritz Stiller (por
ejemplo, “Vampyr”, de 1913) y también dirigió. Los filmes de ambos tuvieron una
importancia decisiva en el desarrollo de la cinematografía sueca, que fue
madurando hasta convertirse en la más exigente de Europa en el aspecto
estético. Las fuerzas de la naturaleza, como el viento, el mar y los volcanes,
tuvieron por primera vez funciones simbólicas para representar visualmente
estados anímicos.
Como director, en 1921 estrena el film La carreta fantasma, basada en la obra
de Selma Lagerlöt. Dicho film es considerado todo un clásico del cine
fantástico y alegórico, una joya del cine mudo a nivel internacional, en la
misma medida que los filmes de Fritz Lang (Metrópolis,
1927), Robert Wiene (El gabinete del
doctor Caligari, 1919) o Murnau (Nosferatu,
1922).
En 1922 Louis B. Mayer contrató a Sjöstróm para
trabajar en el estudio que, a partir de 1929, firmaría como MGM. Con el nombre
de Victor Seastrom, el sueco dirigió nueve películas, entre las que se
cuentan algunos trabajos con Lillian Gish, en El viento (1928) y Greta Garbo, en La mujer divina (1927) donde interpretaba a la gran Sarah
Bernhardt. Al implantarse el cine sonoro Sjöström regresó a Suecia y, con dos
excepciones, trabajó sólo de actor en algunas películas. Para todos los directores
que le confiaron algún papel, el artista fue algo así como una fuente de la
historia del cine escandinavo y norteamericano, con un fondo al que era un
placer recurrir en busca de experiencia.
Virginia Rivas Rosa
Estupendo trabajo Virginia. Ana
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