miércoles, 10 de julio de 2019

Regreso al lugar donde crecen las “Fresas Salvajes”




“La cuestión ya no es si Dios ha muerto, la cuestión es si el hombre ha muerto”

Sueño, recuerdo y presente: en Fresas salvajes (1957) Ingmar Bergman reúne varios planos de forma tan hábil que la imaginación y la reflexión, lo ilusorio y lo meditado se entremezclan con fluidez en la ficción. El tema central de la película se escenifica ya en una escena onírica del principio: el miedo a la muerte. Un viejo camina por una ciudad desierta a la luz resplandeciente de la mañana. Relojes sin agujas, rostros sin ojos: los símbolos recuerdan cuadros surrealistas y surgen de una pesadilla. Un coche fúnebre choca contra una farola, el ataúd cae y el muerto sale despedido: el director dijo que él lo había soñado muchas veces, y exhortó a ver la película como autobiográfica.


Fresas salvajes es la historia de un día. Isak Borg (Victor Sjöström), un profesor de medicina de setenta y seis años, va en coche desde Estocolmo a Lund, una vieja ciudad universitaria sueca, donde será investido doctor honoris causa. Le acompaña su nuera Marianne (Ingrid Thulin) y tres jóvenes turistas. El viaje le lleva por distintas estaciones de su vida, tanto reales -visita a su madre (Naima Wifstrand), que saca una muñeca de un baúl lleno de juguetes infantiles-, como imaginarias (recuerda su matrimonio, su primer amor, a sus padres).




Recoge a una joven autoestopista que se parece a Sara, su amor de juventud (los dos papeles están interpretados por Bibi Andersson). En la casa de verano donde siguen creciendo fresas salvajes, igual que en su infancia y en su época de juventud, los recuerdos le salen al encuentro. En sueco, el título original de la película, “Smultronstället”, tiene dos significados: el término designa donde crecen las fresas salvajes, pero también es sinónimo de un lugar más allá de la vida cotidiana; indica ocio y descanso, reposo y compenetración con la naturaleza, un jardín “locus amoenus”. La dulce fruta veraniega aparece en muchos films de Bergman, por ejemplo en Fanny y Alexander (1982), donde simboliza el paraíso aún recordado, pero perdido hace mucho tiempo: un símbolo del amor puro, de la juventud y de la felicidad.


En la segunda escena onírica se pasa lista a las negligencias y defectos del que sueña: egoísmo, frialdad, hosquedad. La escena de un examen suministra material para analizar un carácter. El maestro lleva a Isak Borg cogido de la oreja por un paisaje onírico donde se ve obligado a observar a su esposa Karin (Gertrud Fridh) siéndole infiel. El anciano despierta atormentado, aunque también purificado de ese sueño. 

La película no describe un viaje apropiado para recoger los “frutos” del trabajo y la vida; se trata más bien de un viaje interior, de un viaje de conocimiento que ni siquiera retrocede ante las verdades amargas y que hace balance de una vida sin glorificar el pasado.


Me imagino a ese hombre como egocéntrico cansado, que ha roto todos los vínculos… igual que he hecho yo mismo”. Según el director, en Fresas salvajes reprodujo inconscientemente la difícil relación que tuvo con sus padres. La escena final - Sara coge a Isak Borg de la mano y le lleva a un claro del bosque; al otro lado del estrecho, sus padres le saludan- sería una proyección de sus propios deseos y anhelos. Gracias a Victor Sjöström, un célebre actor sueco de la época del cine mudo, muchas de las escenas con un fondo típico de Bergman reciben un carácter auténtico completamente nuevo, mucho más simpático de lo que el director pretende. Con la perspectiva temporal de treinta y tres años, Bergman apuntaba: “Hasta hoy no me había dado cuenta de que Victor Sjöström se apropió del texto de mi vida, lo hizo suyo, introdujo en él sus experiencias: su propio tormento, misantropía, retraimiento, brutalidad, tristeza, miedo, soledad, frialdad, calidez, rudeza, desgana”.

Sjöström y Bergman en el set de rodaje

Con esta película Bergman instauró una nueva poética cinematográfica, a la que se le llamó merecidamente “segundo surrealismo”. Cuando observa a su protagonista en los sueños, el director aún establece señales claras que separan el mundo real y el onírico. La distinción entre imaginación y representación de la realidad externa preparó a los espectadores de los años cincuenta para la década siguiente, en la que el mundo interior y el mundo exterior de los personajes ya no se podrían distinguir con claridad.

Fresas salvajes está considerada como una de las cintas más emocionales y “optimistas” del director sueco. Recaudó innumerables premios internacionales: Oso de Oro a la Mejor película en el Festival de cine de Berlín; Globo de Oro a la mejor película en lengua de habla no inglesa; Premio Pasinetti en el Festival de cine de Venecia; dos galardones en el Festival de cine de Mar del Plata: al mejor largometraje y al mejor actor, Sjöström; Premio Bodil en Dinamarca al mejor film europeo; nominaciones a la mejor película y actor extranjero para Sjöström en los BAFTA y una nominación al Oscar al mejor guión original. 

Victor Sjöström nació en Suecia. Actor y director del cine mudo, pasó los primeros años de su vida en el barrio neoyorquino de Brooklin: sus padres formaban parte del gran grupo de inmigrantes escandinavos. Al morir la madre, le enviaron de vuelta a Suecia, a casa de una tía; dejó Upsala y se hizo actor en una compañía ambulante en Finlandia. A partir de 1912, actuó en películas de su amigo Mauritz Stiller (por ejemplo, “Vampyr”, de 1913) y también dirigió. Los filmes de ambos tuvieron una importancia decisiva en el desarrollo de la cinematografía sueca, que fue madurando hasta convertirse en la más exigente de Europa en el aspecto estético. Las fuerzas de la naturaleza, como el viento, el mar y los volcanes, tuvieron por primera vez funciones simbólicas para representar visualmente estados anímicos.


Como director, en 1921 estrena el film La carreta fantasma, basada en la obra de Selma Lagerlöt. Dicho film es considerado todo un clásico del cine fantástico y alegórico, una joya del cine mudo a nivel internacional, en la misma medida que los filmes de Fritz Lang (Metrópolis, 1927), Robert Wiene (El gabinete del doctor Caligari, 1919) o Murnau (Nosferatu, 1922).              

En 1922 Louis B. Mayer contrató a Sjöstróm para trabajar en el estudio que, a partir de 1929, firmaría como MGM. Con el nombre de  Victor Seastrom, el sueco dirigió nueve películas, entre las que se cuentan algunos trabajos con Lillian Gish, en El viento (1928) y Greta Garbo,  en La mujer divina (1927) donde interpretaba a la gran Sarah Bernhardt. Al implantarse el cine sonoro Sjöström regresó a Suecia y, con dos excepciones, trabajó sólo de actor en algunas películas. Para todos los directores que le confiaron algún papel, el artista fue algo así como una fuente de la historia del cine escandinavo y norteamericano, con un fondo al que era un placer recurrir en busca de experiencia.

                                                              
Virginia Rivas Rosa


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