8 películas se estrenan
el 8 de junio de 2018 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Dos películas
estadounidenses, dos francesas, una británica, una argentina, una alemana y una
surcoreana. Ningún estreno español en la cartelera esta semana y se queda sin
editar en nuestra ciudad lamentablemente 3 películas que, a priori, podían ser
interesantes, la película de animación danesa “Beyond Beyond” (Esben toft Jacobsen, 2014), la aventura espacial
rusa basada en hechos reales “Salyut-7: Héroes en el espacio” (Klim Shipenko, 2017) y el documental
“Petitet” (Carles Bosch,
2018), sobre la vida de un gitano catalán ex músico e hijo de uno de los
‘palmeros’ del mítico Peret que padece una rara enfermedad crónica que provoca
altos grados de debilidad muscular. Dicho lo cual, vamos con
nuestras recomendaciones para esta semana.
A Taxi Driver: Los héroes de
Gwangju. (Corea del Sur, 2017). Dir. Jang Hoon.
Seleccionada por Corea del Sur como representante en los
Oscars 2018.
Ganadora del Premio a Mejor
Película y Mejor Actor en Buil Film Awards 2017.
Drama surcoreano basado en hechos reales y ambientado en
los años ochenta, interpretado por
Song Kang-ho, Thomas Kretschmann, Yoo Hae-jin, Ryu Jun-yeol, Park Hyuk-kwon y
Choi Gwi-hwa.
Aunque parezcan revestidas de una ligereza casi cordial,
las comedias alrededor de hechos dramáticos del pasado reciente (lo que ahora
se conoce como Memoria Histórica) tienen un plus de dificultad añadido: reírse
de, con o contra (úsese la preposición que se prefiera) un recuerdo político es
territorio minado. Huérfanos de este tipo de filmes en el cine español, al
margen del toque berlanguiano, que es otra cosa, y de algún experimento
feliz como “El Negociador”
de Cobeaga, asistimos a este tour de force de Song Kang-ho, una suerte de
Ricardo Darín del cine coreano, que encarna a este taxista que es más de Besson
que de Scorsese, pero que también tira (o más bien le tiran) con bala.
Los sucesos de la ciudad coreana de Gwangju, donde en
1980 el ejército mató a decenas de personas que se manifestaban contra la
dictadura de Chun Doo-hwan, logran convulsionar la mirada de un tipo adocenado
y pusilánime que descubre la realidad de un país de la mano de un corresponsal
extranjero (Kretschman), casi con el mismo pasmo que muchos espectadores
descubrirán el pasado (no solo hubo Transición
aquí) de un país que hoy es sinónimo de progreso. La mirada sobre esa parte de
la población que miró hacia otro lado es el contrapunto a la cara amable de una
propuesta basada en hechos reales donde también luce la acción, especialidad
del director, en escenas de revuelta dignas del mejor cine bélico. Recomendada.
McQueen. (Reino Unido, 2018). Dir.
Ian Bonhôte y Peter Ettedgui.
Documental británico biográfico sobre la historia del
diseñador de moda Alexander McQueen, desde sus orígenes hasta el momento en el
que logró consolidar su carrera.
El score está compuesto por Michael Nyman.
Orígenes humildes, ambición, garra, trabajo, gloria,
arte, fracaso, autodestrucción, enfermedad, demencia, lucha, muerte,
espectáculo. La (corta) existencia del diseñador de moda británico Alexander
McQueen tiene estructura de novela de Charles Dickens. Pero, sobre todo, tiene
espíritu de performance continua, de autoconsciente juego sobre la
representación vital. Y con un clímax, quizá buscado por el propio artista, que
redondea un relato que es un tesoro dramático en manos de Ian Bonhote y Peter
Ettedgui, tándem de orígenes contrapuestos pero muy complementarios, que llevan
al documental “McQueen” hasta el inevitable triunfo.
Las películas retrospectivas que pueden apoyarse en
infinidad de grabaciones audiovisuales tienen una gran ventaja inicial, y aquí
las hay, tanto públicas como privadas. El inconveniente, como contrapartida,
también es obvio: la necesidad de ordenar el ingente material, y la exigencia
de un cierto autocontrol para no apabullar y que la película respire. Bonhote y
Ettedgui, el primero procedente del videoclip y la publicidad, el segundo, de
la adaptación de clásicos de la literatura, lo consiguen a través de una
estructura marcada por las cintas grabadas por el entorno de McQueen. Unos
registros que, como las dramatúrgicas cintas de Krapp creadas por Samuel
Beckett en su pieza teatral, muestran fugaces instantes de felicidad en un
continuo vital quizá desesperado y ansioso.
Por allí desfilan todos los aspectos de su vida a través
de una conjunción entre material de archivo y una diversidad de voces en
entrevistas a posteriori, que huyen del busto parlante en cuanto pueden. Todo
ello apoyado por diseños gráficos muy acordes con la onda creadora de McQueen,
y por el incesante punteo de algunas de las piezas mayores del compositor
Michael Nyman. Una elección musical que choca al inicio, ya que los temas te
llevan sin remisión a otros territorios cinematográficos asociados a esas
notas, pero que, tras una razonada explicación interna del propio diseñador,
queda configurada como el soporte perfecto: por su grandilocuencia, por su
brillantez y por sus altas pretensiones emocionales, a imagen y semejanza de
las creaciones artísticas de McQueen, tanto en sus ropas como en sus desfiles.
Y para la historia de la moda queda esa impresionante
imagen en el desfile con los robots disparando pintura sobre un vestido
giratorio, tan metafórica, filmada por una cámara casera, pero en la que se
intuye al fondo a McQueen, emocionado hasta las lágrimas con su propio impacto,
viviendo en soledad, manos en la cabeza, una gloria efímera en maravilloso
encuadre de maestro del cine de lo espontáneo. Recomendada.
En tiempos de luz menguante. (Alemania,
2017). Dir. Matti Geschonneck.
Drama alemán ubicado a finales de los 80 en Berlín
Oriental, interpretado por Bruno Ganz, Alexander Fehling, Sylvester Groth, Pit
Bukowski, y Evgenia Dodina.
Premio del Cine Alemán al Mejor Actor (Bruno Ganz).
La celebración del 90º cumpleaños de un anciano mando
estalinista en el mes de octubre de 1989 es un pasaporte directo hacia el
velatorio y no hacia la fiesta. La perestroika ya se ha iniciado, el comunismo
se desmorona y Polonia ha abierto la veda para lo que posteriormente se acabó
llamando El Otoño de las Naciones: las sucesivas revoluciones, en su mayoría
pacíficas, acaecidas en apenas unos meses en Alemania del Este, Checoslovaquia,
Hungría, Rumanía y Bulgaria, que culminaron con la caída del Muro de Berlín
durante la noche del 9 al 10 de noviembre. De modo que la aparentemente pomposa
pero en realidad lúgubre efeméride del viejo cascarrabias es el escenario ideal
para montar el relato del crepúsculo político y familiar, de la hecatombe de
los ideales: En tiempos de luz menguante.
Basada en la novela homónima de Eugen Ruge, la película
es el interesantísimo retrato de un tiempo y un lugar fascinantes en lo
dramático y en lo simbólico, pero también la viva demostración de que en su
novel director, Matti Geschonnek, de larga carrera televisiva, y en su ópera
prima cinematográfica, no hay el experimentado narrador que necesitaba un
relato tan complejo, en principio ambientado en un único escenario, una modesta
casa del Berlín Oriental, pero con numerosas y trascendentes ramificaciones
personales e históricas hacia el pasado, e incluso hacia el futuro.
Así, la estructura de la novela, con numerosos saltos en
el tiempo, se viene abajo en su versión cinematográfica en beneficio de la
esencial unidad de tiempo y espacio. Algo que en principio no tiene por qué ser
negativo, pero que con la ciertamente plomiza y farragosa presentación de
personajes sí que comienza a resquebrajarse.
Sin embargo, conforme avanza el metraje y el espíritu de
decadencia va tomando forma, la película se va elevando. Con las pinceladas
políticas, como la reflexión sobre la desgracia familiar de tener a alguien
huido en el otro lado, en el demonizado Occidente, y también con los referentes
cinematográficos, caso de esa mujer alcohólica que parece recién escapada de un
melodrama de R. W. Fassbinder.
De modo que, a pesar de su desigualdad, “En tiempos de
luz menguante” acaba saliendo del mustio pozo de su primera media hora, y se
asienta finalmente en la metáfora de la mesa utilizada para la celebración del
viejo: apuntalada por unos simples clavos que el comunismo creía certeros, y
caída a plomo, con comida e ideario, en el otoño de un año clave para la
historia contemporánea. No Recomendada.
Jurassic World: El reino caído.
(USA, 2018). Dir. J.A. Bayona.
Nueva entrega de la saga “Parque Jurásico”, del escritor Michael Crichton. Película de aventuras,
ciencia-ficción y dinosaurios, interpretada por Chris Pratt, Bryce Dallas Howard, James Cromwell,
Rafe Spall, Toby Jones, Justice Smith, Daniella Pineda, Ted Levine, Geraldine
Chaplin y Jeff Goldblum,
Aunque
gran parte de la crítica española está satisfecha con esta nueva película del
realizador español J.A. Bayona, reproducimos aquí la reseña del crítico Carlos
Boyero en el diario “El País” para contrarrestar tantas alabanzas.
“Es
muy corta la filmografía de un director llamado J.A. Bayona, pero su crédito
comercial impresiona. Hasta el punto de que el imperio Spielberg haya recurrido
a él como conductor del filón dinosauril para que las arcas continúen gordas y
felices. Creo que “Jurassic World: el reino caído” es la quinta criatura que ha
parido la saga. No llevo la cuenta, mi memoria se resiste a ello en nombre de
la higiene mental. Le ocurre lo mismo con las cansinas guerras galácticas (qué
horror la prescindible juventud de Han Solo en medio de una fotografía oscura
que agrede a la vista), los superhéroes de cartón (que el diablo se cebe con
los vacuos, ruidosos e insoportables Vengadores) e incluso la estratégica inmersión
del sabio Spielberg en realidades virtuales, videojuegos y otras cositas
modernas y al parecer imprescindibles en la mareante “Ready Player One”.
También constato que en la mayoría de ese cine los planos no duran más de diez
segundos. Imagino que en la certeza de que los espectadores desertarían de todo
lo que no sea frenético.
Y,
como cualquier cinéfilo sensato, me he enamorado desde que era un bebé (o
antes) del cine de aventuras. El que mi intransferible sentido del gusto
considera bueno. Crecí con maravillosas películas de aventuras firmadas por
gente que dominaban todos los géneros, directores como Walsh, Tourneur, Hawks,
Fleischer, Lean (sí, Lean, son apasionantes las legendarias aventuras en el río
Kwai, las del visionario coronel Lawrence en Arabia o las del trágico doctor
Zhivago en la convulsionada Rusia) y tantos otros. Y no puede ser casual que el
inmenso Sean Connery protagonice las tres inmarchitables películas de aventuras
de los años setenta, o sea, “El hombre que pudo reinar”, “El viento y el león”
y “Robin y Marian”. También la admirable “Tiburón”. Y a partir de ahí mi
memoria se torna débil, aunque reconozca los muchos méritos de Indiana Jones y
del arranque galáctico. Cuestión de gustos, repito.
Tengo
la sensación de que el guion es lo que menos importa en el actual cine de
aventuras. Incluyo a “Jurassic World: el reino caído”. Tampoco es trascendente
la personalidad del director. Yo creo que las realizan una lista interminable
de ejecutivos. O simplemente, los ordenadores. Y, cómo no, es fundamental el
trabajo de los publicistas, merchandising y creadores de videojuegos. El
resultado final no me otorga ni frío ni calor. No he seguido las últimas
movidas de los lagartos prehistóricos en la isla Nublar. Ahora, como siempre,
están en peligro. Debido al inmenso negocio que sus facultades pueden generar,
a la voracidad y a la falta de escrúpulos morales que caracteriza al mercado.
Pero la ex gerente del parque temático y su antiguo novio se empeñaran en
proteger su supervivencia. Todo ello acompañado de incesantes rugidos de los
velocirraptores (hay dinosauritos y dinosauritas, dinosauriazos feroces y
dinosauriazos templados) y de la abusiva música con la que Bayona impregna
siempre sus imágenes.
Me
ocurre algo lamentable con la casi totalidad de los actores y actrices jóvenes
y es que no los recuerdo de una película a otra. Tampoco me sugieren nada
especial. Ni percibo su presunto magnetismo. Y como tantos espectadores,
siempre me ha parecido fundamental el imán y la credibilidad de los intérpretes.
Solo me distraigo un poco cuando aparecen brevemente actores de toda la vida,
como los siempre modélicos James Cromwell y Toby Jones. Pero el consuelo es
mínimo.”. No Recomendada.
Indiana. (EE.UU, 2017). Dir. Toni
Comas.
Thriller y temas sobrenaturales se dan cita en esta
película norteamericana interpretada por Gabe Fazio, Bradford West, Stuart
Rudin, Noah McCarty-Slaughter y Sophie Auster.
Entre las muchas series que, tras el estreno de “Twin
Peaks” en 1990, intentaron seguir la estela de la revolucionaria creación de
David Lynch y Mark Frost, hubo una que destacó por su inesperado empeño de
trasladar esos códigos de acendrada excentricidad a la televisión destinada al
público juvenil: “Eerie, Indiana”, que contó entre sus padrinos con el cineasta
Joe Dante. Artesanal catálogo de referencias pop de frecuente eco cinéfilo, la
serie situaba en la imaginaria localidad de Eerie, en el estado de Indiana, el
epicentro de una mitología sobrenatural americana, donde un Elvis vivito y
coleando podía convivir con perros dispuestos a conquistar el mundo, ufólogos
con agenda oculta y demás carne de leyenda urbana (o rural). En el prólogo de “Indiana”,
primer largometraje de Toni Comas, cineasta español afincado en Nueva York,
diversos testimonios parecen dar fe de la abundancia de fenómenos
sobrenaturales en ese estado del Medio Oeste que bien podría funcionar como
paradigma de la América profunda. Las diversas voces hablan de abducciones
extraterrestres, posesiones diabólicas y apariciones fantasmagóricas.
Más allá de la cercanía geográfica, la ópera prima de
Comas podría compartir con “Eerie, Indiana” una cierta naturaleza de falsa
pista: si, en su momento, lo lynchiano no parecía el material de consumo más
susceptible de ser reciclado para el consumo juvenil, lo que encontrará el
espectador en esta concisa, desconcertante, pero saludablemente disfuncional “Indiana”
tampoco encaja con los hábitos de consumo del incondicional del cine de terror,
bregado en las variables hiperrealistas del género fundadas por “El proyecto de
la bruja de Blair” (1999).
“Indiana” es una película de terror sin sustos, ni golpes
de efecto, en la que dos apáticos fontaneros de lo sobrenatural, profesionales
por cuenta propia, resuelven casos donde lo monstruoso suele ser una emanación
del dolor, la pérdida o la melancolía. No Recomendada.
Normandía al desnudo. (Francia, 2018).
Dir. Philippe Le Guay.
Comedia dramática sobre los ganaderos de Mêle-sur-Sarthe,
un pequeño pueblo de Normandía, afectados por la crisis agrícola. La película
está protagonizada por Toby Jones, Vincent Regan, François Cluzet, Arthur
Dupont y Colin Bates.
Más allá de la calidad de sus películas, al cine francés
hay que reconocerle sus continuos acercamientos a realidades apartadas de la
urbe, de la modernidad y del impacto visual. Películas sobre la gente del
pueblo, a pie de cuneta, con ganas de agradar y de sacar a la luz vidas, en
principio, apartadas de la pompa y de la apariencia. Un cine donde el campo y
las vacas suelen ser motivo dramático, y en el que Philippe Le Guay es uno de
sus máximos exponentes.
Le Guay, desigual director de obras tan olvidables como “Las
chicas de la 6ª planta”, pero también de la estupenda “Molière en bicicleta”,
apuesta esta vez por la repetida dicotomía entre tradición y modernidad. Una
dualidad que comanda el relato en sí, y también sus objetivos como producción
de aire popular. Así, en la historia sobre un pequeño pueblo de Normandía en
crisis económica, que ve como única tabla de salvación la propaganda que le va
a dar un famoso fotógrafo, trasunto del estadounidense Spencer Tunick,
especialista en composiciones copadas por gente desnuda en disposiciones
artísticas, se van acumulando las contraposiciones: ganaderos y modelos;
colectivismo e individualismo; campo y ciudad; el cuerpo como cárcel y como
salvación; medicina y curanderismo; tienda de ultramarinos y supermercado; pan
tradicional y manufacturado, y, por supuesto, fotografía analógica y digital.
El resultado, que se despliega bien hacia el pasado,
hacia la historia de la Francia del siglo XX y su relación con Estados Unidos
tras la liberación de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, se resiente,
sin embargo, de la irregularidad de sus microhistorias personales, unas más
interesantes que otras, y siempre marcadas por la misma dualidad entre
tradición y modernidad. Aunque, finalmente, lo esencial es que en esa reiterada
división vive también la película, y, entre la ternura y la acidez, opta por el
bando del agrado, de la suavidad, de la simpatía y del costumbrismo del pueblo
y para el pueblo. No Recomendada.
El fútbol o yo. (Argentina, 2017).
Dir. Marcos Carnevale.
Comedia romántica argentina interpretada por Adrián Suar,
Julieta Díaz, Rafael Spregelburd, Federico D'Elía y Alfredo Casero.
“Un hincha al que conozco bastante, y que la temporada
pasada fue a ver un partido entre los reservas del Wimbledon y del Lutton, en
una tarde helada del mes de enero y por su cuenta, no con espíritu de colocarse
en posición de superioridad (…) sino porque el partido le interesaba de veras,
hace poco desmintió con insistencia que fuese un excéntrico”, escribió Nick
Hornby en “Fiebre en las gradas”, la biblia del futbolero con inclinaciones
culturales, la mejor reflexión sobre lo que significa vivir, oler y pensar el
fútbol hasta más allá de la lógica. Hasta, quizá, la adicción.
Un lugar, el de los yonquis del balón, en el que se han
situado, con semejante ímpetu irrefrenable, pero con pretensiones más cómicas y
populares y menos trascendentes e introspectivas, los argentinos Marcos Carnevale,
director y coguionista, y Adrián Suar, protagonista y también escritor,
desligándose de la relación con cualquier equipo en concreto, como sí hacía
Hornby con su Arsenal, para jugar todos los partidos a la vez en “El fútbol o
yo”. Una película en la que, como ocurre en su trama, si se sustituye la frase
“ver el fútbol” por “meterse unas rayas”, se puede alcanzar el mismo lugar en
el socavón de las conductas peligrosas para cuerpo y mente.
Comedia romántica de libro, como también lo era, aunque
de un modo más sutil, “Fiebre en las gradas”, la película de Carnevale es
eficaz cuando acude al poder de identificación, al costumbrismo y a la muestra
de situaciones cercanas a lo cotidiano, y algo más deficiente cuando se gira la
manivela de la locura hasta llegar al estrambote. Y es en su corte de
secundarios, con ciertos hallazgos de verdadera gracia, cuando el relato, con
un meritorio armazón estructural, encuentra sus mejores instantes, con guiños a
otras míticas películas sobre adicciones y grupos de apoyo, como “Trainspotting”
(el monólogo de “elige una vida…), y “El club de la lucha” (con ese padrino
cuidador tan semejante al personaje de Meat Loaf).
El problema es que, con una desangelada fotografía que le
da a la imagen un aspecto tan descolorido como mustio, “El fútbol o yo” acaba
desentendiéndose de su base, que ver fútbol como si no hubiera un mañana,
descuidando los demás aspectos de la vida, puede crear un serio desequilibrio,
y termina solucionando el conflicto por la calle de en medio: con un deus ex
machina sin consistencia, esfuerzo ni coherencia interna. No Recomendada.
Marguerite Duras. París 1944. (Francia,
2017). Dir. Emmanuel Finkiel.
Drama biográfico ubicado en los años 40, en pleno
nazismo. La película está interpretada por Mélanie Thierry, Benoît Magimel,
Benjamin Biolay y Shulamit Adar.
¿Cuánta verdad había en los recuerdos de guerra de
Marguerite Duras? ¿Es “El dolor” –su libro sobre el París ocupado, publicado en
1985– un auténtico diario, o una exculpación ficticia? Poco importa: lo cierto
es que la adaptación de la obra que firma Emmanuel Finkiel sirve como
recordatorio de una verdad elemental, que algunos españoles aprendimos ya de
labios de nuestros abuelos. Y esa verdad es que la experiencia de la guerra
resulta, en general, cutre. Olvídense de Bergman y Bogart, porque en este París
de la Segunda Guerra Mundial no hay épica ninguna. Solo tenemos la angustia por
el marido cautivo (un gato de Schrödinger, vivo y muerto a la vez), la
culpabilidad por un adulterio demasiado fácil (con Benoît Magimel) y el pasmo
ante lo fácil que le resulta a una trabajar para el gobierno colaboracionista
mientras planea la muerte de ese policía (Benjamin Biolay) por el cual,
mientras tanto, se deja querer.
Por no tener, Marguerite Duras… no tiene ni grandes panorámicas de la
ciudad ocupada. En vez de eso tiene a una Mélanie Thierry siempre crispada que
solo cambia los tonos monocordes de su vestuario por el rojo pasión cuando se
dispone a convertirse en verdugo. Seguida constantemente por la cámara, a la
actriz le toca el papelón de sostener cada plano. Menos mal que se las apaña
estupendamente para llenar la pantalla casi por su cuenta. No Recomendada.
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