4 películas se estrenan
el 22 de diciembre de 2017 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Las
cuatro son producciones estadounidenses. Volvemos a lamentar que se quede sin
editar en nuestra ciudad algunos estrenos que se desparraman por otras
localidades de España. Es el caso de la película rusa “Demasiado cerca” (Kantemir
Balagov, 2017) interesante filme sobre un secuestro que estuvo presente en la
sección “Una cierta mirada” del pasado Festival de Cannes. Tampoco se estrena
la película independiente estadounidense “Columbus” (Kogonada, 2017), presente
en la sección oficial del pasado Festival de Rotterdam. Y tamposo se estrena el
documental español “Lesa humanidad” (Héctor Faver, 2017). Tristeza nos da ver
sólo cuatro estrenos esta semana en la cartelera sevillana, habiéndose quedado
sin editar todas estas películas. Echemos un repasito a los cuatro filmes
estrenados.
Wonder wheel. (USA, 2017). Dir. Woody
Allen.
Excelente película donde la puesta en escena es
formidable y está bañada por el talento fotográfico de Vittorio Storaro y por
una atmósfera escénica a lo Tennessee Williams, incluso lo están también
algunos de sus personajes centrales, como esa pareja que componen Humpty y
Ginny, un Jim Belushi con trazas decadentes de Kowalski y una inconmensurable Kate
Winslet más atravesada aún de amargura que Blanche Dubois. El drama humano que
plantea tiene calado existencial, desgarro y emociones que le dan vueltas a su
mundo, arriba y abajo, como la noria de Coney Island que asiste a los hechos,
enrevesados, tortuosos y que le plantean al espectador dudas sobre si ha de
mirarlos a través de una lente de comedia, de tragedia o de melodrama…
En fin, es una película redonda, amarga y que husmea en
las cocinillas del corazón humano donde hierven los deseos, las decepciones, lo
que se hace o lo que se deja de hacer cuando alguien pierde el control sobre lo
que quiere, lo que sueña y lo que tiene, pero no es una de esas películas en
las que el talento de Woody Allen explosione en frases que duran años en tu
cabeza, o en giros argumentales que provocan un vuelco en la baldosa en la que
pisas con lógica, ni consigue ese toque milagroso con el que diluye la amargura
entre la dulce y jocosa ligereza de una idea que cualquiera ha estado a punto
de pensar alguna vez, pero que ha sido el ingenio de Allen el que nos da la
oportunidad de ver entre risas.
La perfección dramática y el clima nos llega a través de
un narrador, el personaje que interpreta con encanto naif Justin Timberlake, un
vigilante de playa, poeta de bragueta y semilla de una discordia que invoca a
los demonios de los que quiere hablar Woody Allen, ese grumo doloroso y áspero
de ocaso, ilusión, sexo y decepción, que aquí no combate con su eficaz píldora
del humor ácido, sino con una subtrama de mafia descolorida y desaprovechada, y
con el único objetivo de proporcionarle la coartada moral a su relato, y un
desenlace más desconcertante que genial.
Por descontado que Timberlake, Belushi, Juno Temple y la
insuperable Winslet están en estado de gracia. Maravillosos/as. Recomendada.
Una vida a lo grande. (USA, 2017).
Dir. Alexander Payne.
Presentada
en la sección oficial del Festival de Venecia 2017. Nominada a un Globo de Oro
a la Mejor Actriz de Reparto (Hong Chau).
La
necesidad de reinventarse, de dejar atrás las penurias, sobre todo las
mentales, para abrazar una nueva forma de conciencia interior, de estado
natural —aunque sea impostado por el esfuerzo y el simulacro de su
consecución—, es un clásico del fin de año, o incluso del fin del verano.
Deseos de ruptura y de logro, objetivos a corto plazo que lleven hasta el
largo, que nos conviertan en otras personas, quizá mejores, siempre más
satisfechas. Ideales que pocas veces duran más de unas semanas pero que, de una
forma quizá un tanto cotidiana y rudimentaria, integran modos de pensamiento y
de comportamiento relacionados con la psicología, la filosofía y hasta la
ciencia cognitiva.
Y
hasta allí se dirige, pero a lo bestia, la película estadounidense “Una vida a
lo grande”, nueva apuesta por su sempiterno humanismo del siempre atractivo
Alexander Payne. La posibilidad de reinventarse llega así en forma de sátira de
ciencia ficción: la reducción de tamaño hasta una miniatura de nosotros mismos,
por medio de un método descubierto años atrás por un científico noruego, lo que
no solo revierte en beneficio propio sino también de la comunidad, poniendo
freno a la superpoblación mundial y a la escasez de recursos.
La
premisa de Payne y de su coguionista habitual, Jim Taylor, es una genialidad.
Sin embargo, su desarrollo es desigual en hallazgos, premioso en su ritmo,
reiterativo en cada una de sus tramas, estirado en el tiempo e inconstante en su
tono, esta vez demasiado melifluo. La formidable esencia de la película —que el
sistema actual resulta imposible de cambiar, incluso desde dentro, y que el
nuevo orden social simplemente será el mismo, pero repetido y en pequeño— no
acaba de encontrar eco en cada una de sus irregulares bifurcaciones, cayendo en
su punto más bajo en la trama del vecino interpretado por Christoph Waltz, y en
su punto más manido en la de los refugiados y la solidaridad con los
desfavorecidos.
Aun
así, “Una vida a lo grande”, una especie de Frank Capra del nuevo milenio
protagonizada por otro “Juan Nadie” que no es sino el mismo de siempre, sigue
conteniendo chispazos con el talento del autor de “A propósito de Schmidt” y “Nebraska”,
apuntando con bala a la dictadura de las corporaciones y estableciendo
interesantes reproches al creciente individualismo. Pero solo es rotundamente
certero en su tramo inicial, antes de la cuesta abajo de una película en modo
alguno desdeñable, pero fallida dentro de sus virtudes. Y quizá la peor —o la
menos buena— de toda su carrera. Recomendada (con reservas).
Jumanji: Bienvenidos a la jungla. (USA, 2017). Dir. Jake
Kasdan.
“Jumanji”, la original, pertenece a esa extraña familia
de películas malas a las que tomas cariño y de las que, aun intentándolo,
cuesta trabajo desprenderse. Robin Williams y una recua de rinocerontes
correteando por el jardín... ¿Qué puede salir mal? La secuela es otra cosa.
Simpática, bienintencionada y con un Jack Black en estado de gracia, pero,
definitivamente, nada que ver. La idea de actualizar la mitología, llamémoslo
así, situando toda la partida del juego de mesa primitivo en el interior de un
videojuego "vintage" es, en un condescendiente sentido de la palabra,
resultona.
Pero, en realidad, la película avanza más por el
voluntarismo al que siempre empuja la nostalgia que por algún mérito claro e
identificable. A un lado el hecho de que colocar la acción en un mundo paralelo
hace que el dispositivo realidad-ficción (dentro y fuera del juego) que era el
motor del filme de 1995 se pierda completamente, el problema es que la cinta no
llega nunca a ser tan mala para ser algo, aunque sea un poco, buena. Y así. No Recomendada.
Ferdinand. (USA, 2017). Dir. Carlos Saldanha.
Film con dos nominaciones a los Globos de Oro: Mejor
Película de Animación y Mejor Canción.
Protaurinos y animalistas comparten similar porcentaje de
tirria a Walt Disney. Sostenía Albert Boadella que las raíces del movimiento
antitaurino podían estar en una película para él tan perniciosa como Bambi,
cuyo uso del antropomorfismo alentó en el mundo entero una castradora mirada
sentimental sobre el universo de los animales. Un militante del PACMA, por otro
lado, intentó una vez explicar el grado de corrupción de las esencias que
implicaba ese antropomorfismo disneyano que superponía emociones humanas sobre
un mundo animal que no merecía ser sometido a ese yugo. Echarle la culpa a
Disney es un recurso que siempre funciona, quizá porque acciona ese dispositivo
freudiano de matar al padre (simbólico). Y Disney fue, en efecto, padre de
muchas cosas, aunque no precisamente del antropomorfismo: sí lo fue del lenguaje
canónico de la animación fundamentada en la caracterización de personajes.
Y resulta que Disney tendrá también la culpa de que este “Ferdinand” del
estudio Blue Sky guste tan poco, porque la película de Carlos Saldanha no
resiste comparación con el corto de 1938 que, bajo la dirección de Dick
Rickard, adaptaba el mismo libro ilustrado de Munro Leaf y Robert Lawson dentro
del corpus disneyano. Donde había un cuidadoso hilvanado de gags visuales y un
completo dominio de la flexibilidad de los personajes animados, Saldanha
contrapone una dramaturgia de la histeria, donde la gestualidad de todos pasa
de una emoción extrema a otra sin solución de continuidad. Lo peor, sin duda,
es la poca consistencia estética de los diseños: aquí, esos personajes humanos
tan propios de la más rutinaria animación digital, conviven con diseños que se
dirían saqueados de otras fuentes, como el “Ferdinand” de Disney, el caballo de
“Enredados” o la cabra de, agárrense, la española “El lince perdido”. Eso sí,
antitaurina lo es. No Recomendada.
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