6 películas se estrenan
el 8 de diciembre de 2017 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Tres
películas son estadounidenses, una británica, una canadiense y una surcoreana.
Lamentablemente, esta semana se queda sin editar en nuestra ciudad un montón de
películas, que no sabemos si irán estrenándose en futuras semanas. De momento
sólo han llegado a Madrid. Hablamos de la cinta española “Fe de errata” (Borja
Cobeaga, 2017), con 3 nominaciones a los Premios Feroz y un reparto interesantísimo,
encabezado por Javier Cámara. Tampoco se estrena la británica “El viaje” (Nick
Hamm, 2016), película inspirada en hechos reales durante las negociaciones de
paz de Irlanda del Norte, con un reparto de lujo, Colm Meaney y Timothy Spall.
Otra película que no se estrena en Sevilla es la interesante producción italiana
“Corazón puro” (Roberto De Paolis, 2017) que tuvimos ocasión de ver en el
pasado Festival de Cine Europeo de Sevilla (SEFF 2017) y que se llevó el Premio
a la Mejor Actriz en dicho Festival para Selene Caramazza. Otras películas que
no pisan los cines de Sevilla son “El libro secreto de Henry” (Colin Trevorrow,
2017), “Llueven vacas” (Fran Arráez, 2017), “La isla de los monjes” (Anne
Christine Girardot, 2017) y “Kékszakállú” (Gastón Solnicki, 2016). Como se puede apreciar, nuestra ciudad cada
vez se parece más a un pueblecito de provincias, en lo que respecta a la
exhibición de películas, en vez de a una gran capital, como se es de esperar.
Nuestro gozo en un pozo. Y de lo estrenado, vamos a ver que se puede ver.
En la playa sola de noche. (Corea
del Sur, 2017). Dir. Hong Sang-soo.
Oso
de Plata a la Mejor Actriz (Kim Min-hee) en el Festival de Berlín 2017. Y
Premio a la Mejor Actriz (Kim Min-hee) el Festival de Gijón 2017.
En
el cine de Hong Sang-soo hay películas de playa y de montaña, urbanas y
rurales, más melancólicas y más alegres, en color y en blanco y negro. Este
año, el imparable coreano ha terminado tres largometrajes, lo que le ha
permitido aplicar grados de cada una de esas variables sobre un marco
argumental similar, ligado a los últimos episodios de su vida privada: su
relación con la actriz Kim Min-hee. Ella protagoniza las tres películas, pero
quizás sea “En la playa sola de noche” donde irradie más fulgor una
interpretación (justamente premiada en Berlín) llena de matices gracias a la
perspectiva femenina y la transparencia que aplica el director al relato.
Aunque está dividido en dos partes, los habituales juegos de repetición se
diluyen en una narración directa, sin fisuras salvo por la aparición de una
enigmática figura (la naturalidad de Buñuel con la inquietud de Lynch) y una
apoteósica secuencia onírica.
Hong
no da rodeos. Kim es una actriz que, tras una relación con un cineasta casado,
se marcha de Seúl huyendo del escrutinio sobre su vida. Primero en Hamburgo y
luego en la localidad costera de Gangneung, surgen personajes y situaciones que
en otras ocasiones llevarían la historia por sus propios meandros. No esta vez,
como si la protagonista se negara a que su película sea igual que las otras.
Busca un cierre emocional, no quiere más punto de fuga que el horizonte del mar
para salir adelante después de un amor que no pudo ser. Recomendada.
Suburbicon. (USA, 2017). Dir. George Clooney.
Presentada en la Sección Oficial del Festival de Venecia
2017.
La película adapta un guión que los hermanos Coen dejaron
escrito en 1985 justo después de completar “Sangre fácil”, cuenta la historia
de una familia americana en el verano de 1959. Estamos en el megasuburbio que
dice el título, que no es otra cosa que una recreación entre irónica y
furiosamente metafórica (además de realista) de Levittown. Acabada la Segunda
Guerra Mundial, el iluminado William Levitt imaginó en Pensilvania un centro
urbano a la vez imagen y paroxismo de los ideales de una nación que se sabía
entonces vencedora y hasta elegida por el mismo Dios en su perfección. Y para
siempre. Se trataba del suburbio perfecto con sus calles perfectas, sus
jardines perfectos, sus coches perfectos, sus familias perfectas. Y blanco,
claro. También el racismo era perfecto.
Lo que sigue es una película desigual en su construcción
y hasta algo inane en su beligerancia hacia el enemigo contra el que se
revuelve. Digamos que es cine para convencidos. La película se detiene en la
historia de un niño que un buen día ve como unos intrusos entran en su casa
suburbial y asesinan a su madre (Julianne Moore). Lo extraño es la actitud de
su padre (Matt Damon) y la de su tía (otra vez Julianne Moore). Lo raro es eso
y la rabiosa algarabía que desata entre la vecindad la repentina llegada de una
familia negra. Recomendada (con reservas).
El sentido de un final. (Reino Unido, 2017). Dir. Ritesh
Batra.
La coraza de seguridad ante nuestra propia vida nos puede
llevar a no entenderla. A no querer comprenderla. A evitar la herida con una
ausencia de remordimiento que solo es autoengaño. ¿Qué sabemos de nosotros
mismos si ni siquiera hemos reflexionado sobre ello? La calma que siempre
proporcionan las novelas del británico Julian Barnes procede de la elegancia de
su prosa y del tratamiento sosegado de su fuego interior. Y “El sentido de un
final”, editada en 2011, ganadora del Booker, y reflexión sobre la pérdida, la
memoria y la pesadumbre, es una de sus mejores demostraciones. “Vivimos en el
tiempo pero nunca he creído comprenderlo muy bien”, escribió el formidable
novelista. Y Ritesh Batra, cineasta indio, lo ha filmado con ese mismo
espíritu. Su película es puro Barnes.
El tratamiento de Batra con sus imágenes, y sobre todo
con el tempo, es exquisito. Desde los encuadres y el paisaje físico que rodea a
sus personajes, jugando con ellos de un modo tan distinguido como sutil —la
frialdad de los techos modernos, el calor de las cocinas antiguas—, hasta el
manejo de los silencios en una película, en un relato, que los necesita aún más
que a sus palabras, a pesar de todo siempre certeras, volcánicas por su
significación existencial, aunque de apariencia apacible. El director de “The
lunchbox” (2013), su celebrado aunque demasiado melifluo debut en el largo,
compone su obra con la madurez que necesitaban los subtextos de Barnes, y la
lleva hasta un desenlace quizá menos desconcertante que el de la novela, más
cinematográfico y menos literario.
Ambientada en dos épocas, la contemporánea y los años 60,
y a través de dos edades, la de la jubilación y la de la juventud, la historia
presenta un triángulo amoroso con derivaciones trágicas, algo ya clásico en la
obra del autor de “Hablando del asunto” y “Amor”, etcétera, esta última llevada
al cine en la excelente versión de la francesa Marion Vernoux. Y, como Vernoux,
Batra también acierta en la composición de su reparto: las dos mujeres, la
joven Freya Mavor y la veterana Charlotte Rampling, llevan el misterio impreso
en su mirada, en sus pecas, en sus andares.
“El sentido de un final” es una película para público
maduro, no en edad sino en sentido del placer, incluso para saborear la banda
sonora de Max Richter y su selección de canciones, con las preciosas y
adecuadísimas “There was a time”, de Donovan, y “Time has told me”, de Nick
Drake, como banderas estilísticas. El tiempo ayuda a recolocar vidas, a darle
un sentido a nuestro final. Al de la Historia, con mayúscula, para cuyos
acontecimientos no hay un único responsable, y al de las historias de
apariencia mínima, como ésta, donde tampoco hay un único culpable. Como dice un
personaje: “Camus dijo que el suicidio era la única cuestión realmente
filosófica”. Recomendada
(con reservas).
El vacío (The Void). (Canadá, 2016).
Dir. Jeremy Gillespie y Steven Kostanski.
Presentada en la Sección Oficial del Festival de Sitges
2016.
Solo los amantes del cine de terror, y más concretamente
el ochentero, estarán cómodos en esta extraña película canadiense escrita y
dirigida por Jeremy Gillespie y Steven Kostanski. No hay mucho argumento en
ella, y el que hay ni siquiera pretende ser descifrado por la lógica; tampoco
unos caracteres y unas interpretaciones que merezcan especial atención.
Lo que ofrece, y lo hace generosamente, es un chapuzón en
ese territorio de la amenaza y la claustrofobia que hace que vuele el argumento
entre sobresaltos, impactos y una desequilibrada mezcla de seriedad, confusión
y gansada.
La retahíla de guiños al cine de Carpenter, Romero y al
universo de Clive Barker o Lovercraft no ocultan la banalidad (tal vez
profundidad inalcanzable) de una historia que transcurre entre unos cuantos
personajes encerrados en un hospital semiabandonado y con unas presencias
externas y encapuchadas que son sus pesadillas. Puede que se trate de terror
cósmico, o de terror de ultratumba, o de espanto al Ku Klux Klan, o de
cualquier otra sustancia horrorosa…, pero no es importante: lo que importa es
el mal rollo. No Recomendada.
El gran desmadre (Malas madres 2). (USA,
2017). Dir. Jon Lucas y Scott Moore.
Llegaba la semana pasada a las pantallas “Dos padres por
desigual”, una comedia familiar, secuela de “Padres por desigual” (2015), que
respondía a una fórmula tan eficaz como transparente para cumplir con el deber
–tan sistemáticamente incumplido- de toda película derivada: ofrecer en esencia
lo mismo que su modelo, pero con una sustancial aportación que marque la
diferencia. A los creadores de ese trabajo se les ocurrió que un buen modo de
sumar eficacia cómica al pulso entre dos padres antitéticos consistía en
convocar, a su vez, a los padres de sus personajes principales en un juego de
reduplicación de efectos y contrastes que acababa funcionando razonablemente
bien. Jon Lucas y Scott Moore, guionistas del primer “Resacón en Las Vegas” (2009)
y creadores de la franquicia “Malas madres” (2016), han tenido exactamente la
misma idea que Sean Anders en “Padres por desigual” a la hora de definir el
toque de distinción de “El gran desmadre (Malas madres 2)”, pero, en este caso,
el resultado invita a desconfiar de la infalibilidad de las fórmulas.
Christine Baranski –descomunal como gélida fiscal de la
sufrida gestión doméstica de su hija-, Cheryl Hines –muy fina en su encarnación
de abrumadora mejor amiga de su primogénita- y Susan Sarandon –algo facilona
como tórrida mamá cowgirl- son lo mejor de la función, pero no lo suficiente
para salvar una película que olvida el discurso de su modelo –la zumbona
impugnación del fastidioso concepto de súpermadre- y acaba adensando su
componente sentimental hasta asfixiar lo cómico. No Recomendada.
My Little pony: La película. (USA,
2017). Dir. Jayson Thiessen.
Esta
cinta de animación, inspirada en los caballitos de juguete con cabelleras
coloridas, está pensada para vender merchandising y no mucho más. Dentro de una
trama muy básica, las ponis principales, protagonistas de la serie de TV
homónima, realizan un viaje iniciático bastante aburrido, con el fin de salvar
su reino. Son bondadosas al extremo pero no muy interesantes: algunas rayan lo
insoportable. La versión original con subtítulos tiene la ventaja de poder
escuchar a Emily Blunt como la poni malvada y a Sia cantando en el papel de la
gran estrella pop de Equestria. La trama y los personajes son flojos, pero las
canciones y el estallido de colores pueden atraer a los más chiquitos. Y las
cabelleras de las ponis, aun animadas, siguen siendo fabulosas. No Recomendada.
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