6 películas se estrenan
el 1 de diciembre de 2017 en la cartelera cinematográfica de Sevilla. Tres
películas son estadounidenses, dos películas españolas y una británica. Se
queda sin editar en nuestra ciudad la interesante cinta belga “Destinos” (Stephan
Komandarev, 2017) que pasó por la sección “Una cierta mirada” del Festival de
Cannes 2017 y por la sección oficial del Festival de Gijón 2017. Vamos con nuestro
habitual repaso de todo lo estrenado en Sevilla para no equivocarnos a la hora
de elegir.
El sacrificio de un ciervo sagrado.
(Reino Unido, 2017). Dir. Yorgos Lanthimos.
Mejor
guión (Yorgos Lanthimos) en el Festival de Cannes 2017.
8ª
película que se estrena en nuestra ciudad de la Sección Oficial del Festival de
Cannes 2017.
“Aquel
a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”. Bien lo sabe la
tragedia griega, que se alimentó de esta sentencia, habitualmente atribuida a
Eurípides, para componer decenas de castigos divinos sobre los mortales que
caían en la desmesura. Como el de Agamenón, mortificado por la deidad Ártemis
con el sacrificio de su hija Ifigenia por haber matado a un ciervo en un bosque
sagrado y alardear de ello. O como el camino de expiación que ha armado el
director griego Yorgos Lanthimos en “El sacrificio de un ciervo sagrado”, una
perturbadora tragedia contemporánea, inspirada en la perversidad de los poetas
de la Antigüedad, y dotada de su habitual toque surreal.
La
vehemencia de las notas musicales de viento de los primeros segundos del relato
apunta hacia una obra insolente, radical, valiente y, desde luego, compleja.
Como un mortal que se rebela ante los dioses con su orgullo y su vanidad, pero
también con su talento, Lanthimos despliega su hipnótico y aterrador volcán de
sensaciones con una puesta en escena en la que domina el gran angular, nunca
caprichoso, siempre ajustado a una composición del plano cuidada hasta el
último detalle, incluso en el color. Desde que sorprendiera al mundo con “Canino”
(2009), el griego ha utilizado el surrealismo para ir marcando el estado de la
sociedad y de su núcleo, la familia, con un bisturí de degradación y
podredumbre, radiografiando el deseo desde una óptica deformada —de ahí el
perfecto encaje de esos ojos de pez visuales, oníricos, vitriólicos—. Y en su
nueva película se atreve a fundir algunas de las bases del surrealismo, con
Luis Buñuel siempre en mente, con el más legendario modo de narración de su
tierra: la tragedia.
“El
sacrificio de un ciervo sagrado” no es solo un estudio sobre el sexo y sus
actitudes, aunque, como es habitual en su autor, estas adquieran unas líneas
oblicuas de enfermizo descontrol. Tampoco es solo una obra sobre la venganza,
aunque su estructura general, y su base, un error médico con resultado de
muerte, invite a calificarla de este modo. La película de Lanthimos es, sobre
todo, una alegoría sobre el desapego y la mentira familiar y sus consecuencias,
marcada, además de por la puesta en escena, por un tipo de interpretación
distanciada que hace que cada frase se pronuncie sin el menor énfasis pero con
el mayor de los corajes. Como Buñuel, que también utilizaba los animales y la
comida como particular bestiario con el que epatar y descontrolar el ojo, el
ánimo y las tripas del espectador, Lanthimos nos lleva hasta un cruel estado de
desolación interna, acuciado además por la insoportable sensación de desamparo
que provoca su dilema moral. Y son los ojos ensangrentados de un niño al que ha
castigado un perverso dios adolescente los que guían una película esquinada y
desoladoramente bella. Recomendada.
La vida y nada más. (España, 2017). Dir. Antonio Méndez
Esparza.
Presentada en la Sección Oficial del Festival de San
Sebastián 2017.
Hay títulos que se mueven entre la declaración de
intenciones y la lista de ingredientes, como el del segundo largometraje de
Antonio Méndez Esparza. El título esconde una cierta imprecisión bajo un gesto
de modestia, porque el arte no se hace, únicamente, con la vida y nada más.
Hace falta un conjunto de virtudes no demasiado frecuentes para obtener una
obra tan rica, orgánica y transparente: alta capacidad de observación, una
disposición a la permeabilidad del discurso, a dejar que la vida interfiera y
enriquezca el plan previsto y, entre otras cosas, un elevado porcentaje de
paciencia para dejar que actores no profesionales y escenarios reales armonicen
para convocar la ilusión de un universo que la cámara no ha construido, sino
que ha registrado en su devenir, sin alterar su (supuesta) respiración natural.
Tal y como ya demostró en su ópera prima “Aquí y allá” –centrada en el regreso
a Sierra de Guerrero de un inmigrante mexicano y su dolorosa desconexión con su
entorno afectivo-, Méndez Esparza es un hijo (o nieto) del neorrealismo, esa
estética de ruptura que, como bien supo interpretar André Bazin, no solo
consistía en la suma de escenarios reales y actores (ocasionalmente) no
profesionales, sino que también tenía que ver con una forma de narrar (un
relato fragmentario y abierto como la vida) y con una ética de la mirada.
Los materiales sobre los que se construye “La vida y nada
más” son un adolescente afroamericano de Florida, su madre abocada a ser único
timón de una familia rota y sus respectivas circunstancias. En ningún momento
se cargan las tintas melodramáticas en esta historia de supervivencia cotidiana
en los márgenes de los caminos que pueden llevar (o no) a un destino malogrado.
Un paso adelante de un director consciente de las virtudes de hacerse
invisible. Recomendada.
Perfectos desconocidos. (España, 2017). Dir. Alex de la
Iglesia.
Una cena de amigos reunidos en una cena de parejas, un
juego previsiblemente perverso dejando el móvil sobre la mesa a la vista y
alcance de todos y el efecto perturbador de un eclipse de luna son los mimbres
narrativos sobre los que se mueve esta nueva propuesta del prolífico Álex de la
Iglesia, adaptación de una película homónima italiana, no estrenada en España,
con la que el director se pone a prueba a sí mismo en terrenos poco o nada
transitados, aparentemente más convencionales, y también su capacidad para
renunciar, al menos por una vez, a sus excesos barrocos. Esa ya archiutilizada
estructura de reencuentro catártico se actualiza aquí respecto a esa
dependencia ya universal y al parecer irreversible del móvil, como apéndice
casi corporal, nexo de comunicación y también como nicho secreto en el que
transcurre para muchos una segunda vida paralela y clandestina.
El resultado es una comedia divertida y perspicaz,
especialmente engrasada, que juega con ese algo inconfesable que todos ocultan,
y no sólo a sus parejas, un vehículo perfecto para un reparto superlativo en el
que todos están mucho más que bien en todo momento y cada intérprete tiene al
menos un momento glorioso particular, un diálogo, una mirada, un gesto, una
actitud, y sobre todo una progresión individual impecable durante la que se
suceden los sobreentendidos, los equívocos, los intercambios de papeles, jugando
hábilmente con la información que sólo conocen uno o unos cuantos de ellos y lo
que va sabiendo oportunamente el espectador. Recomendada (con reservas).
Wonder. (USA, 2017). Dir. Stephen Chbosky.
“Cuando yo estaba en la barriga de mi madre, nadie tenía
ni idea de que yo iba a nacer con esta pinta”, cuenta, en primera persona, el
niño de 10 años protagonista de “Wonder”, en las primeras líneas de la novela
en la que se basa: “Wonder, la lección de August”, de R. J. Palacio. La frase,
y la expresión “esta pinta”, podrían servir de paradigmas para el tono
—desmitificador, aliviador, casi sarcástico— de una de esas películas
funambulistas, dificilísimas de resolver, sobre temas y ambientes peliagudos.
Porque “esta pinta” es la de un niño nacido con síndrome de Treacher-Collins,
una malformación craneofacial congénita, que ha sido operado en 27 ocasiones, y
que después de ser educado en casa por su madre durante años y de salir a la
calle continuamente ataviado con un casco de astronauta, aborda su primera
experiencia en un colegio con niños de su edad.
En la línea de lo que supuso la excelente “Máscara”
(Peter Bogdanovich, 1985), aquella sobre un chico semejante en edad
adolescente, “Wonder” se aproxima al drama desde la grandeza del amor de una
familia y desde las inevitables zancadillas de una sociedad que no parece preparada
para mirar de frente a determinados aspectos de la vida —desde el físico al
moral—. Ayudado por unas actuaciones formidables, con Julia Roberts y un
magnífico grupo de intérpretes infantiles comandado por Jacob Tremblay, el crío
de “La habitación”, Stephen Chbosky, director del evento, guía el relato con la
mano firme del que no teme al drama pero tampoco a la comedia, y, sobre todo,
del que sabe que caer en el sentimentalismo y lo lacrimógeno sería un golpe
bajo a la esencia de su historia.
Aunque resulte materialmente imposible no soltar unas
lágrimas, el director de la también estupenda “Las ventajas de ser un marginado”
(2012), basada en una novela propia, nunca fuerza la tuerca de lo melifluo. Sus
toques de fantasía, con un crío que se refugia en una realidad paralela, la de “Star
Wars”, para hacer frente a la batalla diaria que le espera, y su sentido del
humor acompañan siempre al evidente melodrama que domina el conjunto, elegante
y respetuoso.
Película ideal para toda la familia, “Wonder” se
amplifica además con aspectos colaterales pero esenciales: el poderoso
tratamiento del personaje de la hermana mayor, la presencia de una pareja
interracial —no hay tantas en el cine—, y el hecho de que esta vez sea el padre
el personaje florero de la historia. Recomendada (con reservas).
Dos padres por desigual. (USA, 2017). Dir. Sean Anders.
Aunque cuenta con algún título cómico admirable, las
comedias navideñas, subgénero típico y al parecer inagotable de Hollywood,
tienen una media muy baja y un ejemplo es ésta, continuación de la divertida “Padres
por desigual” en la que Mark Wahlberg y Will Ferrell rivalizaban por ganarse el
cariño de los hijos del primero, divorciado, e hijastros del segundo. En esta
continuación no sólo se han hecho amigos inseparables sino que además reciben
las visitas de sus respectivos padres: Mel Gibson es el padre machote y
mujeriego de Wahlberg y el melifluo John Lithgow, el de Ferrell.
Se supone que la comicidad se multiplica de esta manera
pero lo único que se consigue es caricaturas aún más burdas y sólo vuelven a
funcionar los desastres destructivos que provoca el torpe Ferrer, en este caso
con un quitanieves y una motosierra. Todo lo demás es sentimentalismo abusivo,
finalmente apoteósico, con declaración de amor universal al frío y al calor de
las navidades. No Recomendada.
Coco. (USA, 2017). Dir. Lee Unkrich
y Adrián Molina.
El
último trabajo de Pixar tiene todo lo que uno espera de Pixar. Y, pese a lo que
pueda parecer, ése es el problema. De nuevo, la película se plantea en la línea
que separa dos mundos ingrávidos, sutiles y, por supuesto, completamente ajenos
entre sí (ahí estaban Toy story, Monstruos S.A. o Del revés); dos universos, cada uno a un lado del espejo, como la
metonimia perfecta de lo que significa la propia animación, siempre en el
límite exacto de la posibilidad de un sueño.
¿Y
si la capacidad de entender un simple dibujo animado no fuera más que la última
de las oportunidades para recuperar el espacio necesariamente sagrado de la
infancia? La pregunta es cursi, obviamente, pero es lo que toca. Pixar, desde
muy al principio, entendió que el argumento de todas sus películas iba a ser la
propia película, su narración misma, lo que la hace vivir y cobrar sentido ante
los ojos siempre sorprendidos del espectador. Digamos que lo relevante siempre ha
sido el lugar de en medio entre la realidad y la radical ficción de un muñeco
dibujado.
Un
paso más allá, ahora en Coco la
frontera que exploran los directores Lee Unkrich y Adrián Molina se localiza en
el muro sur entre la vida y la muerte; es decir, en la más inescrutable y
misteriosa, además de fatal, de las metáforas. Cabría añadir que un tema así en
tiempos de Trump se acerca bastante a la provocación. Sana y hasta necesaria
provocación. Por lo demás, y por seguir con los argumentos que se repiten, otra
vez nuestro héroe (como en Buscando a
Nemo o Ratatouille) se debate
contra un destino no tanto adverso, que también, como definitivamente tabú. Eso
es la muerte. Y, como es marca de la casa, el milagro consiste en dar textura y
alma a lo inmóvil. Si antes fue el metal de la carrocería de un coche, por
ejemplo, ahora se trata del calcio de los huesos.
Se
diría que nada en la nueva propuesta de la ciudad ideal de John Lasseter podría
resultar más clásico, más preciso y, si se quiere, más coherente. Y, sin
embargo, cada uno de los elementos que deberían hacer de Coco algo así como la enésima obra maestra de la factoría acaban
por desvelar de manera demasiado evidente el artificio que los mueve. Pocas
veces antes todo resultó, pese a los logros a la vista, tan melodramáticamente
inane, tan aparatosamente tramposo.
Miguel
quiere ser músico en una familia de zapateros nada melómanos. La supuesta
traición del padre mariachi condenó para siempre los oídos del clan. Y lo desea
con tanto empeño que será capaz de reclamar su ilusión a las almas en pena del
mismo Purgatorio (o lo que sea). Estamos en México, en el día de los muertos, y
todo discurre en un universo iluminado, orgánico y deslumbrante lejos del
triste penar monocorde de las almas que penan. Es así. La idea es dar la vuelta
no tanto al mito como al lugar común, al imaginario compartido. Y triste. La
eternidad la dibuja un paisaje que nada tiene que ver lo lúgubre. Y es ahí, en
la caótica espectacularidad de lo arbitrario, donde los animadores se lucen, se
recrean y se confirman como los fieles seguidores de Mary Blair, Ollie Johnston
o cualquiera de los nueve ancianos de Disney. El número musical protagonizado
por la réplica de Frida Kahlo o el prólogo en el que se cuenta la vida de la
familia en guirnaldas de papel (tan cerca de Up) son sólo dos ejemplos de maestría difícilmente rebatible.
Y
pese a ello, la cinta no acaba en ningún momento de alejarse y cobrar vida
propia más allá de los tópicos que la sustentan. Digamos que ni un segundo de Coco se escapa de lo exigible en un
esfuerzo tan descomunal como, admitámoslo, rutinario por repetir una a una cada
una de las recetas con éxito. Y ahí, en la consciencia de su logro, es donde Coco se precipita por los caminos más
trillados, más llorones, más cursis (el discurso de la superación de las
limitaciones adquiere por momentos la consistencia de una perorata de Paulo
Coelho en horas bajas). La película se sabe tan de Pixar que termina por
acercarse mucho a su autoparodia. Todo bien y, sin embargo, muy lejos de lo
mejor. No
Recomendada.
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