jueves, 4 de febrero de 2016

"Una paloma se posó en una rama..." y con la crítica hemos topado

           Aunque me ha ocurrido a menudo desde que empecé a ver cine con asiduidad, últimamente –he de reconocerlo– la experiencia se está cronificando y esto empieza a parecerse al día de la marmota.  ¿Será que se agota mi pasión por el cine?  ¿O quizá que, contagiado por los subproductos que nos rodean, se me está embruteciendo el paladar?  Hace poco conversaba con una amiga de Linterna Mágica sobre una película que me había “dejado frío” y que los santones de la crítica exaltaban como lo mejor de los últimos tiempos, una película rica en todos los artificios del “experto en imágenes” pero que carecía de lo que para mí –que me perdone Wenders, al menos el teórico, muy inferior al cineasta– es más importante: una buena historia, algo verdadero –en el sentido más profundo de la palabra, que no tiene por qué ser realista– que contar.  Pero para explicaros esta inquietud por mi creciente mal gusto, por mi experiencia repetida de salir helado del cine y toparme con una crítica que me excomulga por ello, os voy a hablar de un caso más extremo: la última del sueco Roy Andersson, Una paloma se posó en una rama para reflexionar sobre la existencia, que después de discurrir por el Festival de Cine de Sevilla, obtuvo el León de Oro de Venecia y, este año pasado, el máximo galardón de los premios del cine europeo en el apartado de “comedia”.




            La película pretende ser una crítica de la alienación en la que vive la sociedad occidental a través de treinta y nueve cuadros estáticos de corte surrealista.  La cámara, que no se mueve un milímetro, se limita a contemplar cómo unos personajes embadurnados en maquillaje blanco –payasos tristes al parecer (nunca me han gustado los payasos, salvo “los de la tele”)– se mueven lentamente en situaciones de la vida cotidiana –desde una cafetería a una parada de autobús– sin percatarse de su propia inanidad, y no dejan de repetir a cada paso –vacíos de emociones y de inteligencia– la frase “me alegro de que todo te vaya bien”.  La unidad entre los treinta y nueve cuadros se consigue a través de una gran uniformidad estética (una fotografía en colores apagados a tono con el maquillaje y el ritmo cansino de los personajes) y de sus dos protagonistas: un par de representantes comerciales, expertos en espectáculos, que intentan vender sin éxito una y otra vez sus productos, entre los que se encuentran una “caja de la risa”, unos colmillos de vampiro y la careta “de tío del diente”.




            Cuando uno culmina la hazaña de terminar la película sin dormirse –¡Qué falta de gracia! ¡Qué ejercicio de onanismo intelectualoide! ¡Qué presunción de creer que por alterar la lógica puede asomar Viridiana! ¡Qué aburrimiento y qué forma de disfrazar la falta de ingenio con un “estilo” artificioso!–, cuando uno –digo– consigue levantarse del sillón para bucear por Internet y ver qué piensan los demás, resulta que los espectadores de a pie le dan, si acaso, un aprobado raspando en sus valoraciones –¡pobre chusma!–, mientras que los popes de la crítica”–grandes periódicos incluidos–, que la califican de obra maestra,  hablan de “un Jacques Tati de ultratumba”, de “un Buster Keaton escandinavo” y de que en la película se encuentran huellas de Ingmar Bergman –supongo que por lo sueco y por “los temas existenciales”–, de Kaurismaki –por lo nórdico, supongo, y por lo estático del ritmo y de los personajes (¿dónde quedan la gracia y la humanidad del finlandés?)– y de la “exuberancia a lo Federico Fellini” (sic).  Si tenéis la paciencia de leer cuatro o cinco críticas –es frecuente que se plagien entre ellas de forma más sutil o más burda–, comprobaréis cómo el supuesto estilo de Andersson es un compendio de lo mejor de la historia del cine en su género. 




            Dicho lo dicho, me animo a provocar la polémica con lo que voy a añadir a continuación, aunque tengo la tranquilidad de que no vivo de esto y me lo puedo permitir.  Creo que al amparo del cine se alberga mucho farsante que escribe porque no hay pena de cárcel por decir mamarrachadas.  Y creo además que estas mamarrachadas se reproducen y se multiplican en los diferentes foros “críticos” porque algunos creen que el número y la insistencia en las mismas valoraciones “respetables” –como el uso de la escritura o la sanción del Papa en la Edad Media– los inviste de autoridad.  Creo, además, que cuando nos adentramos en los niveles “profesionales” de buena parte de la crítica –de gente que vive de la cosa–, se ha creado una connivencia entre determinados círculos de los festivales, los “opinadores expertos”, muchos “creadores” y numerosos industriales que tienen que rentabilizar sus inversiones y no han dudado en acuñar la etiqueta de “cine de calidad” para dotar de dignidad artística a sus productos, no siempre infumables pero con frecuencia mediocres o, al menos, no tan excelentes como se nos hace creer.  Un espectador “que se precie” no puede disentir de su excelencia, al menos en público.

         Aguja para mareantes.  La mayoría de los aficionados al cine tienen suficientes herramientas críticas –más de las que creen– para valorar las películas desde su autenticidad y sin palabras o criterios prestados.  Siempre he admirado –y reconozco su mérito– a la persona que tiene que lanzarse al ruedo día tras día para dar su opinión en un medio público, por lo que está más expuesta que nadie a emitir un juicio equivocado.  Lo que sí cabe pedirle es autenticidad, un poco de humildad y menos poses sacerdotales. 

2 comentarios:

  1. Muy buenas. No puedo estar más de acuerdo. Me siento totalmente identificada. Excelente reflexión. Muchas gracias. Un saludo y mi enhorabuena a Joaquín Ritoré.
    A.L.M.

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  2. Muy de acuerdo contigo en todo, amigo Joaquín. No he visto la película – ni la veré, como afiliado a esa “pobre chusma” y a mucha honra -, pero deseo suscribir tus argumentaciones al respecto. Porque los plebeyos solemos ejercer casi siempre del niño que viera al rey en pelota picá, frente a tantos gilipuertas sueltos... Un abrazo.

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