Aunque
me ha ocurrido a menudo desde que empecé a ver cine con asiduidad, últimamente
–he de reconocerlo– la experiencia se está cronificando y esto empieza a
parecerse al día de la marmota. ¿Será
que se agota mi pasión por el cine? ¿O
quizá que, contagiado por los subproductos que nos rodean, se me está
embruteciendo el paladar? Hace poco
conversaba con una amiga de Linterna Mágica sobre una película que me había
“dejado frío” y que los santones de la crítica exaltaban como lo mejor de los
últimos tiempos, una película rica en todos los artificios del “experto en
imágenes” pero que carecía de lo que para mí –que me perdone Wenders, al menos
el teórico, muy inferior al cineasta– es más importante: una buena historia,
algo verdadero –en el sentido más profundo de la palabra, que no tiene por qué
ser realista– que contar. Pero para
explicaros esta inquietud por mi creciente mal gusto, por mi experiencia
repetida de salir helado del cine y toparme con una crítica que me excomulga
por ello, os voy a hablar de un caso más extremo: la última del sueco Roy
Andersson, Una paloma se posó en una
rama para reflexionar sobre la existencia, que después de discurrir por el
Festival de Cine de Sevilla, obtuvo el León de Oro de Venecia y, este año
pasado, el máximo galardón de los premios del cine europeo en el apartado de
“comedia”.
La película pretende ser una crítica
de la alienación en la que vive la sociedad occidental a través de treinta y
nueve cuadros estáticos de corte surrealista.
La cámara, que no se mueve un milímetro, se limita a contemplar cómo
unos personajes embadurnados en maquillaje blanco –payasos tristes al parecer
(nunca me han gustado los payasos, salvo “los de la tele”)– se mueven
lentamente en situaciones de la vida cotidiana –desde una cafetería a una
parada de autobús– sin percatarse de su propia inanidad, y no dejan de repetir
a cada paso –vacíos de emociones y de inteligencia– la frase “me alegro de que
todo te vaya bien”. La unidad entre los
treinta y nueve cuadros se consigue a través de una gran uniformidad estética
(una fotografía en colores apagados a tono con el maquillaje y el ritmo cansino
de los personajes) y de sus dos protagonistas: un par de representantes
comerciales, expertos en espectáculos, que intentan vender sin éxito una y otra
vez sus productos, entre los que se encuentran una “caja de la risa”, unos
colmillos de vampiro y la careta “de tío del diente”.
Cuando uno culmina la hazaña de
terminar la película sin dormirse –¡Qué falta de gracia! ¡Qué ejercicio de
onanismo intelectualoide! ¡Qué presunción de creer que por alterar la lógica
puede asomar Viridiana! ¡Qué
aburrimiento y qué forma de disfrazar la falta de ingenio con un “estilo” artificioso!–, cuando uno –digo– consigue levantarse del sillón para
bucear por Internet y ver qué piensan los demás, resulta que los espectadores
de a pie le dan, si acaso, un aprobado raspando en sus valoraciones –¡pobre
chusma!–, mientras que los popes de la crítica”–grandes periódicos
incluidos–, que la califican de obra maestra,
hablan de “un Jacques Tati de ultratumba”, de “un Buster Keaton
escandinavo” y de que en la película se encuentran huellas de Ingmar Bergman
–supongo que por lo sueco y por “los temas existenciales”–, de Kaurismaki –por
lo nórdico, supongo, y por lo estático del ritmo y de los personajes (¿dónde
quedan la gracia y la humanidad del finlandés?)– y de la “exuberancia a lo
Federico Fellini” (sic). Si tenéis la paciencia de leer cuatro o cinco
críticas –es frecuente que se plagien entre ellas de forma más sutil o más
burda–, comprobaréis cómo el supuesto estilo de Andersson es un compendio de lo
mejor de la historia del cine en su género.
Dicho lo dicho, me animo a provocar
la polémica con lo que voy a añadir a continuación, aunque tengo la
tranquilidad de que no vivo de esto y me lo puedo permitir. Creo que al amparo del cine se alberga mucho
farsante que escribe porque no hay pena de cárcel por decir mamarrachadas. Y creo además que estas mamarrachadas se
reproducen y se multiplican en los diferentes foros “críticos” porque algunos creen
que el número y la insistencia en las mismas valoraciones “respetables” –como el
uso de la escritura o la sanción del Papa en la Edad Media– los inviste de
autoridad. Creo, además, que cuando nos
adentramos en los niveles “profesionales” de buena parte de la crítica –de
gente que vive de la cosa–, se ha creado una connivencia entre determinados
círculos de los festivales, los “opinadores expertos”, muchos “creadores” y numerosos
industriales que tienen que rentabilizar sus inversiones y no han dudado en
acuñar la etiqueta de “cine de calidad” para dotar de dignidad artística a sus
productos, no siempre infumables pero con frecuencia mediocres o, al menos, no
tan excelentes como se nos hace creer. Un
espectador “que se precie” no puede disentir de su excelencia, al menos en
público.
Aguja para mareantes. La mayoría de los aficionados al cine tienen
suficientes herramientas críticas –más de las que creen– para valorar las
películas desde su autenticidad y sin palabras o criterios prestados. Siempre he admirado –y reconozco su mérito– a
la persona que tiene que lanzarse al ruedo día tras día para dar su opinión en
un medio público, por lo que está más expuesta que nadie a emitir un juicio
equivocado. Lo que sí cabe pedirle es autenticidad,
un poco de humildad y menos poses sacerdotales.
Muy buenas. No puedo estar más de acuerdo. Me siento totalmente identificada. Excelente reflexión. Muchas gracias. Un saludo y mi enhorabuena a Joaquín Ritoré.
ResponderEliminarA.L.M.
Muy de acuerdo contigo en todo, amigo Joaquín. No he visto la película – ni la veré, como afiliado a esa “pobre chusma” y a mucha honra -, pero deseo suscribir tus argumentaciones al respecto. Porque los plebeyos solemos ejercer casi siempre del niño que viera al rey en pelota picá, frente a tantos gilipuertas sueltos... Un abrazo.
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