El bello y efímero verano
sueco. Dos mujeres comparten una casa a
orillas del mar. Una de ellas, de nombre
Alma, es enfermera y su estancia en la isla es a título profesional; forma
parte de la terapia prescrita para una paciente única: la actriz Elizabeth
Vogler, que no ha vuelto a hablar desde que enmudeció repentinamente en medio de
una representación de Electra. La doctora, que cede su casa a las dos
mujeres, –no se nos dice su nombre, seguramente irrelevante–, parece intuir que
la convivencia entre Alma, la enfermera y cuidadora, y Elizabeth, la actriz,
puede quebrar el mutismo de esta última, cuyas razones profundas conoce a la
perfección:
“¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de ser. No parecer, sino
ser. Consciente, alerta cada
instante. Y al mismo tiempo, el abismo
de lo que eres ante los demás y lo que eres ante ti misma. La sensación de vértigo y la sed constante
del desenmascaramiento. De verte por fin
descubierta, reducida, quizá aniquilada.
Cada tono una mentira y una traición.
Cada gesto una falsificación.
Cada sonrisa una mueca: el papel de esposa, el papel de colega, el papel
de madre, el papel de amante, ¿cuál de ellos es el peor? […] Puedes
enmudecer. Así no mientes. Puedes amurallarte, encerrarte. Así no tienes que representar ningún papel,
mostrar un rostro, exhibir gestos falsos. O eso crees.”
Los nombres de las protagonistas, Elizabeth Vogler y
Alma, son elocuentes. Bergman es aficionado a repetir nombres y apellidos en los
personajes de sus películas para dejar clara su naturaleza. “Vogler” es apellido de artistas, de
profesionales de la representación –su precedente más obvio es el actor y
mentalista de una de las películas más interesantes de Bergman: “El rostro”–,
de gente que al mismo tiempo embauca y hechiza, que con su máscara estafa y que,
justo por ello, conjura el horror del mundo y arroja luz sobre él, como los
comediantes de “El séptimo sello” o de “Fanny y Alexander”. “Alma”, por el contrario, es nombre de
mujeres de artistas, de la del payaso Frost de “Noche de circo” o de la del
pintor atormentado por sus fantasmas en “La hora del lobo”: es, pues, la vida
real, de carne y hueso, incuestionada, convencional e insuficiente si se
quiere, pero palpitante de sangre, una vida que no se percibe a sí misma como
“representación” y que se burla cruelmente de los desvaríos del artista o que intenta
salvarlo de sus fantasmas.
En “Persona” (1966) Bergman reúne los
opuestos en dos mujeres de parecido asombroso, antitéticas y complementarias,
Bibi Andersson, la enfermera, y Liv Ullman, la actriz, cuyos rostros comparten
el encuadre de la cámara de Sven Nykvist a lo largo de ochenta minutos hasta
que terminan por fundirse en un célebre primer plano que al mismo tiempo repugna
y fascina. Elizabeth, la actriz, busca
en su silencio despojarse de todas las máscaras, de la de actriz, de la de
madre, de la de esposa, y vampiriza en el sentido más literal a la vital Alma. Pero su silencio autoimpuesto, a la postre
–como sentencia la doctora– no lleva a ninguna parte, no es sino otro papel
más, otra representación, otra máscara, y tiene fecha de caducidad: la del hastío.
Alma, por su parte, no sale indemne del
encuentro; su pequeña vida de servicio a los demás, de sexo sin pasión, de proyectos
de maternidad, se ve cuestionada por la fascinación que siente por la actriz, a
la que se asimila, aunque su admiración inicial se transmuta en odio cuando cae
en la cuenta de que la mirada de Elizabeth no es mirada de ternura, sino de
análisis y de gélida curiosidad.
En 1965 Bergman estaba en la cumbre de su
carrera. Sus películas –“El séptimo
sello”, “Fresas salvajes”, “El manantial de la doncella”, “Como en un espejo”,
etc…– triunfaban en los festivales internacionales, y su capacidad como
director teatral se veía reconocida con su nombramiento para la dirección del “Dramaten”,
el teatro más importante de Suecia. Pero
justo en el verano de ese mismo año sufrió un colapso personal que lo encerró
en un hospital y lo apartó de todas sus actividades. Según su propio testimonio, sólo lo salvó del
abismo la redacción del guión de “Persona”, titulado originalmente Los antropófagos. Una vez más el arte, la ficción, le dio
ánimos para seguir adelante, aunque en una dirección muy diferente, angustiada
y nihilista, a las de sus filmes anteriores: seguirán “La vergüenza”, “Pasión”,
“La hora del lobo”, “De la vida de las marionetas”, “Gritos y susurros”, etc.
En “Persona”, –en latín “máscara”, y en
la psicología de Jung la capa social y externa de la psique humana– la vida y
la representación, el impulso vital y el nihilismo existencial, se enfrentan y
se vampirizan sin piedad, y se pone en cuestión la propia esencia del arte, de
toda representación, en este caso de la cinematográfica, cuando desde el
prólogo surrealista hasta la conclusión Bergman hace que la película de 35 mm.
se atasque y arda en repetidas ocasiones.
Pero “Persona” es ante todo una obra de arte que se resiste a toda
reducción a una doctrina psicológica o a cualquier interpretación racional: se
dirige sin intermediarios, como la música, al corazón del espectador. Es un film en el que Bergman –así lo reconocerá
en sus últimos años– se atrevió a llegar más lejos que nunca, a adentrarse en un
territorio desconocido que, a pesar de las pistas, de las referencias, de las
indicaciones, es perturbador e inquieta en lo más profundo a cualquiera que se
deje llevar por su procesión de perfiles, de primeros planos, de repeticiones,
de imágenes oníricas, de contrastes fotográficos y de rupturas de la
convenciones narrativas.
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